Imagen de "Roma", película de Alfonso Cuarón
La pobreza y los pobres novelistas
* Incluido en Heretics
(1905).
Prosperan hoy en día
ideas raras sobre la doctrina de la fraternidad humana. Con todo nuestro
humanitarianismo moderno, la doctrina real es algo que no entendemos con
claridad y que mucho menos practicamos. No hay nada particularmente
antidemocrático, por ejemplo, en patear a un ayudante escaleras abajo. Es
posible que sea malo hacerlo, pero el gesto no carece de fraternidad. En cierto
sentido, dar un puño o un patadón puede considerarse una confesión de igualdad:
te enfrentas a tu ayudante cuerpo a cuerpo; casi le estás concediendo el
privilegio de enfrentarse contigo en un duelo. No deja de ser democrático,
aunque puede ser poco razonable, esperar demasiado del ayudante y llenarse con
una especie de sorprendido frenesí cuando se queda corto frente a su estatura
divina. Lo que de veras no es democrático ni fraternal es no esperar que el
ayudante sea más o menos divino. Lo que no es democrático ni fraternal es
decir, como dicen tantos humanitarios: “Por supuesto que debemos hacer
concesiones con aquellos que se encuentran en un plano inferior”. En últimas,
debe decirse –sin que sea una exageración inapropiada– que lo verdaderamente
antidemocrático y contrario a la fraternidad es la actitud tan difundida de no
patear al ayudante escaleras abajo.
Si esta declaración
parece poco seria se debe a que una vasta proporción del mundo moderno se
encuentra en discordancia con un serio sentimiento democrático. La democracia
no es filantropía; no es ni siquiera altruismo o reforma social. La democracia
no se sustenta en la compasión hacia el hombre del común, sino en la reverencia
hacia el hombre del común o, si se quiere, incluso el temor a él. No defiende
al hombre porque el hombre sea miserable, sino porque es sublime. No cuestiona
tanto que el hombre sea un esclavo, sino que no sea un rey; porque su sueño es
el sueño de la primera República Romana: una nación de reyes.
Después de una
república genuina, lo más democrático que existe es un despotismo hereditario.
Quiero decir, un despotismo en el que no hay ningún vestigio o absurdo
argumento sobre la inteligencia o las capacidades especiales para el cargo. El
despotismo racional —es decir, el despotismo selectivo— es siempre una
desgracia para la humanidad; porque con ese tipo de gobierno lo que hay es un pedante
que no entiende ni sabe gobernar al hombre del común y que no tiene ningún
respeto fraternal por él. Pero el despotismo irracional es siempre democrático,
porque en el trono está un hombre común. La peor forma de esclavitud es la que
se conoce como cesarismo, o la escogencia como déspota de algún hombre fuerte o
brillante, porque es apto para el cargo. Eso significa que los hombres eligen
un representante, no porque los represente, sino justo porque no lo hace. Los
hombres confían en un hombre común como George III o William IV, porque también
son hombres comunes y los entienden. Los hombres confían en hombres del común
porque confían en ellos mismos. Pero cuando confían en un gran hombre es porque
no confían en ellos mismos. Por eso el culto de los grandes hombres siempre
aparece en tiempos de debilidad y cobardía. Nunca oímos hablar de grandes
hombres hasta que llegan los tiempos en que todos los hombres son pequeños.
