Friday, August 24, 2018

La falacia del éxito

Que algo sea exitoso apenas significa que es: un millonario 
es exitoso en ser millonario y un burro en ser burro. 
Todo hombre viviente ha sido exitoso en estar vivo, 
y todo hombre muerto puede haber sido exitoso en suicidarse. 




La falacia del éxito

Ha aparecido en nuestro tiempo una particular clase de libros y artículos que, con toda sinceridad, pienso que puede ser llamada la más tonta que jamás se ha conocido. Son más desaforados que los romances más desaforados de caballería y más aburridos que el más aburrido tratado religioso. Todavía más, el romance de caballería al menos es sobre caballería y el tratado al menos es sobre religión. Pero estas cosas no son sobre nada: son sobre lo que se llama “el éxito”. En cada caseta de libros, en cada revista, usted podrá encontrar libros que le dicen a la gente como triunfar. Son libros que les dicen a los hombres como ser exitosos en todo, pero son libros escritos por hombres que ni siquiera pueden ser exitosos en escribir libros. Para empezar, no hay una cosa tal como el éxito. O, si se prefiere, no hay nada que no sea exitoso. Que algo sea exitoso apenas significa que es: un millonario es exitoso en ser millonario y un burro en ser burro. Todo hombre viviente ha sido exitoso en estar vivo, y todo hombre muerto puede haber sido exitoso en suicidarse. Pero, dejando de lado la mala lógica y la mala filosofía de la frase, podemos entenderlo, como lo hacen estos escritores, en el sentido ordinario de éxito como obtener dinero o una posición en el mundo. Estos escritores aseguran que pueden decirle al hombre del común como ser exitoso en su profesión o actividad especulativa: si es un constructor, como puede ser exitoso como constructor; si es un corredor de bolsa, como tener éxito como corredor de bolsa. Aseguran que pueden decirle a un hombre, si es un verdulero, como llegar a tener un velero deportivo; o, si es un periodista de quinta, como llegar a ser como ellos; o, si es un judío alemán, como llegar a ser anglosajón. Esta es una propuesta precisa que se ofrece como un negocio, y de verdad pienso que las personas que compran estos libros (si es que alguien los compra) tienen algún derecho moral, y acaso legal, a que les devuelvan su dinero. Nadie se atrevería a publicar un libro sobre electricidad sin llegar a decirle absolutamente nada a uno sobre electricidad; nadie se atrevería a publicar un artículo sobre botánica que mostrara que el autor no sabe cuál parte de la planta crece y se hunde en la tierra. Y sin embargo nuestro mundo está lleno de libros, sobre el éxito y sobre las personas exitosas, que no tienen absolutamente nada sobre esa idea, y a duras penas tienen algún sentido verbal.
Es obvio que en cualquier ocupación decente (como poner ladrillos o escribir libros) solo hay dos maneras de ser exitosos: una es hacienda bien el trabajo y la otra es haciendo trampa. Ambas son tan claras y simples que no requieren la menor explicación literaria. Si se propone saltar alto, puede saltar más que todo el mundo o arreglárselas para fingir que ha podido hacerlo. Si quiere ser exitoso en un juego de cartas, puede ser un buen jugador o jugar con cartas marcadas. Es posible que quiera leer un libro sobre salto o sobre juegos de cartas o sobre la manera de hacer trampa en los juegos de cartas, pero no puede querer un libro sobre el éxito. Y, en especial, no puede querer un libro como esos que ahora se encuentran por cientos en el mercado de los libros. Es posible que usted quiera salta o jugar cartas, pero usted no quiere leer declaraciones erráticas que le digan que saltar es saltar o que los juegos los ganan los ganadores. Si estos escritores llegaran a decir, por ejemplo, algo sobre el éxito saltando, dirían algo así: "El saltador debe tener una meta clara delante suyo. Debe desear, con convicción, saltar más alto que los otros hombres que participan en la misma competencia. No debe permitirse la debilidad de tener pensamientos compasivos que le impidan hacer el mejor esfuerzo. Debe recordar que