Thursday, December 20, 2018

La pobreza y los pobres novelistas


Imagen de "Roma", película de Alfonso Cuarón

La pobreza y los pobres novelistas


* Incluido en Heretics (1905).

Prosperan hoy en día ideas raras sobre la doctrina de la fraternidad humana. Con todo nuestro humanitarianismo moderno, la doctrina real es algo que no entendemos con claridad y que mucho menos practicamos. No hay nada particularmente antidemocrático, por ejemplo, en patear a un ayudante escaleras abajo. Es posible que sea malo hacerlo, pero el gesto no carece de fraternidad. En cierto sentido, dar un puño o un patadón puede considerarse una confesión de igualdad: te enfrentas a tu ayudante cuerpo a cuerpo; casi le estás concediendo el privilegio de enfrentarse contigo en un duelo. No deja de ser democrático, aunque puede ser poco razonable, esperar demasiado del ayudante y llenarse con una especie de sorprendido frenesí cuando se queda corto frente a su estatura divina. Lo que de veras no es democrático ni fraternal es no esperar que el ayudante sea más o menos divino. Lo que no es democrático ni fraternal es decir, como dicen tantos humanitarios: “Por supuesto que debemos hacer concesiones con aquellos que se encuentran en un plano inferior”. En últimas, debe decirse –sin que sea una exageración inapropiada– que lo verdaderamente antidemocrático y contrario a la fraternidad es la actitud tan difundida de no patear al ayudante escaleras abajo.
Si esta declaración parece poco seria se debe a que una vasta proporción del mundo moderno se encuentra en discordancia con un serio sentimiento democrático. La democracia no es filantropía; no es ni siquiera altruismo o reforma social. La democracia no se sustenta en la compasión hacia el hombre del común, sino en la reverencia hacia el hombre del común o, si se quiere, incluso el temor a él. No defiende al hombre porque el hombre sea miserable, sino porque es sublime. No cuestiona tanto que el hombre sea un esclavo, sino que no sea un rey; porque su sueño es el sueño de la primera República Romana: una nación de reyes.
Después de una república genuina, lo más democrático que existe es un despotismo hereditario. Quiero decir, un despotismo en el que no hay ningún vestigio o absurdo argumento sobre la inteligencia o las capacidades especiales para el cargo. El despotismo racional —es decir, el despotismo selectivo— es siempre una desgracia para la humanidad; porque con ese tipo de gobierno lo que hay es un pedante que no entiende ni sabe gobernar al hombre del común y que no tiene ningún respeto fraternal por él. Pero el despotismo irracional es siempre democrático, porque en el trono está un hombre común. La peor forma de esclavitud es la que se conoce como cesarismo, o la escogencia como déspota de algún hombre fuerte o brillante, porque es apto para el cargo. Eso significa que los hombres eligen un representante, no porque los represente, sino justo porque no lo hace. Los hombres confían en un hombre común como George III o William IV, porque también son hombres comunes y los entienden. Los hombres confían en hombres del común porque confían en ellos mismos. Pero cuando confían en un gran hombre es porque no confían en ellos mismos. Por eso el culto de los grandes hombres siempre aparece en tiempos de debilidad y cobardía. Nunca oímos hablar de grandes hombres hasta que llegan los tiempos en que todos los hombres son pequeños.
El despotismo hereditario es democrático, en esencia y sentimiento, porque elige al azar entre toda la humanidad. Si no declara que todo hombre puede gobernar, declara lo más cercano a la democracia: que cualquier hombre puede gobernar. La aristocracia hereditaria es mucho peor y más peligrosa, porque los números y la multiplicidad de una aristocracia hacen que a veces se muestre como una aristocracia del intelecto. Es de suponer que algunos de sus miembros tengan cerebro y, por lo tanto, serán una aristocracia intelectual dentro de la social. Ellos gobernarán a la aristocracia en virtud de su intelecto y gobernarán el país en virtud de su aristocracia. De este modo quedará establecida una doble falsedad, y millones de imágenes de Dios, que –por fortuna para sus esposas y familias– no son ni hombres astutos ni caballeros, serán representadas por un hombre como el señor Balfour o el señor Wyndham, porque es muy caballeroso para ser considerado solo astuto, y muy astuto para que solo se le considere caballero. Pero incluso una aristocracia hereditaria puede exhibir de vez en cuando, por una especie de accidente, alguna cualidad básicamente democrática que le corresponde al despotismo hereditario. Sorprende pensar cuanto ingenio conservador se ha desperdiciado en la defensa de la Casa de los Lores, por parte de hombres empeñados en demostrar que la Casa de los Lores estaba compuesta por hombres inteligentes. Solo hay una buena defensa posible de la Casa de los Lores, aunque los admiradores de la nobleza se muestren extrañamente renuentes a usarla: que la Casa de los Lores, en su completa y propia fortaleza, está compuesta por hombres estúpidos. Sería una defensa plausible –de un organismo que de otro modo sería imposible defender– señalar que los hombres inteligentes del común, que deben su poder a su inteligencia, deban ser controlados, como último recurso, por los hombres del común en la Casa de los Lores, quienes deben su poder a un accidente. Es obvio que puede haber muchas respuestas a esa disputa, como por ejemplo que la Casa de los Lores ya no es una casa de lores, sino una casa de financistas y comerciantes, o que la mayoría de la nobleza no vota y les deja la Cámara a los pedantes y a los especialistas y a los viejos caballeros locos. Pero en algunas ocasiones la Casa de los Lores, incluso con todas estas desventajas, es de algún modo representativa. Cuando todos los nobles se unieron para votar –por ejemplo– contra la segunda ley de autonomía del señor Gladstone, tenían razón aquellos que dijeron que los nobles representaban al pueblo inglés. Todos esos hombres a los que les ocurrió haber nacido nobles fueron, en ese momento y sobre ese asunto, la contraparte precisa de los viejos entrañables a los que les sucedió haber nacido pobres o de la clase media. Esa multitud de nobles de veras representaba al pueblo inglés —es decir, fue honesta, ignorante, vagamente exaltada, casi unánime y obviamente equivocada. Por supuesto que la democracia racional es mejor como expresión de la voluntad popular que el aleatorio método hereditario. Mientras pretendamos tener algún tipo de democracia, que sea una democracia racional. Pero si hemos de tener algún tipo de oligarquía, que sea una oligarquía irracional. Así al menos seremos gobernados por hombres.
Pero lo que de veras se necesita para que la democracia funcione no es solamente la filosofía democrática, sino la emoción democrática. La emoción democrática, como todas las cosas elementales e indispensables, es en cualquier momento algo difícil de describir. Y, en nuestra época ilustrada, es particularmente difícil de describir por la sencilla razón de que es difícil de encontrar. La emoción democrática es una cierta actitud instintiva que siente que las cosas en que los hombres están de acuerdo tienen la mayor importancia y que las cosas en las que difieren carecen de importancia. Lo más cercano a eso en nuestra vida común sería la presteza con la que debemos considerar a la humanidad en cualquier circunstancia de impacto o muerte. Después de un descubrimiento perturbador, decimos: “Hay un hombre muerto debajo del sofá”. No es probable que digamos: “Un hombre de considerable refinamiento personal está muerto debajo del sofá”. Decimos: “Una mujer cayó al agua”. Pero no diríamos: “Una mujer muy educada cayó al agua”. Nadie diría: “En su jardín están los restos de un preclaro pensador”. Nadie diría: “A menos que se apresure, un hombre con gran oído para la música se arrojará a ese precipicio”. Pero esa emoción, que todos tenemos en relación con cosas como el nacimiento o la muerte, es para alguna gente algo inherente y constante en los tiempos y lugares más comunes. Era algo inherente en San Francisco de Asís. Era algo inherente en Walt Whitman. No es de esperar que esa emoción impregne de manera tan espléndida a una nación o a una civilización; pero es posible que una nación la tenga más que otra. Tal vez ninguna comunidad tuvo esa emoción de manera tan elevada como los primeros franciscanos. Tal vez ninguna comunidad carezca tanto de ella como la nuestra.
Cuando se examina con atención, todo lo relativo a nuestro tiempo tiene esa cualidad en esencia antidemocrática. En asuntos de religión y moral debemos admitir –en lo abstracto– que los pecados de las clases educadas fueron tanto o más grandes que los de los pobres e ignorantes. Pero en la práctica la gran diferencia entre la ética medieval y la nuestra es que la nuestra concentra su atención en los pecados del ignorante y niega que los pecados de los educados sean pecados. Siempre estamos hablando del pecado del exceso de alcohol, porque es obvio que el pobre lo tiene más que el rico. Pero siempre estamos negando que exista un pecado como el orgullo, porque sería muy obvio que los ricos lo tienen más que los pobres. Siempre estamos dispuestos a convertir en santo o profeta al hombre educado que va a una cabaña a darle un amable consejo al que no tiene educación. Pero la idea medieval del santo o el profeta era algo muy diferente. El santo o profeta medieval era un hombre sin educación que entraba en una mansión para darle algún amable consejo al educado. Los viejos tiranos tenían insolencia suficiente como para despojar a los pobres, pero no tenían tanta insolencia como para predicarles. El caballero oprimía a los pobres, pero eran los pobres los que reconvenían al caballero. Y así como no somos democráticos en asuntos de fe o de moral, tampoco lo somos –por nuestra actitud en esos temas– en el tono de nuestra política práctica. La prueba de que no somos un Estado democrático se encuentra en que nos preguntamos constantemente qué debemos hacer con los pobres. Si fuéramos democráticos, nos preguntaríamos que harían los pobres con nosotros. Entre nosotros, la clase gobernante está siempre preguntándose a sí misma: “¿Cuáles leyes debemos establecer?” Pero en un Estado puramente democrático deberían decir siempre: “¿Cuáles leyes debemos obedecer?” Tal vez nunca ha habido un Estado puramente democrático. Pero incluso la época feudal era, en la práctica, tan democrática que cada potentado sabía que cualquier ley que proclamara muy probablemente se revertiría sobre sí mismo. Era posible que le cortaran las plumas por una ley sobre gastos. Era posible que le cortaran la cabeza por traición. Pero las leyes modernas casi siempre son leyes que afectan a la clase gobernada, no a la clase gobernante. Tenemos leyes para exigir licencias a las fiestas y los bares, pero no para los gastos excesivos. Es decir, tenemos leyes contra la hospitalidad y el carácter festivo de los pobres. Tenemos leyes contra la blasfemia —es decir, contra cierto tipo de lenguaje brutal y ofensivo que nadie sino un oscuro hombre se permitiría. Pero no tenemos leyes contra la herejía: el envenenamiento intelectual de todo el pueblo, algo que solo pueden hacer los hombres prósperos y prominentes. La maldad de la aristocracia no consiste en que lleve a cometer cosas malas o tristes; la maldad de la aristocracia consiste en que lo pone todo en manos de personas que pueden cometer lo que no podrían padecer. Ya sea que tengan buena o mala intención, terminan siendo igualmente frívolos. El argumento contra la moderna clase gobernante de Inglaterra no radica en que sea egoísta; si se quiere, se les puede llamar fantásticamente desinteresados. El argumento contra ellos radica en que, cuando legislan para todos los hombres, siempre se excluyen ellos mismos.
