En
torno al nacimiento de Pickwick
estalló una de esas disputas literarias que fueron tan comunes en la vida de
Dickens. Hay que decir que esas disputas siempre surgieron de algún error o
alguna ofensa por parte de alguien, pero también fueron posibles por una
susceptibilidad indefinida por parte de Dickens. Era tan sensible en asuntos de
autoría personal que incluso su sagrado sentido del humor lo abandonaba.
Convertía en enemigos mortales a quienes con facilidad pudo convertir en chistes
inmortales. No es que fuera un hombre
sin ley –en cierto modo era demasiado legal– pero era como si no entendiera el
principio de minimis non curat lex. Cualquiera podía provocarlo,
cualquier idiota podía llevarlo a hacer idioteces. Cualquier loco que dijera
ser el verdadero autor de "Martin Chuzzlewit", cualquier gacetillero
que decidiera criticar el cuello de su camisa, se exponían a la más apasionada
y pública de las negaciones, como si se estuviera defendiendo de acusaciones de
brujería o de alta traición. De ahí que en las cartas de Dickens abunde cierto
tipo de quejas y disputas, de cuyas posiciones no se puede decir que estaban
equivocadas, pero que no evitaban que Dickens estuviera en el lugar equivocado.
Dickens no era sólo generoso, también era un hombre justo: haber hecho contra
alguien una acusación o un comentario injustos le habría resultado
insoportable. Su debilidad radicaba en que la acusación o el comentario
injustos le resultaban igual de insoportables cuando estaban dirigidas contra
él. Nadie puede decir que se equivocaba a menudo. Podemos decir sobre él, como
de tanta gente pendenciera, que muy a menudo estaba en lo correcto.
Los
incidentes que rodearon la aparición de The
Pickwick Papers tal vez no son un ejemplo perfecto de este rasgo, porque
aquí Dickens era un reportero, y el golpe pudo haber sido más dañino que los
que le propinaron en sus días triunfales. Pero, a través de esos días
triunfales y hasta el día de su muerte, Dickens tomó esa tempestad en un vaso
de agua con la seriedad más terrible, esgrimió declaraciones, apeló a testigos,
conservó documentos que se deshacían y les dejó a sus hijos aquella tontería
olvidada como si fuera un viejo feudo territorial. Siendo más ridícula que
injusta, sorprendía que recordara la acusación más allá de un mes después, a
menos que hubiera sido para reírse del asunto. Los hechos son simples y
conocidos por casi todos. Los editores –Chapman & Hall– querían producir
alguna serie con las ilustraciones cómicas de un conocido caricaturista llamado
Seymour. A este artista se le conocía por sus divertida manera de caracterizar
los deportes y, para la idea que tenían, el editor le insinuó a Dickens que
escribiera sobre un tal Club Nimrod, o algo por el estilo, una especie de club
de deportistas aficionados, condenados a sufrir perpetuas ignominias. Dickens se
mostró en desacuerdo por dos razones sustanciales: que las viñetas sobre
deportes eran trilladas y que él no sabía nada sobre deportes. Así que cambió
el club por uno más general, de viajes e investigaciones, y solo conservó un
deportista atribulado, Mr. Winkle, melancólico vestigio del club Nimrod que
nunca llegó a existir. Las primeras siete viñetas aparecieron con el crédito
para Seymor por los dibujos y para Dickens por los textos, y en ellos Winkle y
sus calamidades tenían una modesta notoriedad. Antes de que apareciera la
octava entrega de la serie, Seymour se había volado los sesos. Después de
utilizar por poco tiempo los servicios de un tal Buss, Dickens obtuvo la
colaboración de Hablot K. Browne, a quien todos llamamos "Phiz”, y con
quien se puede decir que formó una sociedad. Estaban hechos el uno para el otro
y para la creación común de una cosa única, a la manera de Gilbert y Sullivan.
Ningún otro ilustrador creó jamás los verdaderos personajes de Dickens con tan
preciso y correcto quantum de exageración. Ningún otro ilustrador respiró de
tal manera la verdadera atmósfera de Dickens, en la que los oficinistas son
oficinistas y al mismo tiempo son duendes.
Para
la mentalidad doméstica, los asuntos mencionados no parecen ofrecer nada
promisorio en cuestión de disputas. Pero la viuda de Seymour se las arregló
para elaborar el reclamo de que, de algún modo, su marido había escrito las
historias de Pickwick, o que, al
menos, era responsable de su genialidad y su éxito. No parece que ella tuviera
algo siquiera cercano a la razón para opinar de ese modo, excepto por el
incuestionable hecho de que el editor había empezado con la idea de emplear a
Seymour en el proyecto. Eso era cierto, y Dickens (quien por encima y por
debajo de su honestidad era demasiado belicoso como para mantener la discusión
en los términos correctos, y quien mostraba una suerte de fiero cuidado de
dejar dicha la verdad en esos casos) nunca lo negó ni intentó ocultarlo. Era
muy cierto y, al principio, en lugar de que Seymour hubiera sido empleado para
ilustrar a Dickens, se puede decir que Dickens era quien había sido empleado
para ilustrar con palabras los dibujos de Seymour. Pero que Seymour hubiera
inventado algo grande o pequeño de la letra impresa, que hubiera inventado
siquiera el esquema general del personaje de Mr. Pickwick, o el número del taxista
de Mr. Pickwick, que hubiera inventado la historia o al menos una coma de la
historia no sólo fue algo que nunca se demostró, ni siquiera fue algo que
alguien llegara a argumentar con lucidez. Dickens llena sus cartas con todo lo
que se puede decir contra la idea de la señora Seymour, pero no es claro que
alguna vez se haya dicho algo preciso a favor de ella.