una competencia de salto es altamente competitiva, y que –como Darwin lo ha demostrado gloriosamente–, LOS DÉBILES QUEDARÁN CONTRA LA PARED". Ese es el tipo de cosas que el libro diría, y sin duda sería muy útil leerlo, con voz baja y tensa, a un muchacho a punto de saltar. O, supongamos que en el curso de sus vagabundeos intelectuales el filósofo del éxito llegara a nuestro otro caso, el del juego de cartas, sus consejos preparatorios discurrirían de este modo: “Al disponer las cartas es preciso evitar el error (común entre los humanitarios y los partidarios del libre comercio) de permitir que su adversario gane el juego. Hay que tener coraje y decisión y proceder a ganar. Los días del idealismo y la superstición han terminado. Vivimos en tiempos de ciencia y de sólido sentido común, y ha quedado definitivamente demostrado que en cualquier juego en el que hay dos jugadores SI UNO NO GANA, EL OTRO LO HARÁ". Todo esto es muy emocionante, por supuesto; pero confieso que si estuviera jugando cartas preferiría tener algún libro decente que me dijera las reglas del juego. Más allá de las reglas de juego, todo es cuestión de talento o deshonestidad, y me dispondré a recurrir al uno o a la otra, pero no me corresponde decir cuál.
En cuanto a las revistas populares, encuentro un ejemplo raro y divertido. Hay un artículo titulado "El instinto que hace rica a la gente". Aparece ilustrado con un formidable retrato de Lord Rothschild. Hay muchos métodos concretos, tanto honestos como deshonestos, que hacen rica a la gente; pero el único “instinto” que las hace ricas es aquel que el cristianismo teológico describe como "el pecado de la avaricia”.  Pero eso, sin embargo, está por fuera de esta discusión.  Quiero citar los siguientes párrafos exquisitos como una muestra de los consejos típicos para tener éxito. Se trata de algo tan práctico que no nos deja ninguna duda sobre cuál debe ser nuestro siguiente paso:
"El nombre de Vanderbilt es sinónimo de fortuna ganada por medio de emprendimiento moderno. Cornelius, el fundador de la familia, fue el primero de los grandes magnates americanos del comercio. Empezó siendo el hijo de un granjero pobre y terminó siendo un millonario.
"Tenía el instinto para ganar dinero. Aprovechó sus oportunidades: las que le proporcionaron la aplicación del motor de vapor al tráfico oceánico y el desarrollo del transporte ferroviario en los ricos pero subdesarrollados Estados Unidos de América, y de este modo amasó una inmensa fortuna.
"Es obvio, por supuesto, que no todos podemos seguir los mismo pasos de este gran monarca de los ferrocarriles. No tenemos las mismas oportunidades que él tuvo. Las circunstancias han cambiado; pero, de todas maneras, podemos seguir su método general en nuestra esfera y nuestras propias circunstancias. Podemos aprovechar oportunidades que se nos dan y, de este modo, darnos a nosotros mismos la oportunidad de obtener riqueza".
En afirmaciones tan extrañas como estas podemos ver con claridad lo que hay en el fondo de estos artículos y libros. No solo es negocio; no es mero cinismo: es misticismo, el horrible misticismo del dinero. El autor de ese pasaje no tenía la más remota idea sobre cómo Valdervilt consiguió su dinero, o cómo podría hacerlo cualquier otro. Concluye, de hecho, sus declaraciones hacienda una especie de defensa de una maquinación; pero no tiene nada que ver con Vanderbilt. Sólo deseaba postrarse a los pies del misterio de un millonario. Porque cuando de veras veneramos algo, amamos no solo su claridad sino también su oscuridad. Nos regocija su mera invisibilidad. Así, por ejemplo, cuando un hombre está enamorado de una mujer se complace con el hecho de que una mujer no sea razonable. Así, también, el poeta devoto, al celebrar a su Creador, se complace en decir que Dios obra de maneras misteriosas. El autor de los párrafos que acabo de citar  no parece tener que ver nada con dios, y no creería (a juzgar por su extrema falta de sentido práctico) que alguna vez haya estado enamorado de una mujer. Pero aquello que sí venera –Vanderbilt—lo trata exactamente de la misma mística manera. Se deleita en el hecho de que su deidad tiene un secreto que no le revela. Y su alma se llena con una especie de rapto de astucia, un éxtasis sacerdotal, cuando simula que les cuenta a las multitudes ese terrible secreto que no conoce.