Así que no somos democráticos en nuestra religión, como lo demuestran nuestros esfuerzos por “levantar” a los pobres. No somos democráticos en nuestro gobierno, como lo demuestra nuestro ingenuo intento de gobernarlos bien. Pero, por sobre todo, no somos democráticos en nuestra literatura, como lo demuestra la avalancha de novelas sobre los pobres y los serios estudios sobre los pobres que salen cada mes de nuestras editoriales. Y mientras más “moderno” el libro más seguro es que carecerá de un sentimiento democrático.
Un hombre pobre es un hombre que no tiene mucho dinero. Esta puede parecer una descripción tan simple como innecesaria; pero, frente a la cantidad de hechos y ficciones modernos, parece necesaria. La mayoría de nuestros realistas y sociólogos hablan del pobre como si fuera un calamar o un cocodrilo. Es tan innecesario estudiar la psicología de la pobreza, como lo es estudiar la psicología del mal temperamento o la psicología de la vanidad o la psicología de los espíritus animales. Un hombre debe saber algo sobre las emociones de otro hombre que se siente insultado, no por haber sido insultado, sino por ser simplemente un hombre. Y debe saber de las emociones de un hombre pobre, no por ser pobre, sino por ser simplemente un hombre. Por lo tanto, mi primera objeción frente a cualquier escritor que describe la pobreza es que haya estudiado a su personaje. Un verdadero demócrata lo habría imaginado.
Muchas cosas duras se han dicho sobre las relaciones de la religión con la pobreza, o de las relaciones de la política y la sociología con la pobreza; pero lo más despreciable de todo es la representación artística de la pobreza. El religioso se supone que al menos está interesado en el vendedor ambulante porque es un hombre. El político está interesado, en un sentido superficial y perverso, porque el vendedor es un ciudadano. Solo el miserable escritor está interesado en el vendedor ambulante porque es un vendedor ambulante. Puede ser honesto –aunque soso– en la medida en que solo esté buscando impresiones o, en otras palabras, copiando su oficio. Pero cuando se esfuerza por pretender que está describiendo el núcleo espiritual de un vendedor ambulante, sus tenues vicios y sus delicadas virtudes, entonces debemos replicar que su pretensión es absurda: debemos recordarle que es un simple periodista y nada más. Tiene incluso menos autoridad psicológica que el tonto misionero. Porque, en el sentido literal y derivativo, trabaja para un diario; mientras que el misionero trabaja para lo eterno. El misionero al menos pretende tener una versión del destino del hombre para todos los tiempos; el periodista solo pretende tener una versión de ese destino de un día para otro. El misionero viene a decirle al hombre pobre que se encuentra en las mismas condiciones en que están todos los hombres. El periodista les dice a otras personas lo distinto que el pobre es de los demás.
Si las novelas modernas sobre los sectores pobres –como las del señor Arthur Morrison o las muy bien escritas del señor Somerset Maugham– tienen la intención de causar sensación, lo único que puedo decir es que se trata de un noble propósito y que lo consiguen. Una sensación, un impacto en la imaginación, como el contacto con el agua fría, siempre es algo bueno y estimulante. Y no hay duda de que los hombres siempre buscarán esta sensación como se estudian las excentricidades de gentes remotas o foráneas. En el siglo doce los hombres tenían esta sensación leyendo sobre hombres con cabeza de perro en África. Pero bien puede ser –y de manera legítima– que, como estos monstruos se han desvanecido de la mitología popular, sea necesario tener en nuestra ficción el horrible y peludo habitante del barrio pobre, con el único fin de mantener vivo en nosotros el miedo y la maravilla infantil frente a las peculiaridades externas. La Edad Media (que era mucho más sensata que lo que ahora está de moda reconocerle) en el fondo observaba la historia natural como una especie de chiste; pues el alma era lo de veras importante. Así que, mientras tenían una historia natural de hombres con cabeza de perro, nunca profesaron tener una psicología para hombres con cabeza de perro. Nunca se propusieron reflejar la mente del hombre con cabeza de perro, ni de compartir sus secretos más tiernos o ascender con sus especulaciones más celestiales. No escribían novelas sobre la criatura semicanina, atribuyéndole de paso las viejas perversiones y las nuevas modas. Es permisible representar a los hombres como monstruos, si pretendemos que el lector se sobresalte –y hacer que cualquiera salte es siempre un acto cristiano. Pero no es permisible representar a los hombres como si ellos mismos se consideraran monstruos o sobresaltándose a sí mismos. En resumen, nuestra ficción de la pobreza puede ser defendida como ficción estética, pero no es posible defenderla como un hecho espiritual.
Un obstáculo enorme se interpone en el camino de su veracidad. Los hombres que la escriben, y los que la leen, son hombres de las clases media o alta; por lo menos, forman parte de aquellas que de manera general se definen como las clases educadas. El hecho de que se hable de la vida como la observa el hombre refinado prueba que no puede ser la vida como la vive el hombre sin refinamiento. Los hombres ricos escriben historias sobre los hombres pobres, y los describen hablando con enunciados burdos, ásperos o groseros. Pero los pobres, si escribieran novelas sobre usted o sobre mí, nos describirían hablando con chillidos absurdos y voces afectadas, como los que solo escuchamos salir de las duquesas en las farsas de tres actos en el teatro Adelphi. El novelista de la pobreza obtiene todo su efecto por el hecho de que algún detalle le resulta extraño al lector. Pero ese detalle, por la naturaleza del caso, no puede ser extraño para el alma que afirma estar estudiando. El novelista de la pobreza obtiene su efecto describiendo la misma bruma gris envolviendo la lóbrega factoría y la sucia taberna. Pero, para el hombre al que se supone que está estudiando, la diferencia entre la factoría y la taberna es igual a la que existe para el hombre de la clase media entre trabajar hasta tarde en la oficina y una cena en Pagani's. El pobre novelista está contento con señalar que para la mirada de su clase particular una piqueta se ve sucia y una olla de peltre se ve sucia. Pero ese hombre, al que se supone que está estudiando, ve la diferencia, del mismo modo que un funcionario ve la diferencia entre un libro de contabilidad y una edición de lujo. El claroscuro de la vida se pierde de manera inevitable, porque para nosotros la luz intensa y las sombras son todas gris claro. Pero las luces intensas y las sombras no son todas gris claro, ni en esa ni en ninguna otra vida. El tipo de hombre que de veras podría expresar los placeres del pobre sería también un tipo de hombre que pudiera compartirlos. En pocas palabras, estos libros no son un registro de la psicología de la pobreza. Son un registro de la psicología de la fortuna y la cultura cuando entran en contacto con la pobreza. Tampoco son una descripción del estado de los barrios pobres. Solo son una oscura y tenebrosa descripción del estado de quienes allí viven. Uno podría ofrecer innumerables ejemplos de la antipática e impopular cualidad de estos escritores realistas. Pero el ejemplo más simple y obvio con el que podríamos concluir es el hecho de que estos escritores sean realistas. El pobre tiene muchos otros vicios, pero al menos nunca es realista. Los pobres son melodramáticos y románticos por naturaleza; los pobres creen en elevados lugares comunes y copian refranes de los libros; quizá ese sea el significado más profundo de la expresión: “Bienaventurados sean los pobres”. Bienaventurados los pobres, porque siempre están haciendo que la vida sea como una obra teatral. Algunos educadores y filántropos ingenuos (porque hasta los filántropos pueden ser ingenuos) han expresado una grave sorpresa por el hecho de que las clases populares prefieran las novelitas escandalosas y los melodramas, en lugar de tratados científicos y obras sesudas. La razón es muy simple. Es cierto que la obra realista es más artística que la melodramática. Si lo que usted desea es manejo hábil, proporciones delicadas y unidad de la atmósfera artística, la historia realista tiene mucha ventaja sobre el melodrama. En todo lo que es luminoso y brillante y ornamental, la historia realista tiene ventaja completa sobre el melodrama. Pero el melodrama tiene al menos una ventaja indiscutible frente a la historia realista. El melodrama es más como la vida, es más como el hombre y, en especial, es más como el hombre pobre. Es banal y poco artístico cuando la mujer pobre dice en el escenario del teatro Adelphi: “¿Usted cree que yo vendería a mi propio hijo?” Pero las mujeres pobres en Battersea High Road dicen: “¿Usted cree que yo vendería a mi hijo?” Lo dicen en cualquier oportunidad. Uno puede escuchar una especie de murmullo o balbuceo con la frase por toda la calle. Es un arte dramático (si llega a serlo) insípido y muy débil cuando el trabajador se enfrenta a su jefe y le dice: “Soy un hombre”. Pero el trabajador de veras dice: “Soy un hombre” dos o tres veces al día. De hecho, es probablemente tedioso escuchar a los pobres cuando son melodramáticos en un escenario, pero eso se debe a que siempre es posible escucharlos cuando son melodramáticos en la calle. Si el melodrama es soso, se debe a que es demasiado preciso. De algún modo es el mismo problema que existe en las historias sobre colegiales. Stalky and Co., la historia del señor Kipling, es mucho más divertida (si usted está hablando de diversión) que Eric, de Dean Farrar. Pero Eric es mucho más como la vida de los colegiales. Porque en la vida del colegio –en la verdadera infancia– abundan las cosas que llenan la historia de Eric: arrogancia, cruda piedad, pecados tontos, un esfuerzo débil pero continuo por ser heroicos; en una palabra, melodrama. Y si deseamos establecer una base firme para cualquier esfuerzo por ayudar a los pobres, no debemos volvernos realistas y mirarlos desde afuera. Debemos ser melodramáticos y verlos desde dentro. El novelista no debe sacar su cuaderno y decir: “Soy un experto”. Debe imitar al trabajador en la obra del teatro Adelphi. Debe golpearse en el pecho y decir: “Soy un hombre”.