Sobre
los hechos superficiales y los aspectos legales de este asunto, Dickens debió
estar por encima de esa tontería. Pero, en un sentido más real y profundo,
también debió ser superior a eso que no lo tocaba ni tocaba para nada su
grandeza, incluso como un alegato abstracto. Si Seymour hubiera empezado la
historia, si le hubiera dado a Dickens sus marionetas o su cascabeleo, Dickens todavía
habría sido Dickens, y Seymour sólo Seymour. De hecho, se trataba de una
mentira despreciable, pero igual habría sido una verdad despreciable. Porque el
hecho es que la grandeza de Dickens y en especial la grandeza de Pickwick no es de un tipo que pueda ser
afectado por el hecho de que otra persona haya sugerido la primera idea. No
podía ser afectada ni siquiera si otra persona hubiera escrito el primer capítulo.
Si se mostrara que otra persona concibió la idea para La letra escarlata y que Hawthorne la materializó, todavía sería un
artesano exquisito, pero en cierto modo quedaría rebajado como creador. Pero en
el caso de Pickwick hay una prueba
simple. Si Seymour le dio a Dickens la idea principal para Pickwick, ¿cuál era esa idea? No es posible sugerir una concepción
primaria de Pickwick. Dickens no solo
no recibió de Seymour el plan general de la obra, lo cierto es que nunca hubo tal
plan. En Pickwick, y de hecho en toda
la obra de Dickens, es en los detalles donde el autor es creativo, es en lo
pequeño donde de veras es grande. El poder del libro reside en el perpetuo
torrente de ingenio y tratamiento inventivo; el tema (al menos al comienzo) simplemente
no existe. La idea de Tupman, el gordo seductor, es en sí misma vulgar y deprimente, pero son los detalles de Tupman, la
manera como está desarrollado, lo que lo vuelve inesperadamente divertido. La
idea de Winkle, el torpe deportista, carece en sí misma de gracia, pero a
medida que el personaje se repite a sí mismo se vuelve original. Sabemos de
hombres cuya imaginación puede darle un toque mágico a los hechos grises de la
vida, pero la mucho más indomable fantasía de Dickens puede darle un toque
mágico incluso a nuestra gris literatura. Antes de que lleguemos a la mitad del
libro esos personajes como de farsas condenadas y muertas nos sorprenden como
seres extraños y espléndidos.
El
reclamo de Seymour, si se le mira simbólicamente, es incluso un cumplido. Es
cierto en espíritu que Dickens obtuvo (o pudo haber obtenido) de otra persona,
de cualquiera, el principio de Pickwick.
Porque tenía una energía mucho más gigantesca que la energía del artista
intenso, ese cuya energía está lista para escribir algo. Dickens tenía la
energía para escribir lo que fuera. Podía haber terminado la historia de
cualquier hombre. Pudo haber insuflado una vida demencial en el personaje
creado por cualquiera. Si hubiera sido cierto que Seymour diseñó el plan para Pickwick, si Seymour hubiera establecido
los capítulos y si hubiera nombrado y numerado los personajes, incluso con esos
grilletes su esclavo habría demostrado libertad suficiente para estremecer al mundo. Si Dickens
hubiera sido forzado a tomar los incidentes de un libro infantil, o los nombres
de un recorte de periódico, sólo habría necesitado diez páginas para
transformarlos en sus criaturas. Seymour, como he dicho, en cierto modo tenía
razón. En ese tiempo, Dickens obtenía sus materiales de cualquier parte, en el
sentido que no le importaba qué clase de materiales eran. Dickens no podía robar,
pero si lo hubiera hecho jamás habría imitado. El poder que de manera inmediata
exhibió es esa clase de poder en la escritura que no puede ser imitado, la
energía inagotable y primigenia, la prodigalidad enorme de un genio que solo
otro genio puede parodiar. Reclamar que uno es el autor de una idea de Dickens es
como haber contribuido un vaso de agua a la corriente del Niagara. Sin importar
que hubiera comenzado en este o aquel manantial, la colosal catarata de absurdos siguió
bramando día y noche. El volumen de su invención aplastó cualquier duda sobre
su capacidad inventiva; Dickens sin duda fue un gran hombre, a menos que fuera
mil hombres.
De Charles Dickens (1903)