El despotismo
hereditario es democrático, en esencia y sentimiento, porque elige al azar
entre toda la humanidad. Si no declara que todo hombre puede gobernar, declara
lo más cercano a la democracia: que cualquier hombre puede gobernar. La
aristocracia hereditaria es mucho peor y más peligrosa, porque los números y la
multiplicidad de una aristocracia hacen que a veces se muestre como una
aristocracia del intelecto. Es de suponer que algunos de sus miembros tengan
cerebro y, por lo tanto, serán una aristocracia intelectual dentro de la
social. Ellos gobernarán a la aristocracia en virtud de su intelecto y
gobernarán el país en virtud de su aristocracia. De este modo quedará
establecida una doble falsedad, y millones de imágenes de Dios, que –por
fortuna para sus esposas y familias– no son ni hombres astutos ni caballeros,
serán representadas por un hombre como el señor Balfour o el señor Wyndham,
porque es muy caballeroso para ser considerado solo astuto, y muy astuto para que
solo se le considere caballero. Pero incluso una aristocracia hereditaria puede
exhibir de vez en cuando, por una especie de accidente, alguna cualidad
básicamente democrática que le corresponde al despotismo hereditario. Sorprende
pensar cuanto ingenio conservador se ha desperdiciado en la defensa de la Casa
de los Lores, por parte de hombres empeñados en demostrar que la Casa de los Lores
estaba compuesta por hombres inteligentes. Solo hay una buena defensa posible
de la Casa de los Lores, aunque los admiradores de la nobleza se muestren
extrañamente renuentes a usarla: que la Casa de los Lores, en su completa y
propia fortaleza, está compuesta por hombres estúpidos. Sería una defensa
plausible –de un organismo que de otro modo sería imposible defender– señalar
que los hombres inteligentes del común, que deben su poder a su inteligencia,
deban ser controlados, como último recurso, por los hombres del común en la
Casa de los Lores, quienes deben su poder a un accidente. Es obvio que puede
haber muchas respuestas a esa disputa, como por ejemplo que la Casa de los Lores
ya no es una casa de lores, sino una casa de financistas y comerciantes, o que
la mayoría de la nobleza no vota y les deja la Cámara a los pedantes y a los
especialistas y a los viejos caballeros locos. Pero en algunas ocasiones la Casa
de los Lores, incluso con todas estas desventajas, es de algún modo
representativa. Cuando todos los nobles se unieron para votar –por ejemplo–
contra la segunda ley de autonomía del señor Gladstone, tenían razón aquellos
que dijeron que los nobles representaban al pueblo inglés. Todos esos hombres a
los que les ocurrió haber nacido nobles fueron, en ese momento y sobre ese
asunto, la contraparte precisa de los viejos entrañables a los que les sucedió
haber nacido pobres o de la clase media. Esa multitud de nobles de veras
representaba al pueblo inglés —es decir, fue honesta, ignorante, vagamente
exaltada, casi unánime y obviamente equivocada. Por supuesto que la democracia
racional es mejor como expresión de la voluntad popular que el aleatorio método
hereditario. Mientras pretendamos tener algún tipo de democracia, que sea una
democracia racional. Pero si hemos de tener algún tipo de oligarquía, que sea
una oligarquía irracional. Así al menos seremos gobernados por hombres.
Pero lo que de veras
se necesita para que la democracia funcione no es solamente la filosofía
democrática, sino la emoción democrática. La emoción democrática, como todas
las cosas elementales e indispensables, es en cualquier momento algo difícil de
describir. Y, en nuestra época ilustrada, es particularmente difícil de
describir por la sencilla razón de que es difícil de encontrar. La emoción
democrática es una cierta actitud instintiva que siente que las cosas en que
los hombres están de acuerdo tienen la mayor importancia y que las cosas en las
que difieren carecen de importancia. Lo más cercano a eso en nuestra vida común
sería la presteza con la que debemos considerar a la humanidad en cualquier circunstancia
de impacto o muerte. Después de un descubrimiento perturbador, decimos: “Hay un
hombre muerto debajo del sofá”. No es probable que digamos: “Un hombre de
considerable refinamiento personal está muerto debajo del sofá”. Decimos: “Una
mujer cayó al agua”. Pero no diríamos: “Una mujer muy educada cayó al agua”.
Nadie diría: “En su jardín están los restos de un preclaro pensador”. Nadie
diría: “A menos que se apresure, un hombre con gran oído para la música se
arrojará a ese precipicio”. Pero esa emoción, que todos tenemos en relación con
cosas como el nacimiento o la muerte, es para alguna gente algo inherente y
constante en los tiempos y lugares más comunes. Era algo inherente en San
Francisco de Asís. Era algo inherente en Walt Whitman. No es de esperar que esa
emoción impregne de manera tan espléndida a una nación o a una civilización;
pero es posible que una nación la tenga más que otra. Tal vez ninguna comunidad
tuvo esa emoción de manera tan elevada como los primeros franciscanos. Tal vez
ninguna comunidad carezca tanto de ella como la nuestra.
Cuando se examina con
atención, todo lo relativo a nuestro tiempo tiene esa cualidad en esencia
antidemocrática. En asuntos de religión y moral debemos admitir –en lo
abstracto– que los pecados de las clases educadas fueron tanto o más grandes
que los de los pobres e ignorantes. Pero en la práctica la gran diferencia
entre la ética medieval y la nuestra es que la nuestra concentra su atención en
los pecados del ignorante y niega que los pecados de los educados sean pecados.
