Wednesday, May 16, 2018

Tormenta en un vaso de agua





En torno al nacimiento de Pickwick estalló una de esas disputas literarias que fueron tan comunes en la vida de Dickens. Hay que decir que esas disputas siempre surgieron de algún error o alguna ofensa por parte de alguien, pero también fueron posibles por una susceptibilidad indefinida por parte de Dickens. Era tan sensible en asuntos de autoría personal que incluso su sagrado sentido del humor lo abandonaba. Convertía en enemigos mortales a quienes con facilidad pudo convertir en chistes inmortales.  No es que fuera un hombre sin ley –en cierto modo era demasiado legal– pero era como si no entendiera el principio de minimis non curat lex. Cualquiera podía provocarlo, cualquier idiota podía llevarlo a hacer idioteces. Cualquier loco que dijera ser el verdadero autor de "Martin Chuzzlewit", cualquier gacetillero que decidiera criticar el cuello de su camisa, se exponían a la más apasionada y pública de las negaciones, como si se estuviera defendiendo de acusaciones de brujería o de alta traición. De ahí que en las cartas de Dickens abunde cierto tipo de quejas y disputas, de cuyas posiciones no se puede decir que estaban equivocadas, pero que no evitaban que Dickens estuviera en el lugar equivocado. Dickens no era sólo generoso, también era un hombre justo: haber hecho contra alguien una acusación o un comentario injustos le habría resultado insoportable. Su debilidad radicaba en que la acusación o el comentario injustos le resultaban igual de insoportables cuando estaban dirigidas contra él. Nadie puede decir que se equivocaba a menudo. Podemos decir sobre él, como de tanta gente pendenciera, que muy a menudo estaba en lo correcto.
Los incidentes que rodearon la aparición de The Pickwick Papers tal vez no son un ejemplo perfecto de este rasgo, porque aquí Dickens era un reportero, y el golpe pudo haber sido más dañino que los que le propinaron en sus días triunfales. Pero, a través de esos días triunfales y hasta el día de su muerte, Dickens tomó esa tempestad en un vaso de agua con la seriedad más terrible, esgrimió declaraciones, apeló a testigos, conservó documentos que se deshacían y les dejó a sus hijos aquella tontería olvidada como si fuera un viejo feudo territorial. Siendo más ridícula que injusta, sorprendía que recordara la acusación más allá de un mes después, a menos que hubiera sido para reírse del asunto. Los hechos son simples y conocidos por casi todos. Los editores –Chapman & Hall– querían producir alguna serie con las ilustraciones cómicas de un conocido caricaturista llamado Seymour. A este artista se le conocía por sus divertida manera de caracterizar los deportes y, para la idea que tenían, el editor le insinuó a Dickens que escribiera sobre un tal Club Nimrod, o algo por el estilo, una especie de club de deportistas aficionados, condenados a sufrir perpetuas ignominias. Dickens se mostró en desacuerdo por dos razones sustanciales: que las viñetas sobre deportes eran trilladas y que él no sabía nada sobre deportes. Así que cambió el club por uno más general, de viajes e investigaciones, y solo conservó un deportista atribulado, Mr. Winkle, melancólico vestigio del club Nimrod que nunca llegó a existir. Las primeras siete viñetas aparecieron con el crédito para Seymor por los dibujos y para Dickens por los textos, y en ellos Winkle y sus calamidades tenían una modesta notoriedad. Antes de que apareciera la octava entrega de la serie, Seymour se había volado los sesos. Después de utilizar por poco tiempo los servicios de un tal Buss, Dickens obtuvo la colaboración de Hablot K. Browne, a quien todos llamamos "Phiz”, y con quien se puede decir que formó una sociedad. Estaban hechos el uno para el otro y para la creación común de una cosa única, a la manera de Gilbert y Sullivan. Ningún otro ilustrador creó jamás los verdaderos personajes de Dickens con tan preciso y correcto quantum de exageración. Ningún otro ilustrador respiró de tal manera la verdadera atmósfera de Dickens, en la que los oficinistas son oficinistas y al mismo tiempo son duendes.
Para la mentalidad doméstica, los asuntos mencionados no parecen ofrecer nada promisorio en cuestión de disputas. Pero la viuda de Seymour se las arregló para elaborar el reclamo de que, de algún modo, su marido había escrito las historias de Pickwick, o que, al menos, era responsable de su genialidad y su éxito. No parece que ella tuviera algo siquiera cercano a la razón para opinar de ese modo, excepto por el incuestionable hecho de que el editor había empezado con la idea de emplear a Seymour en el proyecto. Eso era cierto, y Dickens (quien por encima y por debajo de su honestidad era demasiado belicoso como para mantener la discusión en los términos correctos, y quien mostraba una suerte de fiero cuidado de dejar dicha la verdad en esos casos) nunca lo negó ni intentó ocultarlo. Era muy cierto y, al