Tuesday, December 18, 2018

La poesía de las cosas

La cosa semáforo no carece de poesía: es un lugar donde los hombres, en medio de una agonía de ojos muy abiertos, encienden fuegos del color de la sangre y del agua del mar para salvar a otros hombres de la muerte.




No hay un tema que no sea interesante. Lo único que puede haber es personas desinteresadas. Necesitamos con urgencia una defensa de los que aburren. Cuando Byron dividió a la humanidad entre los aburridores y los que se aburren, le faltó notar que las cualidades más elevadas están en el lado de los primeros y las bajas del lado de los que se aburren, entre los que él mismo se contaba. El aburridor, con su entusiasmo rutilante y su solemne alegría, ha demostrado que es poético. El que se aburre demostró que era prosaico.
Es posible que nos parezca una molestia contar todas las hojas de hierba o todas las hojas de los árboles; pero esto no se debe a nuestra audacia o nuestra alegría de espíritu, sino a nuestra carencia de esos atributos. El aburridor seguirá adelante, con audacia y alegría, y le parecerá que las hojas de hierba son tan espléndidas como las espadas de un ejército. El aburridor es más fuerte y más dichoso que nosotros; es un semidiós —no, es un dios. Porque los dioses son los que no se cansan de la repetición de las cosas; para ellos el anochecer es siempre nuevo, y la última rosa es tan roja como la primera.
El sentimiento de que todo es poético es algo sólido y absoluto; no es solo un asunto de fraseología o de persuasión. No solo es cierto, sino verificable. Se puede retar a los hombres a que lo nieguen, a que mencionen algo que no sea material poético. Recuerdo que hace mucho un subeditor sensible se me acercó con un libro cuyo título era “El señor Smith” o “La familia Smith” o algo por el estilo. Me dijo: “Te aseguro que no encontrarás aquí nada de tu maldito misticismo”. Me satisface haber demostrado que estaba equivocado; pero la victoria fue muy fácil y obvia. En la mayoría de los casos el nombre no es poético, pero el hecho es poético. En el caso de Smith (Nota del traductor: “Smith”, cuya traducción es “Herrero”, suele usarse como ejemplo de apellido muy común, como Pérez o García en español), el nombre es tan poético que debe ser un asunto arduo y heroico que un hombre pueda vivir a su altura. Smith es el nombre del único oficio que hasta los reyes respetaban. Puede reclamar para sí la mitad de la gloria de ese canto de las armas, el arma virumque de los poemas épicos. El espíritu de la herrería es tan cercano al espíritu del canto que se ha mezclado con millones de poemas, y todo herrero es un armonioso herrero.
Incluso los niños del pueblo sienten de manera vaga que el herrero es poético, como no llegan a serlo el verdulero y el zapatero, cuando se regodea en esa danza de chispas y golpes ensordecedores en la caverna de esa violencia creativa. El reposo crudo de la naturaleza, la astucia apasionada del hombre, el más fuerte de los metales terrenales, el más raro de los elementos, el hierro inconquistable subyugado por su único conquistador, la rueda y el arado, la espada y el martillo, la disposición de los ejércitos y toda la leyenda de las armas, todas estas cosas están escritas, ciertamente con brevedad, pero de manera claramente legible, en la tarjeta de visita de Mr. Smith. Y sin embargo nuestros novelistas llaman a su héroe "Aylmer Valence", que no significa nada, o "Vernon Raymond", que tampoco significa nada, cuando podrían haberle dado el sagrado nombre de Smith —un nombre hecho de hierro y de llamas. Sería muy natural que cierta altivez, cierta actitud de la cabeza, cierto doblez de labios distinguieran a todos los que llevan el nombre de Smith. Tal vez lo hacen; confío en que es así. Todos los demás son advenedizos, pero los Smith nunca lo son. Desde el más oscuro amanecer de la historia este clan ha avanzado hacia la batalla; sus trofeos están en todas las manos; su nombre está en todos lados; es más antiguo que todas las naciones, y su símbolo es el martillo de Thor. Pero, como también lo señalé, no suele ser así. Es común que las cosas comunes sean poéticas; pero no es tan común que los nombres comunes sean poéticos. En la mayoría de los casos, el nombre es el obstáculo. Muchas personas hablan como si esta declaración nuestra, la de que todas las cosas son poéticas, fuera solo un asunto de ingenio literario, un juego de palabras. Pero es todo lo contrario. La idea de que algunas cosas no son poéticas es el verdadero juego de palabras, lo verdaderamente literario, La palabra semáforo no tiene nada de poético. Pero la cosa semáforo no carece de poesía: es un lugar donde los hombres, en medio de una agonía de ojos muy abiertos, encienden fuegos del color de la sangre y del agua del mar para salvar a otros hombres de la muerte. Esa es la simple y genuina descripción de un semáforo. La prosa solo aparece con la manera como se le denomina. La palabra buzón no tiene nada de poética. Pero la cosa buzón no carece de poesía: es el espacio al que amigos y amantes le confían sus mensajes, conscientes de que cuando lo hagan serán sagrados, y no podrán ser tocados, no solo por otros, sino también (¡toque sagrado!) por quien acaba de depositarlo. Esa torrecita roja es uno de los últimos templos. Poner una carta y casarse están entre las pocas cosas enteramente románticas que quedan; porque para ser romántica una cosa debe ser irrevocable. Pensamos que un buzón es prosaico, porque no hay con qué hacerle rima. Pensamos que un buzón es prosaico porque nunca lo hemos visto en un poema. Pero los hechos contundentes se inclinan del lado de la poesía. Un semáforo solo recibe el nombre de semáforo, pero es un lugar de vida o muerte. Un buzón solo recibe el nombre de buzón, pero es un santuario de las palabras humanas. Si piensas que el nombre "Smith" es prosaico, no se debe a que seas práctico y sensible; se debe a que te encuentras muy afectado por refinamientos literarios. El nombre grita en tu rostro la palabra poesía. Si piensas de otro modo, se debe a que estás impregnado y saturado con reminiscencias verbales, porque recuerdas todo lo que se ha escrito en revistas sobre Mr. Smith borracho o Mr. Smith recibiendo cantaleta. Todas estas cosas te fueron concedidas con poesía. Solo ha sido a través de un largo y elaborado esfuerzo literario que has conseguido hacer que sean prosaicas.

De “Sobre Mr. Kipling y la manera de empequeñecer el mundo”, en Herejes.

