Wednesday, May 2, 2018

En defensa de las historias de detectives


`Londres, marzo de 2018



 Para intentar alcanzar la razón psicológica que explique la popularidad de las novelas de detectives, es necesario aligerarnos de frases de cajón. Es falso, por ejemplo, que la mayoría prefiera la mala literatura, y que acepte las historias de detectives porque sean mala literatura. La simple ausencia de sutileza artística no hace que un libro se vuelva popular. La Guía de Trenes de Bradshaw contiene algunas joyas de comedia psicológica, y sin embargo no se le lee en voz alta y a las carcajadas en las noches de invierno. Si las historias de detectives se leen con más exuberancia que las guías de trenes, se debe a que son más artísticas. Por fortuna, muchos buenos libros han sido populares; todavía más fortuna ha sido que muchos malos libros hayan sido impopulares. Una buena historia de detectives podría ser más popular que una mala. El problema en este asunto es que mucha gente no se da cuenta que existe algo llamado una buena historia de detectives; para ellos es como hablarles de un buen demonio. Piensan que escribir una historia sobre un robo es una especie de manera espiritual de cometer el robo. A las personas de sensibilidad algo débil esto les parece natural; hay que confesar que muchas historias de detectives están tan llenas de crímenes como las obras de Shakespeare.
Sin embargo, entre una buena y una mala historia de detectives hay tantas –o mejor, más– diferencias que las que tienen un buen y un mal poema épico. La historia de detectives no solo es una forma de arte perfectamente legítima, sino que tiene ventajas tan definidas y reales como lo tiene un agente de salud pública.

El primer valor esencial de la historia de detectives radica en que es la primera y única forma de literatura popular en la que se expresa de algún modo la poesía de la vida moderna. Los hombres vivían entre montañas imponentes y bosques eternos antes de darse cuenta de que las montañas y los bosques eran poéticos; es justo inferir que a algunos de nuestros descendientes los cañones de las chimeneas les parecerán tan coloridos como los picos de las montañas, y que verán en los postes de alumbrado público algo tan viejo y natural como los árboles.
La historia de detectives es la Ilíada de ese descubrimiento de la ciudad como algo a la vez salvaje y obvio. Nadie ha dejado de notar que en estas historias el héroe o el investigador atraviesa Londres con algo de la soledad y libertad de un príncipe en el país de las hadas, y que en el curso de ese viaje incalculable el autobús casual asume los colores de un barco de cuento infantil. Las luces de la ciudad empiezan a brillar como innumerables ojos de duende, pues son los guardianes de algún secreto, por crudo que sea, que el escritor conoce y el lector no. Es como si cada giro del camino lo señalara un dedo; cada firmamento fantástico de chimeneas parece señalar de manera salvaje y burlona el significado del misterio.
Este descubrimiento de la poesía de Londres no es poca cosa. Una ciudad es más poética que el campo, puesto que la naturaleza es un caos de fuerzas inconscientes, pero la ciudad es un caos de fuerzas conscientes. La cresta de la flor o el diseño del liquen pueden ser o no símbolos significativos. Pero no hay una sola piedra en la calle ni un ladrillo en las paredes que no sea un símbolo deliberado –un mensaje de alguien, tanto como un telegrama o una postal. La calle más estrecha posee, en cada giro y recodo de su intención, el alma del hombre que la construyó, quizá desde hace mucho en su tumba. Cada ladrillo tiene un jeroglífico tan humano como la talla de una antigua cerámica babilonia; cada teja en el techo es un documento tan ilustrativo como si estuviera lleno de sumas y restas. Todo lo que afirma este romance del detalle en la civilización, incluso bajo la forma de las fantásticas minucias que observa Sherlock Holmes, todo lo que enfatiza este insondable carácter humano en tejas y pedernales, es algo bueno. Es bueno que el hombre promedio caiga en el hábito de mirar de manera imaginativa a diez hombres en la calle, así solo sea por la azarosa posibilidad de que el undécimo sea un ladrón de la peor calaña. Tal vez sea posible imaginar algún romance de Londres que sea superior, que las almas de los hombres tengan aventuras más extrañas que sus cuerpos, y que sea más emocionante cazar sus virtudes que sus crímenes. Pero como nuestros grandes autores (con la excepción admirable de Stevenson) se niegan a escribir sobre ese humor electrizante y sobre momentos como aquel en que los ojos de la gran ciudad –como los ojos de un gato– empiezan a brillar en la oscuridad, debemos darle justo crédito a la literatura popular que, en medio de un balbuceo de pedantería y preciosismo, se niega a mirar el presente como algo prosaico o lo que es común como si fuera un lugar común. El arte popular de todas las épocas se ha interesado en los modales y costumbres que le son contemporáneos: vistió la multitud alrededor de la cruz con los atuendos de la gentileza florentina o de la burguesía flamenca. En el último siglo era costumbre entre los actores distinguidos vestir a Macbeth con volantes y una peluca empolvada. Para entender lo lejos que estamos en este tiempo de tener convicción sobre la poesía de nuestras propias vida y modales, es suficiente que cualquiera elija imaginar un cuadro de Alfredo el Grande poniendo los panes en una tostadora y usando zapatos tenis, o una representación de Hamlet en la que el príncipe aparezca de levita y con una cinta de crepé alrededor de su sombrero. Pero este instinto de mirar atrás, como la mujer de Lot, no podía seguir para siempre. Era inevitable que surgiera una literaturas burda y popular sobre las posibilidades románticas de la ciudad moderna, y lo ha hecho en las historias de detectives, tan ásperas y refrescante como las baladas de Robin Hood.
Hay, sin embargo, otro trabajo que las historias de detectives tienen por hacer. Mientras el viejo Adán tiene la tendencia constante a rebelarse contra una cosa tan universal y automática como la civilización, y a predicar alejamiento y rebelión, el romance de la actividad policial hace que en cierto modo tengamos siempre en mente el hecho de que la civilización misma es el más sensacional de los alejamientos y la más romántica de las rebeliones. Al dirigir la atención sobre los desvelados centinelas que cuidan los puestos fronterizos de la sociedad, nos recuerda que vivimos en un campamento armado, en guerra permanente contra un mundo caótico, y que los criminales –los hijos del caos– no son más que los traidores dentro de las murallas. Cuando el detective en un romance policial se planta solitario, y en cierto modo con un vano coraje, entre los cuchillos y los puños de la cocina de los ladrones, ciertamente nos recuerda que la figura poética original es el agente de la justicia social, mientras que los ladrones y malandrines son solo plácidos, antiguos y cósmicos conservadores, felices en su respetabilidad inmemorial de simios y lobos. El romance de la fuerza policial es pues el romance total del hombre. Se basa en el hecho de que la moralidad es la más oscura y atrevida de las conspiraciones. Nos recuerda que todo ese silencioso y desapercibido manejo policial que nos gobierna y protege es solo una exitosa aventura de caballería.
Tomado de "The Defendant" (1901) 







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