principio, en lugar de que Seymour hubiera sido empleado para ilustrar a Dickens, se puede decir que Dickens era quien había sido empleado para ilustrar con palabras los dibujos de Seymour. Pero que Seymour hubiera inventado algo grande o pequeño de la letra impresa, que hubiera inventado siquiera el esquema general del personaje de Mr. Pickwick, o el número del taxista de Mr. Pickwick, que hubiera inventado la historia o al menos una coma de la historia no sólo fue algo que nunca se demostró, ni siquiera fue algo que alguien llegara a argumentar con lucidez. Dickens llena sus cartas con todo lo que se puede decir contra la idea de la señora Seymour, pero no es claro que alguna vez se haya dicho algo preciso a favor de ella.
Sobre los hechos superficiales y los aspectos legales de este asunto, Dickens debió estar por encima de esa tontería. Pero, en un sentido más real y profundo, también debió ser superior a eso que no lo tocaba ni tocaba para nada su grandeza, incluso como un alegato abstracto. Si Seymour hubiera empezado la historia, si le hubiera dado a Dickens sus marionetas o su cascabeleo, Dickens todavía habría sido Dickens, y Seymour sólo Seymour. De hecho, se trataba de una mentira despreciable, pero igual habría sido una verdad despreciable. Porque el hecho es que la grandeza de Dickens y en especial la grandeza de Pickwick no es de un tipo que pueda ser afectado por el hecho de que otra persona haya sugerido la primera idea. No podía ser afectada ni siquiera si otra persona hubiera escrito el primer capítulo. Si se mostrara que otra persona concibió la idea para La letra escarlata y que Hawthorne la materializó, todavía sería un artesano exquisito, pero en cierto modo quedaría rebajado como creador. Pero en el caso de Pickwick hay una prueba simple. Si Seymour le dio a Dickens la idea principal para Pickwick, ¿cuál era esa idea? No es posible sugerir una concepción primaria de Pickwick. Dickens no solo no recibió de Seymour el plan general de la obra, lo cierto es que nunca hubo tal plan. En Pickwick, y de hecho en toda la obra de Dickens, es en los detalles donde el autor es creativo, es en lo pequeño donde de veras es grande. El poder del libro reside en el perpetuo torrente de ingenio y tratamiento inventivo; el tema (al menos al comienzo) simplemente no existe. La idea de Tupman, el gordo seductor, es en sí misma vulgar y  deprimente, pero son los detalles de Tupman, la manera como está desarrollado, lo que lo vuelve inesperadamente divertido. La idea de Winkle, el torpe deportista, carece en sí misma de gracia, pero a medida que el personaje se repite a sí mismo se vuelve original. Sabemos de hombres cuya imaginación puede darle un toque mágico a los hechos grises de la vida, pero la mucho más indomable fantasía de Dickens puede darle un toque mágico incluso a nuestra gris literatura. Antes de que lleguemos a la mitad del libro esos personajes como de farsas condenadas y muertas nos sorprenden como seres extraños y espléndidos.
El reclamo de Seymour, si se le mira simbólicamente, es incluso un cumplido. Es cierto en espíritu que Dickens obtuvo (o pudo haber obtenido) de otra persona, de cualquiera, el principio de Pickwick. Porque tenía una energía mucho más gigantesca que la energía del artista intenso, ese cuya energía está lista para escribir algo. Dickens tenía la energía para escribir lo que fuera. Podía haber terminado la historia de cualquier hombre. Pudo haber insuflado una vida demencial en el personaje creado por cualquiera. Si hubiera sido cierto que Seymour diseñó el plan para Pickwick, si Seymour hubiera establecido los capítulos y si hubiera nombrado y numerado los personajes, incluso con esos grilletes su esclavo habría demostrado libertad  suficiente para estremecer al mundo. Si Dickens hubiera sido forzado a tomar los incidentes de un libro infantil, o los nombres de un recorte de periódico, sólo habría necesitado diez páginas para transformarlos en sus criaturas. Seymour, como he dicho, en cierto modo tenía razón. En ese tiempo, Dickens obtenía sus materiales de cualquier parte, en el sentido que no le importaba qué clase de materiales eran. Dickens no podía robar, pero si lo hubiera hecho jamás habría imitado. El poder que de manera inmediata exhibió es esa clase de poder en la escritura que no puede ser imitado, la energía inagotable y primigenia, la prodigalidad enorme de un genio que solo otro genio puede parodiar. Reclamar que uno es el autor de una idea de Dickens es como haber contribuido un vaso de agua a la corriente del Niagara. Sin importar que hubiera comenzado en este o aquel manantial,  la colosal catarata de absurdos siguió bramando día y noche. El volumen de su invención aplastó cualquier duda sobre su capacidad inventiva; Dickens sin duda fue un gran hombre, a menos que fuera mil hombres.
De Charles Dickens (1903)

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