Al hablar del instinto que hace rica a la gente, el mismo autor declara:
"En los viejos tiempos su existencia se entendía por completo. Los griegos lo consagraron en la historia del “toque de oro”  del rey Midas. Este era un hombre que convertía en oro todo lo que tocaba. Su vida fue de un constante progreso entre riquezas. Creaba el precioso metal con cualquier cosa que encontrara. ‘Una leyenda tonta’, decían los sabiondos de la época victoriana. 'Una verdad’, decimos nosotros los de hoy. Todos sabemos de la existencia de tales hombres. Siempre nos los estamos encontrando o leemos acerca de ese tipo de  personas que convierten en oro todo lo que tocan. El éxito les sigue los pasos. El camino de sus vidas nunca deja de ascender. Son incapaces de fracasar".
Desafortunadamente, sin embargo, Midas podía fracasar; de hecho lo hizo. Su camino no fue un ascenso. Se murió de hambre porque cada vez que tocaba una galleta o un sánduche de jamón se convertían en oro. Ese era el punto de la historia, aunque este escritor tuvo que suprimirlo de manera delicada, para tratar de hacer un retrato muy aproximado de Lord Rothschild. Las viejas fábulas de la humanidad son, de hecho, enormemente sabias; pero no debemos expurgarlas en beneficio de Mr. Vanderbilt. No debemos representar al rey Midas como un ejemplo de éxito; fue una de las formas más inusuales y dolorosas del fracaso. También tenía unas orejas de asno (como casi todas las personas prominentes y adineradas) que se esforzaba por ocultar. Fue su peluquero (si mal no recuerdo) quien tuvo que arreglárselas de manera confidencial con esta peculiaridad; y su peluquero, en lugar de comportarse como alguien de la escuela de los que triunfan a toda costa y extorsionar al rey Midas, se marchó y les susurró a los juncos del campo, para regocijo de estas inquietas hierbas, esta espléndida pieza de escándalo social. Se dice que los juncos a su vez divulgaron la noticia con el vaivén de los vientos. Miro con reverencia el retrato  de Lord Rothschild; leo con reverencia sobre las hazañas de Mr. Vanderbilt. Sé que no puedo convertir en oro todo lo que toco; pero también sé que nunca lo he intentado, teniendo preferencia por otras substancias, como la hierba y el buen vino. Sé que esa gente de veras ha triunfado en algo; que ciertamente han superado a alguien; sé que son reyes en un sentido en el que nunca antes los hubo; que crean mercados y cabalgan continentes. Y sin embargo siempre he pensado que hay un pequeño detalle doméstico que están ocultando, y me parece a veces escuchar en el viento las risas y susurros de los juncos.
Tengamos la esperanza de que, al menos, viviremos para ver estos absurdos libros sobre el éxito cubiertos  por el escarnio y el olvido que les corresponde. Ellos no le enseñan a la gente a ser exitosa, lo que hacen es enseñarle a ser esnob; lo que hacen es divulgar una especie de malvada poesía de lo mundano. Los puritanos están siempre denunciando libros que inflaman la lujuria; ¿qué tendríamos que decir de libros que inflaman las mucho peores pasiones de la avaricia y el orgullo? Hace cien años teníamos el ideal del aprendiz diligente; a los chicos se les enseñaba que con una vida austera  y mucho trabajo se convertirían en señores. Aquello era falso, pero era viril, tenía un mínimo de verdad moral. En nuestra sociedad, la moderación no ayudará a un hombre pobre a hacerse rico, pero puede ayudarlo a respetarse a sí mismo. Trabajar bien no hará de él un hombre rico, pero trabajar bien puede hacer de él un buen trabajador. El aprendiz diligente se elevó entre virtudes, pocas y estrechas, pero virtudes al fin y al cabo. Pero, ¿qué diremos de ese evangelio predicado al nuevo aprendiz diligente; aquel que se eleva, no por sus virtudes, sino abiertamente por sus vicios?

