`Londres, marzo de 2018
Sin embargo, entre una buena y una mala historia
de detectives hay tantas –o mejor, más– diferencias que las que tienen un buen
y un mal poema épico. La historia de detectives no solo es una forma de arte
perfectamente legítima, sino que tiene ventajas tan definidas y reales como lo
tiene un agente de salud pública.
El primer valor esencial de la historia de
detectives radica en que es la primera y única forma de literatura popular en
la que se expresa de algún modo la poesía de la vida moderna. Los hombres
vivían entre montañas imponentes y bosques eternos antes de darse cuenta de que
las montañas y los bosques eran poéticos; es justo inferir que a algunos de
nuestros descendientes los cañones de las chimeneas les parecerán tan coloridos
como los picos de las montañas, y que verán en los postes de alumbrado público algo
tan viejo y natural como los árboles.
La historia de detectives es la Ilíada de ese
descubrimiento de la ciudad como algo a la vez salvaje y obvio. Nadie ha dejado de notar
que en estas historias el héroe o el investigador atraviesa Londres con algo de
la soledad y libertad de un príncipe en el país de las hadas, y que en el curso
de ese viaje incalculable el autobús casual asume los colores de un barco de cuento
infantil. Las luces de la ciudad empiezan a brillar como innumerables ojos de duende,
pues son los guardianes de algún secreto, por crudo que sea, que el escritor
conoce y el lector no. Es como si cada giro del camino lo señalara un dedo;
cada firmamento fantástico de chimeneas parece señalar de manera salvaje y burlona
el significado del misterio.
Este descubrimiento de la poesía de Londres
no es poca cosa. Una ciudad es más poética que el campo, puesto que la naturaleza
es un caos de fuerzas inconscientes, pero la ciudad es un caos de fuerzas
conscientes. La cresta de la flor o el diseño del liquen pueden ser o no
símbolos significativos. Pero no hay una sola piedra en la calle ni un ladrillo
en las paredes que no sea un símbolo deliberado –un mensaje de alguien, tanto
como un telegrama o una postal. La calle más estrecha posee, en cada giro y recodo
de su intención, el alma del hombre que la construyó, quizá desde hace mucho en
su tumba. Cada ladrillo tiene un jeroglífico tan humano como la talla de una
antigua cerámica babilonia; cada teja en el techo es un documento tan
ilustrativo como si estuviera lleno de sumas y restas. Todo lo que afirma este
romance del detalle en la civilización, incluso bajo la forma de las fantásticas
minucias que observa Sherlock Holmes, todo lo que enfatiza este insondable carácter
humano en tejas y pedernales, es algo bueno. Es bueno que el hombre promedio
caiga en el hábito de mirar de manera imaginativa a diez hombres en la calle,
así solo sea por la azarosa posibilidad de que el undécimo sea un ladrón de la
peor calaña. Tal vez sea posible imaginar algún romance de Londres que sea
superior, que las almas de los hombres tengan aventuras más extrañas que sus
cuerpos, y que sea más emocionante cazar sus virtudes que sus crímenes. Pero
como nuestros grandes autores (con la excepción admirable de Stevenson) se
niegan a escribir sobre ese humor electrizante y sobre momentos como aquel en
que los ojos de la gran ciudad –como los ojos de un gato– empiezan a brillar en
la oscuridad, debemos darle justo crédito a la literatura popular que, en medio
de un balbuceo de pedantería y preciosismo, se niega a mirar el presente como
algo prosaico o lo que es común como si fuera un lugar común. El arte popular
de todas las épocas se ha interesado en los modales y costumbres que le son
contemporáneos: vistió la multitud alrededor de la cruz con los atuendos de la
gentileza florentina o de la burguesía flamenca. En el último siglo era
costumbre entre los actores distinguidos vestir a Macbeth con volantes y una
peluca empolvada. Para entender lo lejos que estamos en este tiempo de tener
convicción sobre la poesía de nuestras propias vida y modales, es suficiente
que cualquiera elija imaginar un cuadro de Alfredo el Grande poniendo los panes
en una tostadora y usando zapatos tenis, o una representación de Hamlet en la
que el príncipe aparezca de levita y con una cinta de crepé alrededor de su
sombrero. Pero este instinto de mirar atrás, como la mujer de Lot, no podía
seguir para siempre. Era inevitable que surgiera una literaturas burda y popular
sobre las posibilidades románticas de la ciudad moderna, y lo ha hecho en las historias
de detectives, tan ásperas y refrescante como las baladas de Robin Hood.
Hay, sin embargo, otro trabajo que las
historias de detectives tienen por hacer. Mientras el viejo Adán tiene la
tendencia constante a rebelarse contra una cosa tan universal y automática como
la civilización, y a predicar alejamiento y rebelión, el romance de la
actividad policial hace que en cierto modo tengamos siempre en mente el hecho
de que la civilización misma es el más sensacional de los alejamientos y la más
romántica de las rebeliones. Al dirigir la atención sobre los desvelados
centinelas que cuidan los puestos fronterizos de la sociedad, nos recuerda que
vivimos en un campamento armado, en guerra permanente contra un mundo caótico,
y que los criminales –los hijos del caos– no son más que los traidores dentro
de las murallas. Cuando el detective en un romance policial se planta solitario,
y en cierto modo con un vano coraje, entre los cuchillos y los puños de la
cocina de los ladrones, ciertamente nos recuerda que la figura poética original
es el agente de la justicia social, mientras que los ladrones y malandrines son
solo plácidos, antiguos y cósmicos conservadores, felices en su respetabilidad
inmemorial de simios y lobos. El romance de la fuerza policial es pues el
romance total del hombre. Se basa en el hecho de que la moralidad es la más
oscura y atrevida de las conspiraciones. Nos recuerda que todo ese silencioso y
desapercibido manejo policial que nos gobierna y protege es solo una exitosa
aventura de caballería.
Tomado de "The Defendant" (1901)
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