Friday, October 12, 2018

Las joyas dispersas de George MacDonald

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Ciertos magazines tienen simposios (los llamaré 'symposia' si me permiten llamar a las colecciones de South Kensington 'musea') en los que se les pide a las personas mencionar los libros que han influido en ellas, a la manera de “Himnos que me han ayudado”. No creo que sea un proceso cercano a la realidad, pues nuestras mentes son como una enorme biblioteca sin catalogar, y que una persona sea fotografiada con un libro en la mano por lo general significa –en el mejor de los casos– que ha escogido al azar y –en el peor– que está posando para producir un efecto. Pero, en un sentido muy especial, puedo dar testimonio de un libro que ha marcado toda la diferencia del mundo para mi existencia. Se trata de un libro que me ayudó desde el principio a ver las cosas de cierta manera: una perspectiva para la que la misma conversión religiosa es un gesto que la confirma y la corona. De todas las historias que he leído,  incluidas todas las novelas de ese mismo novelista, esta sigue siendo la más realista, la más parecida a la vida en el sentido exacto de la expresión. Se llama “La princesa y el duende” y fue escrita por George MacDonald, el hombre que es el tema de este libro.
Cuando digo que es como la vida, lo que quiero decir es que describe a una pequeña princesa que vive entre las montañas, en un castillo sitiado por demonios subterráneos que en ocasiones se asoman desde el sótano. La princesa sube las escaleras del castillo, para ir a la sala de juegos o a otros cuartos, pero de vez en cuando las escaleras no conducen a los destinos habituales, sino a un nuevo cuarto que ella no ha visto antes y al que por lo general no puede regresar. Por allí merodea todo el tiempo una bisabuela bondadosa, una especie de hada madrina, cuyas palabras le dan aliento y entendimiento. Era un niño cuando leí esta historia y sentí que todo aquello estaba ocurriendo dentro de una casa humana real, no muy distinta de aquella en la que yo vivía, que también tenía escaleras y cuartos y sótanos. En eso se diferenciaba este cuento de hadas de muchos otros cuentos de hadas; por encima de todo, en eso era que su filosofía difería de muchas otras filosofías. Siempre me ha parecido insuficiente el ideal de progreso, incluso el de la mejor clase, que es El progreso del peregrino. Pues difícilmente sugiere lo cerca de nosotros que el bien y el mal están desde el principio, en especial al principio. Y, aunque como cualquier otra persona sana valoro y miro con reverencia los cuentos de hadas del hijo menor del molinero que salió a buscar fortuna (una forma que MacDonald mismo siguió en la secuela titulada “La princesa y Curdie”), la mera sugerencia de viajar a un lejano lugar de las hadas, que es el alma de esa otra historia, evita que consiga este propósito particular de hacer que las escaleras ordinarias y las puertas y ventanas se conviertan en cosas mágicas.
Creo que el doctor Greville MacDonald ha mencionado, en este interesante e intenso libro de memorias  sobre su padre, el extraño simbolismo de las escaleras. Otra figura recurrente en los romances de su padre era un caballo blanco: el padre de la princesa tenía uno, y había otro en El lomo del viento del norte. Hasta hoy me resulta imposible ver en la calle un caballo blanco sin sentir de repente cosas indescriptibles. Pero, por lo pronto, hablo sobre lo que puede con énfasis llamarse la presencia de dioses y duendes domésticos. Y el retrato de la vida en esa parábola no solo es más verdadero que una imagen del viaje como la de El progreso del peregrino, también es más verdadero que la mera imagen de un ataque como el de La guerra sagrada. Hay algo no solo imaginativo sino íntimamente cierto en la idea de que debajo de la casa haya un duende y que pueda sitiarla y atacarla desde el sótano.  Cuando aparecen las cosas malvadas que nos asedian, no aparecen afuera sino adentro. En fin, esa imagen simple de la casa que es nuestro hogar, que amamos con firmeza como nuestro hogar, pero de la que difícilmente conocemos lo mejor y lo peor, y en la que debemos siempre estar en busca de lo primero y cuidándonos de lo segundo, se ha quedado en mi mente como algo particularmente sólido e irrefutable. Y, más que corregida, la imagen fue corroborada cuando llegué a darle un nombre más preciso a la dama que nos cuida desde la torre y, tal vez, cuando empecé a mirar con sentido más práctico a los duendes debajo del piso. Desde que leí por primera vez aquella historia han aparecido en Alemania y llegado a nuestras universidades unas cinco filosofías sobre el universo, estremeciendo el mundo como el viento del este. Pero, para mí, ese castillo sigue entre las montañas, y la luz de su torre no se ha apagado.
Todas las otras historias de George MacDonald, sugestivas e interesantes en muchos aspectos, parecen ilustraciones –e incluso disfraces– de la que menciono. Hay una diferencia importante entre este tipo de misterio y la simple alegoría. La alegoría corriente toma lo que considera los conceptos generales o convenciones necesarias para el hombre y la mujer del común, y trata de hacerlos placenteros o pintorescos vistiéndolos como princesas y duendes y hadas madrinas. Pero George MacDonald de veras creía que las personas eran princesas y duendes y hadas madrinas, y los vestía como hombres y mujeres del común. El cuento de hadas era la parte de adentro de la historia ordinaria, no la exterior. Un resultado de esto era que todos los objetos inanimados que constituyen el decorado de la historia mantienen la elegancia innombrable que tienen en un cuento de hadas. La escalera en Robert Falconer es tan mágica como la de La princesa y el duende, y cuando –en Alec Forbes– los chicos están construyendo el bote y las chicas les recitan poemas, y un viejo caballero dice de manera juguetona que se elevarán a canción como una embarcación escandinava, siempre me pareció que estaba describiendo la realidad, por fuera de los incidentes y de las apariencias. Las novelas, como novelas, son desiguales; pero como cuentos de hadas son consistentes de manera extraordinaria. MacDonald nunca pierde el hilo profundo que recorre todo el tejido, y es justo el hilo lo que el hada bisabuela puso en las manos de Curdie para ayudarlo a salir del laberinto de los duendes.
La originalidad de George MacDonald tiene también un significado histórico que puede estimarse al compararlo con su gran compatriota, Carlyle. Una medida del poder real y de la popularidad del puritanismo en Escocia es que Carlyle nunca perdió su temperamento puritano incluso cuando perdió toda la teología puritana. Si conseguir escapar de los prejuicios del ambiente es una prueba de originalidad, Carlyle nunca escapó por completo, pero George MacDonald sí lo hizo. A partir de sus propias meditaciones místicas surgió una teología  alternativa que lo condujo a un temperamento opuesto por completo. Y en esas meditaciones místicas aprendió secretos que son mucho más que simples extensiones de la indignación puritana contra la ética y la política. Porque en el genio real de Carlyle había algo de matoneo, y siempre que hay algo de matoneo hay algo de lugar común, de reiteraciones y de órdenes repetidos. Carlyle nunca pudo haber dicho algo tan sutil y sencillo como lo que dijo MacDonald: que Dios era fácil de complacer y difícil de satisfacer. Carlyle estaba demasiado ocupado en insistir en que Dios es difícil de satisfacer; así como algunos optimistas insisten en que es fácil de complacer. En otras palabras, MacDonald se fabricó una especie de medio ambiente espiritual, un espacio de transparencia de luz mística, que fue muy excepcional en su ámbito nacional y religioso. Dijo cosas como las de los caballeros místicos, como las de los santos católicos, a veces incluso como los platonistas o los de la escuela de Swedenborg, pero no dijo nada que se pareciera en lo más mínimo a lo que decían los calvinistas, incluso el calvinismo residual de Carlyle. Y cuando se le estudie con más cuidado como místico, como creo que ocurrirá cuando la gente descubra la posibilidad de recoger joyas dispersas en un espacio irregular, se me ocurre que se encontrará que MacDonald constituye un punto de quiebre muy importante en la historia de la cristiandad, como representante de la particular nación cristiana de los escoceses. Así  como los protestantes hablan de la estrella de la mañana de la Reforma, quizá se nos permita mencionar ciertos nombres aquí y allá como las estrellas de la mañana de la Reunión.
El color espiritual de Escocia, como el color local de muchos páramos escoceses, es un morado que en ocasiones puede parecer gris. El carácter nacional es intensamente romántico  y apasionado, de hecho es romántico y apasionado de manera excesiva y peligrosa. Su torrente emocional a menudo se ha dirigido hacia la venganza o la lujuria o la crueldad o la brujería. No hay borrachera como la borrachera escocesa; tiene el alarido antiguo y la salvaje estridencia de los Medos en las montañas.  Y esto es igualmente cierto en las cosas buenas, como en la grandiosa literatura de esa nación. Stopford Brooke y otros críticos han señalado con acierto que un vívido sentido del color aparece  en los poetas medievales escoceses antes de que aparezca en cualquier poeta inglés. Y es absurdo que se hable de la inteligente y dura sobriedad de un tipo nacional que se ha dado mejor a conocer en el mundo moderno por el literalismo prosaico de La isla del tesoro y el realismo rutinario de Peter Pan. Pero, por un extraño accidente histórico, este vivaz y colorido pueblo  ha sido obligado a usar el negro, en una especie de funeral o Sabbath eterno. Aunque, en la mayoría de obras teatrales e imágenes donde se les representa vestidos de negro hay un instinto que hace que el actor o artista comprenda que no se ajustan bien a esa representación. Y es un hecho que no se ajustan.
Los apasionados y poéticos escoceses, como los apasionados y poéticos italianos, deberían haber tenido una religión que compitiera con la vivacidad y belleza de las pasiones, que no le permitiera al diablo tener todos los colores brillantes, que combatiera gloria con gloria y fuego con fuego. Esa religión debería haber equilibrado a Leonardo con San Francisco; pues ninguna persona joven y vital puede pensar que puede equilibrarse con John Knox. La consecuencia fue que este poder en las letras escocesas, en especial en el día (o la noche) de la completa ortodoxia calvinista, fue debilitado y despilfarrado de muchas maneras. En Burns se salió de su curso como la locura; en Scott solo fue tolerada como recuerdo. Scott solo pudo ser medievalista al volverse lo que él mismo llamo “un anticuario”, o lo que podemos llamar “un esteta”. Tuvo que fingir que su amada estaba muerta, para que se le permitiera amarla. Así como Nicodemo vino de noche donde Jesús, [ver Juan 3:1] el esteta solo va a la iglesia bajo la luz de la luna.
Entre los muchos hombres de genio que dio Escocia en el siglo 19, solo hubo uno tan original como para regresar hasta ese origen. Solo hay uno que de veras representa lo que la religión escocesa debió haber sido, si hubiera continuado el color de la poesía escocesa medieval. En su tipo particular de trabajo literario, comprendió la paradoja aparente de san Francisco de Aberdeen, viendo la misma especie de halo alrededor de cada flor y pájaro. No es igual a la manera como cualquier poeta puede apreciar una flor o un pájaro. Un pagano puede sentir eso y seguir siendo pagano o, en otras palabras, triste. Es un sentido especial de lo significativo, que la tradición que más lo valora lo llama sacramental. Haber regresado a eso, o avanzado hasta eso, en un salto de infancia, y alejándose del negro Sabbath de un pueblo calvinista, es un milagro de la imaginación.
Al señalar que MacDonald puede ocupar ese lugar en la historia religiosa y nacional, no intento indicar su lugar en la literatura. En todo caso, se trata de alguien muy difícil de fijar en un sitio. Nunca escribió nada vacío; pero escribió cosas muy llenas y frente a las cuales el aprecio depende más de la simpatía con la sustancia que con la primera impresión que ofrece la forma. Es un hecho que los místicos no han sido a menudo hombres de letras en el sentido más completo y profesional. Un hombre reflexivo encontrará más para pensar en Vaughan o Crashaw que en Milton, pero también encontrará más para criticar; y no es necesario negar que, en el sentido ordinario, un lector casual puede querer que haya menos Blake y más Keats. Pero incluso esta licencia no debe exagerarse; y de la misma manera como sentimos lástima por el hombre que no ha entendido para nada a Keats o a Milton, sentimos compasión por el crítico que no ha recorrido el bosque de Phantastes o no ha conocido a Mr. Cupples en las aventuras de Alec Forbes.