Siempre estamos hablando del pecado del exceso de alcohol, porque es obvio que
el pobre lo tiene más que el rico. Pero siempre estamos negando que exista un
pecado como el orgullo, porque sería muy obvio que los ricos lo tienen más que
los pobres. Siempre estamos dispuestos a convertir en santo o profeta al hombre
educado que va a una cabaña a darle un amable consejo al que no tiene
educación. Pero la idea medieval del santo o el profeta era algo muy diferente.
El santo o profeta medieval era un hombre sin educación que entraba en una
mansión para darle algún amable consejo al educado. Los viejos tiranos tenían
insolencia suficiente como para despojar a los pobres, pero no tenían tanta
insolencia como para predicarles. El caballero oprimía a los pobres, pero eran
los pobres los que reconvenían al caballero. Y así como no somos democráticos
en asuntos de fe o de moral, tampoco lo somos –por nuestra actitud en esos
temas– en el tono de nuestra política práctica. La prueba de que no somos un Estado
democrático se encuentra en que nos preguntamos constantemente qué debemos
hacer con los pobres. Si fuéramos democráticos, nos preguntaríamos que harían
los pobres con nosotros. Entre nosotros, la clase gobernante está siempre
preguntándose a sí misma: “¿Cuáles leyes debemos establecer?” Pero en un Estado
puramente democrático deberían decir siempre: “¿Cuáles leyes debemos obedecer?”
Tal vez nunca ha habido un Estado puramente democrático. Pero incluso la época
feudal era, en la práctica, tan democrática que cada potentado sabía que
cualquier ley que proclamara muy probablemente se revertiría sobre sí mismo.
Era posible que le cortaran las plumas por una ley sobre gastos. Era posible
que le cortaran la cabeza por traición. Pero las leyes modernas casi siempre
son leyes que afectan a la clase gobernada, no a la clase gobernante. Tenemos
leyes para exigir licencias a las fiestas y los bares, pero no para los gastos
excesivos. Es decir, tenemos leyes contra la hospitalidad y el carácter festivo
de los pobres. Tenemos leyes contra la blasfemia —es decir, contra cierto tipo de
lenguaje brutal y ofensivo que nadie sino un oscuro hombre se permitiría. Pero
no tenemos leyes contra la herejía: el envenenamiento intelectual de todo el
pueblo, algo que solo pueden hacer los hombres prósperos y prominentes. La
maldad de la aristocracia no consiste en que lleve a cometer cosas malas o
tristes; la maldad de la aristocracia consiste en que lo pone todo en manos de
personas que pueden cometer lo que no podrían padecer. Ya sea que tengan buena
o mala intención, terminan siendo igualmente frívolos. El argumento contra la
moderna clase gobernante de Inglaterra no radica en que sea egoísta; si se
quiere, se les puede llamar fantásticamente desinteresados. El argumento contra
ellos radica en que, cuando legislan para todos los hombres, siempre se
excluyen ellos mismos.
Así que no somos
democráticos en nuestra religión, como lo demuestran nuestros esfuerzos por “levantar”
a los pobres. No somos democráticos en nuestro gobierno, como lo demuestra
nuestro ingenuo intento de gobernarlos bien. Pero, por sobre todo, no somos
democráticos en nuestra literatura, como lo demuestra la avalancha de novelas
sobre los pobres y los serios estudios sobre los pobres que salen cada mes de
nuestras editoriales. Y mientras más “moderno” el libro más seguro es que carecerá
de un sentimiento democrático.
Un hombre pobre es un
hombre que no tiene mucho dinero. Esta puede parecer una descripción tan simple
como innecesaria; pero, frente a la cantidad de hechos y ficciones modernos,
parece necesaria. La mayoría de nuestros realistas y sociólogos hablan del
pobre como si fuera un calamar o un cocodrilo. Es tan innecesario estudiar la
psicología de la pobreza, como lo es estudiar la psicología del mal
temperamento o la psicología de la vanidad o la psicología de los espíritus
animales. Un hombre debe saber algo sobre las emociones de otro hombre que se
siente insultado, no por haber sido insultado, sino por ser simplemente un
hombre. Y debe saber de las emociones de un hombre pobre, no por ser pobre,
sino por ser simplemente un hombre. Por lo tanto, mi primera objeción frente a
cualquier escritor que describe la pobreza es que haya estudiado a su
personaje. Un verdadero demócrata lo habría imaginado.