De “All Things Considered” (1908)

Monday, August 20, 2018

La taberna al final del mundo

Poca gente se da cuenta de que el hábito general de la ficción, el de contar historias en prosa, puede desvanecerse de la misma manera como el hábito general de  contar historias en verso se ha desvanecido por el momento. 




Lo más difícil de recordar sobre nuestra época es, por supuesto, que se trata simplemente de una época; de manera instintiva pensamos en ella como si fuera el Día del Juicio. Pero tanto este tiempo como las cosas que le son propias es probable que en breve se encuentren patas arriba; todo lo que puede dejar de ser dejará de ser. No solo es cierto que todas las cosas viejas ya están muertas; también es cierto que las cosas nuevas están muertas, porque las únicas cosas que no mueren son aquellas que no son ni nuevas ni viejas. Mientras más intentas estar a la moda de este año, más lejos estás–en cierto sentido–de la moda del próximo año. Por lo tanto, al intentar decidir si un autor –como absurdamente se dice– vivirá, es necesario tener una convicción muy firme sobre cuál parte de ese hombre, si acaso hay alguna, es inmodificable. Y es muy difícil tenerla si no tienes una religión o, al menos, un filosofía dogmática.
Hay que predicar la igualdad de los hombres en cuanto a sus épocas, tanto como se hace en cuanto a sus clases. Sentirse infinitamente superior a un hombre del siglo doce es tan arrogante como sentirse superior a un hombre que vive en el camino de Old Kent. Hay diferencias entre ese hombre y nosotros, puede haber superioridades nuestras sobre él; pero nuestro pecado en ambos casos consiste en pensar en las cosas pequeñas en las que diferimos, cuando deberíamos estar asombrados y embriagados por los asuntos terribles y dichosos en los que somos idénticos. Pero aquí la dificultad como siempre consiste en que las cosas que tenemos más cerca se ven más grandes de lo que son, y parecen un rasgo permanente de la humanidad, cuando en realidad pueden solo ser una de sus formas de expresión que desaparecen. Poca gente, por ejemplo, se da cuenta de que podrá llegar con facilidad un tiempo en que veamos la grandiosa irrupción de la ciencia en el siglo diecinueve como algo tan espléndido, breve, único y por último abandonado, como las irrupciones del arte durante el Renacimiento. Poca gente se da cuenta de que el hábito general de la ficción, el de contar historias en prosa, puede desvanecerse de la misma manera como el hábito general de las baladas, el de contar historias en verso, se ha desvanecido por el momento. Poca gente se da cuenta de que leer y escribir son solo cosas arbitrarias, y tal vez sólo ciencias temporales, como la heráldica.
La mente inmortal permanecerá, y en relación con eso serán juzgados escritores como Dickens. Dudo que sobreviva algún pedante capaz de negar que Dickens tendrá un lugar elevado en la literatura permanente. Pero, como toda predicción puede fallar,  dedicaré este capítulo a sugerir que su posición en la Inglaterra del siglo 19 no sólo será elevada, sino de hecho la más alta. En algún momento de su fama, cualquier inglés promedio habría dicho que en Inglaterra había unos cinco o seis novelistas de calidad similar. Podría haber hecho una lista: Dickens, Bulwer Lytton, Thackeray, Charlotte Brontë, George Eliot, y tal vez otros. Unos cuarenta años han transcurrido y algunos de estos nombres se han deslizado a posiciones inferiores. Algunos dirán ahora que la plataforma más alta les ha quedado a Thackeray y Dickens; otros, que a Dickens, Thackeray y George Eliot; alguien dirá que a, Thackeray y Charlotte Brontë. Me atrevo a afirmar que  cuando hayan pasado más años y el proceso de quitar malezas se haya completado, Dickens dominará la Inglaterra del siglo XIX; permanecerá solo en la plataforma.
Sé que decir esto es casi una impertinencia, y que su tendencia es a provocar discusiones desdeñosas sobre otros escritores, como aquellas en las que de manera brillante el señor Swinburne se enredó al hacer su sugestivo estudio sobre Dickens. Pero mi desdén por los otros novelistas ingleses es por completo relativo y para nada definitivo. Es cierto que los hombres siempre regresarán a un escritor como Thackeray, con su rico otoño de emociones, con su sentimiento de que la vida es un balance triste pero sagrado en el que no debemos dejar nada olvidado. Es poco probable que los sabios lo olviden. Del mismo modo como los sabios y estudiosos regresan de vez en cuando  a los poetas del renacimiento francés, a la delicada aflicción de Du Bellay, así mismo regresarán a Thackeray. Pero Dickens cabalgará y dominará nuestro tiempo como la vasta figura de Rabelais domina a Du Bellay, al renacimiento francés y al mundo.