Prólogo de G. K. Chesterton para el libro George MacDonald and his Wife, de Greville M. MacDonald, 1924.

Wednesday, October 3, 2018

La esclavitud del verso libre



La verdad que más se necesita hoy en día es aquella que dice que el último extremo no es el extremo correcto. El comienzo es el extremo correcto para empezar. El hombre moderno tiene que leerlo todo al revés: como cuando  primero lee periodismo y después historia, si acaso llega a leerla. Es como un ciego explorando un elefante y condenado a empezar por la cola. Su mala suerte no termina ahí: cuando accede al principio de algo, generalmente es el principio al que menos debería acceder. Empieza, digamos, con un dogma infalible sobre el elefante: que la cola es la trompa, y avanza en sentido contrario tratando de que los hechos se ajusten a su principio. Como el elefante no tiene ojos en la cola, decide que se trata de un elefante ciego y desarrolla toda una teoría sobre su ignorancia, sus supersticiones y la necesidad de educarlo. Como el elefante no tiene colmillos del lado de la cola, afirma que los colmillos no existen y que son un atributo que la imaginación le ha puesto a una criatura fantástica. Como, por regla general, el elefante no levanta ningún objeto con la cola, el hombre moderno descarta la leyenda de que puede levantar cosas con la trompa. Probablemente afirme que es puro antropomorfismo decir que es capaz de recoger su nariz. El resultado es que ese hombre termina tan pálido y agobiado como un pesimista, pues el mundo se le convierte en un elefante blanco. No sabe qué hacer y no se le puede persuadir para que acepte la explicación simple: que no ha hecho el menor esfuerzo por identificar entre la cola y la trompa del animal. No empieza por donde debe, por la simple razón de que encontró primero el extremo equivocado.
Nada ilustra de manera más clara este engaño moderno, como el tratamiento que los modernos le dan a la poesía. Es posible que me guste o no alguna métrica  o una falta de forma, según alcance o no a producir algún efecto. Pero la tendencia general, considerada como una emancipación, me parece más o menos una esclavitud. Creo que se sustenta en una idea inconsciente: que el habla es más libre que el verso y que, por lo tanto, el verso debe exigir que se le permita la libertad del habla. Pero el habla, en especial en nuestro tiempo, no tiene nada de libre. Está entorpecida por trivialidades, domesticada por convenciones, cargada de palabras muertas, deformada por miles de cosas que no significan nada. No se libera tanto el alma cuando alguien dice: "Siempre te ves bien”, como cuando alguien dice: "Pero tu verano eterno jamás declinará”. La primera es una frase torpe y limitada que termina con la palabra más débil que el hombre jamás ha usado, o abusado. La segunda es como el gesto de un gigante o como el vuelo de un arcángel: tiene el ímpetu mismo de la libertad. No desprecio al hombre que dice la primera porque quiere decir la segunda (y lo que quiere decir es más importante que lo que dice). Siempre he procurado hacer énfasis en la dignidad intrínseca en esos asuntos cotidianos, a pesar de lo gris de su apariencia. Pero no me parece una mejoría que el espíritu interior tenga que volverse más exterior y más gris. Se considera correcto tratar de impedir que miles de personas prosaicas intenten ser poéticas; pero me parece mucho más soso ver montones de personas poéticas tratando de ser prosaicas. 
Siempre he pensado que, si un hombre fuera libre de verdad, hablaría con ritmo e incluso con rimas. Su postal más apurada sería un soneto y sus telegramas más apremiantes sonarían como las cuerdas de un arpa. Respiraría una canción en el teléfono, una canción que sería lírica o épica en proporción al tiempo que tardó esperando la llamada; y la inevitable discusión con la operadora sería como un dueto. Expresaría en breves poemas sus preferencias sobre los platos de la cena, combinando la gracia de la gratitud más mística con una cierta ternura epigramática, que es lo más conveniente para el espíritu doméstico. Si el señor Yeats puede decir, con versos exquisitos, el número de arbustos por hilera que quiere en su plantación, ¿por qué no decir también de esa manera el número de lentejas que quiere en su plato para la cena? Si puede elogiar con rimas la miel de abejas, ¿por qué no puede pedir del mismo modo que le pasen la miel en el comedor? Es posible que surjan malentendidos con los poetas más ricos y fantásticos. Francis Thompson pudo haber pedido varias veces "las doradas pieles de vinos que no deliran", antes de que alguno entendiera que quería las uvas. Pero insisto en que su frase magnífica habría sido una expresión más real del regalo de Dios que es el vino, que si solo hubiera dicho de manera perentoria: “Uvas”. Y, si un hombre es capaz de pedir una papa por medio de un poema, el poema será no solo una expresión más romántica, sino también más realista, de la papa. Porque una papa es un poema: es, de hecho, una escala ascendente de poemas que empieza en la raíz –en subterráneos grotescos, a la manera gótica–, con deformidades como las de un duende y ojos como los de la bestia del libro de las Revelaciones, y que asciende entre las verdes sombras de la tierra hasta una corona que tiene la forma de las estrellas y la tonalidad del Cielo.
La verdad detrás de todo esto se expresa con la antigua noción mística de la música de las esferas. Me refiero a la idea de que, detrás de cada cosa, la existencia empieza con armonía –y no con caos– y que, por lo tanto, cuando de veras extendemos las alas y encontramos una libertad más amplia, lo hacemos con algo más continuo y recurrente, no con algo crudo y fragmentario. La libertad es plenitud, en especial plenitud de vida, y una embarcación llena es más redonda y completa que una vacía. Parafraseando a Browning, en la prosa encontramos los arcos rotos; en poesía, el círculo perfecto. La prosa no es la libertad de la poesía; la prosa es poesía fragmentaria. La prosa, al menos en el sentido prosaico, es poesía interrumpida, retenida y separada de su trayectoria. Cuando empiece a moverse de nuevo creo que veremos algunas cosas anticuadas moviéndose con ella: cosas como la repetición, la medida, el ritmo y hasta la rima. Descubriremos con horror que las ruedas del carruaje ruedan y que hasta los caballos tiene el mismo número de patas.
En todo caso, la mejor manera de alentar a la comitiva es no poner el coche delante del caballo. No hacemos que la poesía sea más poética si ignoramos lo que la distingue de la prosa. Puede haber muchas maneras de hacer que el carruaje se mueva de nuevo, pero la mayoría de los modernos me parece que están exponiendo una nueva teoría sobre sus mecanismos mientras la poesía está atascada. Si un mago ejecuta frente a mis ojos un milagro, con la ayuda de una cuerda, un chico y una mata de mango, me interesa un poco la inquietud del escéptico que pregunta por qué no podía haberlo hecho con una manguera, una muchacha y una araucaria. ¿Por qué no, si puede hacerlo? Si mañana un santo hace el milagro de convertir una piedra en un pez, aceptaría que me preguntaran por qué no convertir también una boñiga en una cacatúa. Pero dejemos que lo hagan y no nos limitemos a explicar cómo podría hacerse. Es cierto que palabras como "papel" o "pájaros", que son tan simples como "pez" o "piedra", pueden ser combinadas en un milagro como: "Desnudas ruinas de papel donde hace poco los pájaros cantaban". Por lo que puedo confiar en mi intuición, el pie y la métrica, incluso el lugar de la rima en el soneto, tienen mucho que ver para producir un efecto como ese. No estoy diciendo que no haya otra manera de producir ese efecto. Sólo pregunto, no sin cierta nostalgia: ¿Dónde más, en este amplio y cansado mundo, se está produciendo? Y la verdad es que no siento que eso ocurra  cuando escucho verso libre. Ignoro dónde está ese calor prometeico y, para expresar mi ignorancia, me alegra encontrar palabras  mejores que las mías.
De “ Fancies Versus Fads” (1923).