Muchas cosas duras se
han dicho sobre las relaciones de la religión con la pobreza, o de las
relaciones de la política y la sociología con la pobreza; pero lo más
despreciable de todo es la representación artística de la pobreza. El religioso
se supone que al menos está interesado en el vendedor ambulante porque es un
hombre. El político está interesado, en un sentido superficial y perverso,
porque el vendedor es un ciudadano. Solo el miserable escritor está interesado
en el vendedor ambulante porque es un vendedor ambulante. Puede ser honesto
–aunque soso– en la medida en que solo esté buscando impresiones o, en otras
palabras, copiando su oficio. Pero cuando se esfuerza por pretender que está
describiendo el núcleo espiritual de un vendedor ambulante, sus tenues vicios y
sus delicadas virtudes, entonces debemos replicar que su pretensión es absurda:
debemos recordarle que es un simple periodista y nada más. Tiene incluso menos
autoridad psicológica que el tonto misionero. Porque, en el sentido literal y
derivativo, trabaja para un diario; mientras que el misionero trabaja para lo
eterno. El misionero al menos pretende tener una versión del destino del hombre
para todos los tiempos; el periodista solo pretende tener una versión de ese
destino de un día para otro. El misionero viene a decirle al hombre pobre que
se encuentra en las mismas condiciones en que están todos los hombres. El
periodista les dice a otras personas lo distinto que el pobre es de los demás.
Si las novelas
modernas sobre los sectores pobres –como las del señor Arthur Morrison o las
muy bien escritas del señor Somerset Maugham– tienen la intención de causar
sensación, lo único que puedo decir es que se trata de un noble propósito y que
lo consiguen. Una sensación, un impacto en la imaginación, como el contacto con
el agua fría, siempre es algo bueno y estimulante. Y no hay duda de que los
hombres siempre buscarán esta sensación como se estudian las excentricidades de
gentes remotas o foráneas. En el siglo doce los hombres tenían esta sensación
leyendo sobre hombres con cabeza de perro en África. Pero bien puede ser –y de
manera legítima– que, como estos monstruos se han desvanecido de la mitología
popular, sea necesario tener en nuestra ficción el horrible y peludo habitante
del barrio pobre, con el único fin de mantener vivo en nosotros el miedo y la
maravilla infantil frente a las peculiaridades externas. La Edad Media (que era
mucho más sensata que lo que ahora está de moda reconocerle) en el fondo
observaba la historia natural como una especie de chiste; pues el alma era lo
de veras importante. Así que, mientras tenían una historia natural de hombres
con cabeza de perro, nunca profesaron tener una psicología para hombres con
cabeza de perro. Nunca se propusieron reflejar la mente del hombre con cabeza
de perro, ni de compartir sus secretos más tiernos o ascender con sus
especulaciones más celestiales. No escribían novelas sobre la criatura
semicanina, atribuyéndole de paso las viejas perversiones y las nuevas modas.
Es permisible representar a los hombres como monstruos, si pretendemos que el
lector se sobresalte –y hacer que cualquiera salte es siempre un acto
cristiano. Pero no es permisible representar a los hombres como si ellos mismos
se consideraran monstruos o sobresaltándose a sí mismos. En resumen, nuestra
ficción de la pobreza puede ser defendida como ficción estética, pero no es posible
defenderla como un hecho espiritual.