Friday, September 28, 2018

Un mundo de maravillas y batallas


Ilustración tomada de: https://opinionesdepsicoanalistas.com/2014/05/01/para-que-sirven-los-cuentos-de-hadas/


 Alguna gente superficial y solemne (porque casi toda la gente superficial es solemne) ha declarado que los cuentos de hadas son inmorales. Para decir esto se basan en algunas circunstancias accidentales o en lamentables incidentes de la guerra entre los gigantes y los niños, y en particular en casos en que los últimos se permiten  engañar o hacer bromas pesadas a los primeros. Esa objeción no solo es falsa, sino que es casi siempre lo contrario de los hechos. Los cuentos de hadas no solo son radicalmente morales, en el sentido de inocentes, sino también morales en el sentido didáctico, moralizante. Está muy bien hablar de la libertad del país de las hadas, pero –si consideramos los mejores reportes oficiales– la libertad es mínima. El señor W. B. Yeats y otras sensibles almas modernas, con la sensación de que la vida moderna es una de las esclavitudes más negras que han oprimido a la humanidad (tienen razón en eso), han descrito el país de las hadas como un lugar de comodidad y abandono completos: un lugar donde el alma, como el viento, puede moverse a voluntad en cualquier dirección. La ciencia denuncia la idea de un Dios caprichoso, pero la escuela del señor Yeats sugiere que en el mundo de las hadas cada uno es tan caprichoso como un dios. El mismo señor Yeats ha dicho cientos de veces –en ese estilo literario a la vez triste y espléndido que lo hace el primero de los poetas que hoy escriben en inglés (no diré que el primero de todos los poetas ingleses, porque para los irlandeses es habitual la práctica del asalto físico)–, ha denunciado cientos de veces, digo, la terrible libertad del mundo de las hadas, lo que según él tipifica la más extrema anarquía en el arte:

"Donde nadie se hace viejo ni sabio ni se cansa,
Donde nadie se hace viejo, ni piadoso, ni se vuelve sepultura.”

  Después de todo, dudo que el señor Yeats (es chocante decirlo) conozca de veras la filosofía real del país de las hadas. Le falta simpleza; le falta estupidez. En ese sentido, en el de una buena y consistente estupidez humana, me atrevo a decir –aunque no debería– que derrotaría al señor Yeats en cualquier momento. Las hadas me quieren más que a él, me reciben mejor, y tengo mis dudas sobre si esa libertad es el espíritu central y verdadero de su mundo y sus historias. Creo que los poetas se han equivocado. Como el mundo de los cuentos de hadas es más brillante y variado que el nuestro, se les ha ocurrido que es menos moral. En realidad es más brillante y variado porque es más moral. Supongamos que un hombre pudiera nacer en una prisión. Por supuesto, eso es imposible porque nada humano puede ocurrir en una prisión moderna, aunque a veces podía ocurrir algo así en una mazmorra antigua. Una prisión moderna es siempre inhumana, aunque no siempre sea deshumanizada. Pero, supongamos eso, que un hombre pudiera nacer en una prisión moderna, y que creciera habituado al silencio mortal y a la horrible indiferencia, y supongamos que ese hombre fuera después liberado de repente entre la vida y las risas de Fleet Street. Pensaría, por supuesto, que los literatos de Fleet Street eran una raza de hombres libres y felices; pero, triste e irónicamente, es todo lo contrario. Del mismo modo, esos siervos trajinados de Fleet Street, cuando vislumbran el país de las hadas, piensan que las hadas son libres. Pero las hadas son como los periodistas en este y muchos otros aspectos.  Las hadas y los periodistas tienen un colorido aparente y una belleza engañosa. Las hadas y los periodistas son vistosos y parecen no estar regidos por leyes; ambos se ven tan exquisitos que no parecen mezclarse con la fealdad de las obligaciones cotidianas. Pero esa es una ilusión creada por la dulzura súbita de su presencia. Los periodistas viven bajo la ley, así como las hadas.
  Si usted de veras lee los cuentos de hadas, observará que hay una idea que los recorre de un extremo a otro: la idea de que la paz y la felicidad solo pueden existir bajo alguna condición. Esa idea, que es el centro de la ética, es el centro de los cuentos infantiles. Toda la felicidad del país de las hadas cuelga de un hilo, de cierto hilo. La cenicienta puede tener un vestido de algodones sobrenaturales y con brillos que no son de este mundo, pero debe regresar cuando el reloj marque las doce. El rey puede invitar hadas al bautizo, pero debe invitarlas a todas o habrá terribles consecuencias. La esposa de Barba Azul puedo abrir todas las puertas, menos una. Si se rompe una promesa que se le hizo a un gato, el mundo entero se trastorna. Si se rompe una promesa que se le hizo a un enano amarillo, el mundo entero se trastorna. Una chica puede ser la esposa del mismo dios del Amor, siempre y cuando no trate de mirarlo; si lo mira, se desvanece. A una chica se le entrega una caja, con la condición de que no la abra; la abre, y todos los males del mundo se apuran a caer sobre ella. Un hombre y una mujer son puestos en un jardín, con la condición de que no coman cierto fruto; lo comen, y pierden la alegría y el resto de los frutos de la tierra.
  Esta idea maravillosa es la espina dorsal de toda tradición popular: la idea de que toda felicidad depende de una pequeña prohibición; toda la dicha positiva depende de una negación. Es obvio que esto simboliza o se asemeja a muchas ideas filosóficas y religiosas; pero no me refiero a eso.  Es obvio que toda ética debe enseñarse con esa melodía de los cuentos de hadas: que si uno hace lo que está prohibido pone en peligro lo que le ha sido dado. A un hombre que rompe la promesa que le ha hecho a su esposa debe recordársele que, incluso si ella es un gato, la historia del gato del cuento de hadas muestra que esa conducta no es cautelosa. A un ladrón que se dispone a abrir una caja fuerte ajena se le debe recordar, de manera juguetona, que se encuentra en la misma peligrosa posición de la bella Pandora: que está a punto levantar la tapa prohibida y que liberará males desconocidos. El chico que se está comiendo la manzana ajena en el árbol ajeno ha llegado a un momento místico en su vida, cuando una manzana puede despojarlo de todas las demás. Esta es la moral profunda de los cuentos de hadas; que, en lugar de carecer de leyes, van a la raíz de todas las leyes. En lugar de encontrar la base racional para cada mandamiento (como lo hacen los libros comunes de ética), encuentran la grandiosa base mística de los mandamientos. Estamos contra nuestra voluntad en este país de las hadas; no nos corresponde disputar las condiciones bajo las que disfrutamos esta visión salvaje del mundo. Las prohibiciones son de hecho extraordinarias, pero también lo son las concesiones. La idea de propiedad, la idea de una manzana ajena, es una idea rara; pero también  es rara la idea de que haya manzanas. Es extraño y muy raro que yo no pueda tomarme sin riesgo diez botellas de champaña; pero, pensándolo bien, la champaña misma es extraña y rara. Si he tomado la bebida del país de las hadas es apenas justo que lo haga bajo las reglas del país de las hadas. Es posible que no veamos la conexión directa y lógica  entre tres hermosas cucharas de plata y un enorme y feo policía; pero, ¿quién ha visto en los cuentos de hadas alguna conexión directa y lógica entre tres osos y un gigante, o entre una rosa y una bestia rugiente? Los cuentos de hadas no solo pueden ser disfrutados porque son morales, sino que la moral puede ser disfrutada porque nos conduce al país de las hadas, a un mundo de maravillas y batallas.

De “All Things Considered” (1908)

Tuesday, September 25, 2018

Chaucer y la paciencia




El reto que ofrece Chaucer consiste en que, para la mayoría de los modernos, es nuestro único poeta medieval y en que contradice por completo todo lo que ellos entienden por medieval. Historiadores envejecidos y enmarañados les dicen a los modernos que el medievalismo fue solo suciedad, miedo, melancolía, autocastigo y tortura de los otros. Incluso los estetas medievalistas les dicen que esa época fue en esencia misterio, solemnidad y preocupación por lo sobrenatural a expensas de lo natural. Chaucer es obviamente mucho menos eso que los poetas que vinieron después del Renacimiento y la Reforma. Es obviamente más sano que Shakespeare, más liberal que Milton, más tolerante que Pope, tiene más humor que Wordsworth, es más sociable y se siente más a gusto con los hombres que Byron o incluso que Shelley. Algunos se han preguntado si no será más humano que el último de los humanistas, si su genialidad no excede el cándido optimismo de Aldous Huxley o el espíritu elevado y siempre burbujeante de T. S. Eliot.
Chaucer fue, por encima de todo, un artista; y fue uno de esa banda numerosa y feliz de artistas que no se preocupan para nada por el temperamento artístico. Quizá nunca hubo un poeta menos típico, frente a la concepción de los poetas como de pasiones oscuras y atuendos tempestuosos, en la tradición de Byron. Pero esa generalización está basada primordialmente en Byron o, mejor, en un error sobre Byron. Sería mucho más cierto decir que todo tipo de ser humano ha sido también poeta, y que Byron fue la novela Regency Buck más poesía. Del mismo modo, Goethe fue un profesor alemán más poesía, y Browning fue un burgués de aspecto algo comercial más poesía, y Heine era un judío cínico  más poesía, y Scott fue un granjero adquisitivo más poesía, y Villon fue un ladronzuelo más poesía, y Wordsworth fue un fideo más poesía, y Walt Whitman fue un holgazán americano más poesía. Todavía no he tenido noticias de un dentista americano o de un supervisor de almacén que sea poeta, pero no dudo que muy pronto se llenarán esos vacíos. Pero, en fin, el asunto es que por regla general cualquier ocupación o tipo de hombre puede ser un artista –incluso los estetas.
Pero una o dos veces en la historia aparece el artista que es la antítesis extrema del esteta. Geoffrey Chaucer fue uno de esos artistas. Chaucer fue uno de esos hombres que siempre procuran ser útiles, y no solo ornamentales. La gente confiaba en él, tanto en el sentido moral como en el sentido más práctico. No era de esa clase de poetas que olvidaría poner una carta en el correo, por enviarle una oda sin estampilla al pájaro cuco –si las estampillas de un centavo hubieran existido en aquel tiempo. No solo le fueron asignados muchos cargos de responsabilidad, sino cargos de responsabilidad de naturalezas muy diversas. En una ocasión fue enviado a negociar las finanzas delicadas de un pago y acuerdo de paz con un príncipe. En otra ocasión se le asignó la supervisión de constructores y empleados de un enorme edificio público. Se ha conjeturado que tenía algún conocimiento técnico de arquitectura, y creo que las descripciones que hace en sus poemas de ciertos templos paganos y palacios reales apoyan esa conjetura. Es un hecho que conocía bien el protocolo oficial y la etiqueta de las oficinas  reales, y que actuó como testigo sobre un asunto de heráldica en un importante juicio. Aunque hay cierta oscuridad sobre sus relaciones con la corte, durante y después de la debacle de Ricardo II, se sabe que al menos durante la mayor parte de su vida desempeñó oficio tras oficio, de la más curiosa variedad, con la satisfacción creciente de sus empleadores. Era, de manera enfática y según la frase popular, un hombre de mundo.
Pero, a través de todos estos oficios, el elemento lírico fluía de manera natural, del mismo modo como un hombre silbaría o cantaría mientras planta un arbusto o suma las cifras de una columna. Nunca pareció haber sentido alguna dislocación entre ese mundo donde era un hombre de mundo y ese otro mundo donde era inmortal. Tenía esa clase de temperamento en el que no hay antítesis entre sentido y sensibilidad. No parece haber tenido conflictos con mucha gente, incluso en ese tiempo de transición tan conflictivo; y no parece haber tenido conflictos consigo mismo. Como cristiano, estaba listo para acusarse a sí mismo cuando consideraba algún asunto con seriedad; pero eso es muy diferente a esa fricción constante entre partes diferentes de la mente que ha estropeado la alegría de tantos artistas y poetas.
No quiero decir solamente que en su sentido más elevado la poesía de Chaucer, como la de Dante, era una armonía. Quiero decir que en el sentido humano ordinario era una melodía. No solo permanecía impecable, sino que no se mezclaba; no la tocaban las complejidades de la vida, estuvieran allí o no. Es desafortunado que la expresión "estado de ánimo" se use casi siempre para hablar de un ánimo sombrío o reservado, y que no quede implícita la posibilidad de que alguien esté dichoso cuando hablamos de estado de ánimo. Porque de hecho existió una cosa especial que podemos llamar el estado de ánimo chauceriano, y era de una esencia dichosa. Hay en su obra muchos pasajes patéticos, y uno o dos pasajes de tragedia, pero nunca nos hacen sentir que el estado de ánimo de veras se ha alterado, y parece que el hombre que habla está siempre sonriendo mientras habla. En otras palabras, el asunto que es supremamente chauceriano es la atmósfera chauceriana, una atmósfera que penetra a las personas y los problemas particulares, una especie de luz difusa que se posa sobre todo, ya sea cómico o trágico, e impide que la tragedia conduzca a la desesperanza y que la comedia se incline a la crueldad. Ningún crítico de arte, por muy artístico que sea, ha conseguido describir una atmósfera. La única manera de acercársele es comparándola con otra atmósfera. Y este estado de ánimo chauceriano se parece mucho a aquel con que (antes de que se vulgarizara con palabrerío y comercialismo) algunos de los grandes poetas ingleses modernos han hablado de la Navidad.
Chaucer fue lo suficientemente amplio para ser estrecho; quiero decir que podía trasladar una experiencia amplia de la vida hasta el disfrute de las cosas locales e incluso accidentales. Ese es uno de los principales defectos de la literatura de hoy: que siempre habla de las cosas locales como si limitaran –como si asfixiaran– y como si los accidentes desentonaran. Una cena de Navidad, descrita por un poeta menor de hoy en día, muy probablemente sería un estudio lleno de agudeza sobre la agonía: la insoportable sosería del tío George, la voz disonante de la tía Adelaida. Pero Chaucer, que se sentó en la mesa con el molinero y con el confesor, pudo haberse sentado en Navidad con el más pesado de los tíos y con la tía más estridente. Quizá se habría divertido con ellos, pero nunca se habría sentido enojado por ellos, y jamás los habría insultado en poemitas irritables. Y la razón era en parte espiritual y en parte práctica. Espiritual porque Chaucer tenía, cualquiera que fueran sus faltas, un esquema de valores espirituales en el orden correcto, y sabía que la Navidad era más importante que las anécdotas del tío George. Práctico porque había visto el amplio mundo de los seres humanos y sabía que cuando un hombre se aventura entre los hombres, en Flandes o Francia o Italia, encuentra que el mundo está hecho principalmente de tíos George. Esta paciencia imaginativa es lo que los hombres modernos más buscan en la Navidad moderna, y si quieren aprenderla les recomiendo que lean a Chaucer.

De "All I Survey" (1933)

Friday, August 24, 2018

La falacia del éxito

Que algo sea exitoso apenas significa que es: un millonario 
es exitoso en ser millonario y un burro en ser burro. 
Todo hombre viviente ha sido exitoso en estar vivo, 
y todo hombre muerto puede haber sido exitoso en suicidarse. 