Un obstáculo enorme
se interpone en el camino de su veracidad. Los hombres que la escriben, y los
que la leen, son hombres de las clases media o alta; por lo menos, forman parte
de aquellas que de manera general se definen como las clases educadas. El hecho
de que se hable de la vida como la observa el hombre refinado prueba que no
puede ser la vida como la vive el hombre sin refinamiento. Los hombres ricos
escriben historias sobre los hombres pobres, y los describen hablando con
enunciados burdos, ásperos o groseros. Pero los pobres, si escribieran novelas
sobre usted o sobre mí, nos describirían hablando con chillidos absurdos y voces
afectadas, como los que solo escuchamos salir de las duquesas en las farsas de
tres actos en el teatro Adelphi. El novelista de la pobreza obtiene todo su
efecto por el hecho de que algún detalle le resulta extraño al lector. Pero ese
detalle, por la naturaleza del caso, no puede ser extraño para el alma que afirma
estar estudiando. El novelista de la pobreza obtiene su efecto describiendo la
misma bruma gris envolviendo la lóbrega factoría y la sucia taberna. Pero, para
el hombre al que se supone que está estudiando, la diferencia entre la factoría
y la taberna es igual a la que existe para el hombre de la clase media entre
trabajar hasta tarde en la oficina y una cena en Pagani's. El pobre
novelista está contento con señalar que para la mirada de su clase particular
una piqueta se ve sucia y una olla de peltre se ve sucia. Pero ese hombre, al que
se supone que está estudiando, ve la diferencia, del mismo modo que un
funcionario ve la diferencia entre un libro de contabilidad y una edición de
lujo. El claroscuro de la vida se pierde de manera inevitable, porque para
nosotros la luz intensa y las sombras son todas gris claro. Pero las luces
intensas y las sombras no son todas gris claro, ni en esa ni en ninguna otra
vida. El tipo de hombre que de veras podría expresar los placeres del pobre
sería también un tipo de hombre que pudiera compartirlos. En pocas palabras,
estos libros no son un registro de la psicología de la pobreza. Son un registro
de la psicología de la fortuna y la cultura cuando entran en contacto con la
pobreza. Tampoco son una descripción del estado de los barrios pobres. Solo son
una oscura y tenebrosa descripción del estado de quienes allí viven. Uno podría
ofrecer innumerables ejemplos de la antipática e impopular cualidad de estos
escritores realistas. Pero el ejemplo más simple y obvio con el que podríamos
concluir es el hecho de que estos escritores sean realistas. El pobre tiene
muchos otros vicios, pero al menos nunca es realista. Los pobres son
melodramáticos y románticos por naturaleza; los pobres creen en elevados
lugares comunes y copian refranes de los libros; quizá ese sea el significado
más profundo de la expresión: “Bienaventurados sean los pobres”.
Bienaventurados los pobres, porque siempre están haciendo que la vida sea como
una obra teatral. Algunos educadores y filántropos ingenuos (porque hasta los
filántropos pueden ser ingenuos) han expresado una grave sorpresa por el hecho
de que las clases populares prefieran las novelitas escandalosas y los
melodramas, en lugar de tratados científicos y obras sesudas. La razón es muy
simple. Es cierto que la obra realista es más artística que la melodramática.
Si lo que usted desea es manejo hábil, proporciones delicadas y unidad de la
atmósfera artística, la historia realista tiene mucha ventaja sobre el
melodrama. En todo lo que es luminoso y brillante y ornamental, la historia
realista tiene ventaja completa sobre el melodrama. Pero el melodrama tiene al
menos una ventaja indiscutible frente a la historia realista. El melodrama es
más como la vida, es más como el hombre y, en especial, es más como el hombre
pobre. Es banal y poco artístico cuando la mujer pobre dice en el escenario del
teatro Adelphi: “¿Usted cree que yo vendería a mi propio hijo?” Pero las
mujeres pobres en Battersea High Road dicen: “¿Usted cree que yo vendería a mi
hijo?” Lo dicen en cualquier oportunidad. Uno puede escuchar una especie de
murmullo o balbuceo con la frase por toda la calle. Es un arte dramático (si
llega a serlo) insípido y muy débil cuando el trabajador se enfrenta a su jefe
y le dice: “Soy un hombre”. Pero el trabajador de veras dice: “Soy un hombre”
dos o tres veces al día. De hecho, es probablemente tedioso escuchar a los
pobres cuando son melodramáticos en un escenario, pero eso se debe a que
siempre es posible escucharlos cuando son melodramáticos en la calle. Si el
melodrama es soso, se debe a que es demasiado preciso. De algún modo es el
mismo problema que existe en las historias sobre colegiales. Stalky and Co.,
la historia del señor Kipling, es mucho más divertida (si usted está hablando
de diversión) que Eric, de Dean Farrar. Pero Eric es mucho más
como la vida de los colegiales. Porque en la vida del colegio –en la verdadera
infancia– abundan las cosas que llenan la historia de Eric: arrogancia, cruda
piedad, pecados tontos, un esfuerzo débil pero continuo por ser heroicos; en
una palabra, melodrama. Y si deseamos establecer una base firme para cualquier
esfuerzo por ayudar a los pobres, no debemos volvernos realistas y mirarlos
desde afuera. Debemos ser melodramáticos y verlos desde dentro. El novelista no
debe sacar su cuaderno y decir: “Soy un experto”. Debe imitar al trabajador en
la obra del teatro Adelphi. Debe golpearse en el pecho y decir: “Soy un
hombre”.