La falacia del éxito

Ha aparecido en nuestro tiempo una particular clase de libros y artículos que, con toda sinceridad, pienso que puede ser llamada la más tonta que jamás se ha conocido. Son más desaforados que los romances más desaforados de caballería y más aburridos que el más aburrido tratado religioso. Todavía más, el romance de caballería al menos es sobre caballería y el tratado al menos es sobre religión. Pero estas cosas no son sobre nada: son sobre lo que se llama “el éxito”. En cada caseta de libros, en cada revista, usted podrá encontrar libros que le dicen a la gente como triunfar. Son libros que les dicen a los hombres como ser exitosos en todo, pero son libros escritos por hombres que ni siquiera pueden ser exitosos en escribir libros. Para empezar, no hay una cosa tal como el éxito. O, si se prefiere, no hay nada que no sea exitoso. Que algo sea exitoso apenas significa que es: un millonario es exitoso en ser millonario y un burro en ser burro. Todo hombre viviente ha sido exitoso en estar vivo, y todo hombre muerto puede haber sido exitoso en suicidarse. Pero, dejando de lado la mala lógica y la mala filosofía de la frase, podemos entenderlo, como lo hacen estos escritores, en el sentido ordinario de éxito como obtener dinero o una posición en el mundo. Estos escritores aseguran que pueden decirle al hombre del común como ser exitoso en su profesión o actividad especulativa: si es un constructor, como puede ser exitoso como constructor; si es un corredor de bolsa, como tener éxito como corredor de bolsa. Aseguran que pueden decirle a un hombre, si es un verdulero, como llegar a tener un velero deportivo; o, si es un periodista de quinta, como llegar a ser como ellos; o, si es un judío alemán, como llegar a ser anglosajón. Esta es una propuesta precisa que se ofrece como un negocio, y de verdad pienso que las personas que compran estos libros (si es que alguien los compra) tienen algún derecho moral, y acaso legal, a que les devuelvan su dinero. Nadie se atrevería a publicar un libro sobre electricidad sin llegar a decirle absolutamente nada a uno sobre electricidad; nadie se atrevería a publicar un artículo sobre botánica que mostrara que el autor no sabe cuál parte de la planta crece y se hunde en la tierra. Y sin embargo nuestro mundo está lleno de libros, sobre el éxito y sobre las personas exitosas, que no tienen absolutamente nada sobre esa idea, y a duras penas tienen algún sentido verbal.
Es obvio que en cualquier ocupación decente (como poner ladrillos o escribir libros) solo hay dos maneras de ser exitosos: una es hacienda bien el trabajo y la otra es haciendo trampa. Ambas son tan claras y simples que no requieren la menor explicación literaria. Si se propone saltar alto, puede saltar más que todo el mundo o arreglárselas para fingir que ha podido hacerlo. Si quiere ser exitoso en un juego de cartas, puede ser un buen jugador o jugar con cartas marcadas. Es posible que quiera leer un libro sobre salto o sobre juegos de cartas o sobre la manera de hacer trampa en los juegos de cartas, pero no puede querer un libro sobre el éxito. Y, en especial, no puede querer un libro como esos que ahora se encuentran por cientos en el mercado de los libros. Es posible que usted quiera salta o jugar cartas, pero usted no quiere leer declaraciones erráticas que le digan que saltar es saltar o que los juegos los ganan los ganadores. Si estos escritores llegaran a decir, por ejemplo, algo sobre el éxito saltando, dirían algo así: "El saltador debe tener una meta clara delante suyo. Debe desear, con convicción, saltar más alto que los otros hombres que participan en la misma competencia. No debe permitirse la debilidad de tener pensamientos compasivos que le impidan hacer el mejor esfuerzo. Debe recordar que una competencia de salto es altamente competitiva, y que –como Darwin lo ha demostrado gloriosamente–, LOS DÉBILES QUEDARÁN CONTRA LA PARED". Ese es el tipo de cosas que el libro diría, y sin duda sería muy útil leerlo, con voz baja y tensa, a un muchacho a punto de saltar. O, supongamos que en el curso de sus vagabundeos intelectuales el filósofo del éxito llegara a nuestro otro caso, el del juego de cartas, sus consejos preparatorios discurrirían de este modo: “Al disponer las cartas es preciso evitar el error (común entre los humanitarios y los partidarios del libre comercio) de permitir que su adversario gane el juego. Hay que tener coraje y decisión y proceder a ganar. Los días del idealismo y la superstición han terminado. Vivimos en tiempos de ciencia y de sólido sentido común, y ha quedado definitivamente demostrado que en cualquier juego en el que hay dos jugadores SI UNO NO GANA, EL OTRO LO HARÁ". Todo esto es muy emocionante, por supuesto; pero confieso que si estuviera jugando cartas preferiría tener algún libro decente que me dijera las reglas del juego. Más allá de las reglas de juego, todo es cuestión de talento o deshonestidad, y me dispondré a recurrir al uno o a la otra, pero no me corresponde decir cuál.
En cuanto a las revistas populares, encuentro un ejemplo raro y divertido. Hay un artículo titulado "El instinto que hace rica a la gente". Aparece ilustrado con un formidable retrato de Lord Rothschild. Hay muchos métodos concretos, tanto honestos como deshonestos, que hacen rica a la gente; pero el único “instinto” que las hace ricas es aquel que el cristianismo teológico describe como "el pecado de la avaricia”.  Pero eso, sin embargo, está por fuera de esta discusión.  Quiero citar los siguientes párrafos exquisitos como una muestra de los consejos típicos para tener éxito. Se trata de algo tan práctico que no nos deja ninguna duda sobre cuál debe ser nuestro siguiente paso:
"El nombre de Vanderbilt es sinónimo de fortuna ganada por medio de emprendimiento moderno. Cornelius, el fundador de la familia, fue el primero de los grandes magnates americanos del comercio. Empezó siendo el hijo de un granjero pobre y terminó siendo un millonario.
"Tenía el instinto para ganar dinero. Aprovechó sus oportunidades: las que le proporcionaron la aplicación del motor de vapor al tráfico oceánico y el desarrollo del transporte ferroviario en los ricos pero subdesarrollados Estados Unidos de América, y de este modo amasó una inmensa fortuna.
"Es obvio, por supuesto, que no todos podemos seguir los mismo pasos de este gran monarca de los ferrocarriles. No tenemos las mismas oportunidades que él tuvo. Las circunstancias han cambiado; pero, de todas maneras, podemos seguir su método general en nuestra esfera y nuestras propias circunstancias. Podemos aprovechar oportunidades que se nos dan y, de este modo, darnos a nosotros mismos la oportunidad de obtener riqueza".
En afirmaciones tan extrañas como estas podemos ver con claridad lo que hay en el fondo de estos artículos y libros. No solo es negocio; no es mero cinismo: es misticismo, el horrible misticismo del dinero. El autor de ese pasaje no tenía la más remota idea sobre cómo Valdervilt consiguió su dinero, o cómo podría hacerlo cualquier otro. Concluye, de hecho, sus declaraciones hacienda una especie de defensa de una maquinación; pero no tiene nada que ver con Vanderbilt. Sólo deseaba postrarse a los pies del misterio de un millonario. Porque cuando de veras veneramos algo, amamos no solo su claridad sino también su oscuridad. Nos regocija su mera invisibilidad. Así, por ejemplo, cuando un hombre está enamorado de una mujer se complace con el hecho de que una mujer no sea razonable. Así, también, el poeta devoto, al celebrar a su Creador, se complace en decir que Dios obra de maneras misteriosas. El autor de los párrafos que acabo de citar  no parece tener que ver nada con dios, y no creería (a juzgar por su extrema falta de sentido práctico) que alguna vez haya estado enamorado de una mujer. Pero aquello que sí venera –Vanderbilt—lo trata exactamente de la misma mística manera. Se deleita en el hecho de que su deidad tiene un secreto que no le revela. Y su alma se llena con una especie de rapto de astucia, un éxtasis sacerdotal, cuando simula que les cuenta a las multitudes ese terrible secreto que no conoce.
Al hablar del instinto que hace rica a la gente, el mismo autor declara:
"En los viejos tiempos su existencia se entendía por completo. Los griegos lo consagraron en la historia del “toque de oro”  del rey Midas. Este era un hombre que convertía en oro todo lo que tocaba. Su vida fue de un constante progreso entre riquezas. Creaba el precioso metal con cualquier cosa que encontrara. ‘Una leyenda tonta’, decían los sabiondos de la época victoriana. 'Una verdad’, decimos nosotros los de hoy. Todos sabemos de la existencia de tales hombres. Siempre nos los estamos encontrando o leemos acerca de ese tipo de  personas que convierten en oro todo lo que tocan. El éxito les sigue los pasos. El camino de sus vidas nunca deja de ascender. Son incapaces de fracasar".
Desafortunadamente, sin embargo, Midas podía fracasar; de hecho lo hizo. Su camino no fue un ascenso. Se murió de hambre porque cada vez que tocaba una galleta o un sánduche de jamón se convertían en oro. Ese era el punto de la historia, aunque este escritor tuvo que suprimirlo de manera delicada, para tratar de hacer un retrato muy aproximado de Lord Rothschild. Las viejas fábulas de la humanidad son, de hecho, enormemente sabias; pero no debemos expurgarlas en beneficio de Mr. Vanderbilt. No debemos representar al rey Midas como un ejemplo de éxito; fue una de las formas más inusuales y dolorosas del fracaso. También tenía unas orejas de asno (como casi todas las personas prominentes y adineradas) que se esforzaba por ocultar. Fue su peluquero (si mal no recuerdo) quien tuvo que arreglárselas de manera confidencial con esta peculiaridad; y su peluquero, en lugar de comportarse como alguien de la escuela de los que triunfan a toda costa y extorsionar al rey Midas, se marchó y les susurró a los juncos del campo, para regocijo de estas inquietas hierbas, esta espléndida pieza de escándalo social. Se dice que los juncos a su vez divulgaron la noticia con el vaivén de los vientos. Miro con reverencia el retrato  de Lord Rothschild; leo con reverencia sobre las hazañas de Mr. Vanderbilt. Sé que no puedo convertir en oro todo lo que toco; pero también sé que nunca lo he intentado, teniendo preferencia por otras substancias, como la hierba y el buen vino. Sé que esa gente de veras ha triunfado en algo; que ciertamente han superado a alguien; sé que son reyes en un sentido en el que nunca antes los hubo; que crean mercados y cabalgan continentes. Y sin embargo siempre he pensado que hay un pequeño detalle doméstico que están ocultando, y me parece a veces escuchar en el viento las risas y susurros de los juncos.
Tengamos la esperanza de que, al menos, viviremos para ver estos absurdos libros sobre el éxito cubiertos  por el escarnio y el olvido que les corresponde. Ellos no le enseñan a la gente a ser exitosa, lo que hacen es enseñarle a ser esnob; lo que hacen es divulgar una especie de malvada poesía de lo mundano. Los puritanos están siempre denunciando libros que inflaman la lujuria; ¿qué tendríamos que decir de libros que inflaman las mucho peores pasiones de la avaricia y el orgullo? Hace cien años teníamos el ideal del aprendiz diligente; a los chicos se les enseñaba que con una vida austera  y mucho trabajo se convertirían en señores. Aquello era falso, pero era viril, tenía un mínimo de verdad moral. En nuestra sociedad, la moderación no ayudará a un hombre pobre a hacerse rico, pero puede ayudarlo a respetarse a sí mismo. Trabajar bien no hará de él un hombre rico, pero trabajar bien puede hacer de él un buen trabajador. El aprendiz diligente se elevó entre virtudes, pocas y estrechas, pero virtudes al fin y al cabo. Pero, ¿qué diremos de ese evangelio predicado al nuevo aprendiz diligente; aquel que se eleva, no por sus virtudes, sino abiertamente por sus vicios?

De “All Things Considered” (1908)