Permítanme ofrecer primero una razón negativa. Las cosas particulares por las que los críticos condenan (con justicia) a Dickens son precisamente aquellas  que jamás impidieron que un hombre fuera inmortal. La principal es el hecho incuestionable de que escribió una cantidad enorme de cosas malas. Esto determina que a un hombre se le ponga, en su tiempo, por debajo de su posición; pero eso no parece afectar para nada su lugar permanente. Shakespeare, por ejemplo, y Wordsworth no solo escribieron una cantidad enorme de cosas malas, sino también una enorme cantidad de cosas enormemente malas. La humanidad se encarga de hacer por escritores como ellos la labor de edición. Virgilio se equivocó al eliminar sus líneas de inferior calidad; nosotros nos habríamos encargado del trabajo. Además, en el caso particular de Dickens, hay razones especiales para apreciar sus cosas malas como una especie de ambición general que nada tiene que ver con su genio especial: la ambición de ser un proveedor público de todo, una bodega de todas las emociones humanas. Dickens mantuvo una especie de Día del Juicio literario. Distribuyó personajes malos como castigo y personajes buenos como recompensa. Lo que quiero decir puede explicarse con un ejemplo entre muchos. El personaje del judío viejo y amable en "Our Mutual Friend" (un personaje innecesario y poco convincente) fue puesto en la historia porque algún lector se quejó de que el judío viejo y malo en "Oliver Twist" sugería que todos los judíos eran malos. El principio es tan absurdo que es difícil imaginar a ningún hombre de letras plegándose a él por un solo momento. Si alguna vez inventó un mal subastador, tenía que buscar equilibrio de inmediato con un buen subastador; si pudo haber concebido algún filántropo antipático, de inmediato tenía que imaginar –con todo el esfuerzo y agonía posibles– un filántropo amable. La queja es frenética y, sin embargo, a Dickens, que destrozó gente por quejas mucho más justas, le pareció bien el reclamo de su lector judío. Le complacía ser tomado por un árbitro público. Le complacía que se le pidieran juzgar a Israel. Todo eso es otra cosa, una vanidad no literaria, que no es difícil separar de la seriedad de su genio. Cuando hablo de la seriedad de su genio me refiero, sobra decirlo, a su genio humorístico. Ambiciones irrelevantes como esas pueden ignorarse con facilidad, como los sonetos de los políticos. Sentimos que cosas así pueden dejarse de lado, como los experimentos ignorantes de hombres que por lo demás son grandes. Por lo tanto, pienso que la posteridad no prestará atención al hecho de que Dickens haya escrito cosas malas, pero reconocerá que ha escrito buenas.
La otra acusación principal contra Dickens era que sus personajes y sus acciones eran exagerados e imposibles. Pero esto solo quiere decir que eran exagerados e imposibles en comparación con el mundo moderno y con ciertos escritores (como Thackeray o Trollope) quienes estaban haciendo una copia exacta de los modales del mundo moderno. Como cosa rara, alguna gente ha sugerido que Dickens ha sufrido o sufrirá por el cambio de modales. Esto es irracional. Los creadores de imposibles no son los que sufrirán con el paso del tiempo: Mr. Bunsby no puede ser más imposible que cuando Dickens lo creó. Los escritores que es obvio que sufrirán con el paso del tiempo serán los cuidadosos realistas, los que han observado cada detalle de la moda de este mundo que se está yendo. Es obvio que nada es tan frágil como un hecho, que un hecho vuela más rápido que algo que imaginamos. Lo que imaginamos durará dos mil años. Por ejemplo, todos imaginamos un hombre que no le teme a nada, un héroe, y el Aquiles de Homero todavía permanece. Pero lo que no sabemos sobre Aquiles es en qué medida fue posible que existiera. Los narradores realistas de esos tiempos están todos olvidados (gracias a Dios), así que no podemos decir si Homero exageró levemente o de manera ostensible o si no exageró la actividad personal del capitán micénico en batalla. Porque la imaginación ha sobrevivido a los hechos. Así que Podsnap, el personaje de “Our Mutual Friend”, puede sobrevivir los hechos del comercio Inglés, y nadie nunca sabrá si Podsnap fue posible, solo sabrán que era deseable que existiera, como Aquiles.
El argumento positivo para la permanencia de Dickens se remonta a aquello que puede ser declarado pero no discutido: la creación. Dickens hizo cosas que nadie más pudo haber hecho. Hizo a Dick Swiveller en un sentido muy diferente a como Thackeray hizo al coronel Newcome. La creación de Thackeray era observación; la de Dickens era poesía y, por lo tanto, es permanente. Pero se puede aportar otra demostración. Me parece que el escritor inmortal es aquel que hace algo universal en una forma particular. Quiero decir que hace algo que resulta interesante para todos los hombres en una forma como solo un hombre o una tierra pueden hacerlo. Otros hombres de esa tierra, que solo hacen lo que otros hombres en otras tierras también están haciendo, tienden a gozar de mucha reputación en su propio tiempo y a hundirse luego de manera lenta. Un paralelo con la guerra ayudará a expresar la idea con claridad. Me resulta imposible creer que alguien pueda poner en duda que, aunque Wellington y Nelson siempre fueron vistos en conjunto, Nelson será cada vez más importante y Wellington será menos importante. Porque la fama de Wellington se sustenta en el hecho de que era un buen soldado al servicio de Inglaterra, del mismo modo que otros veinte hombres fueron buenos soldados al servicio de Austria o Prusia o Francia. Pero Nelson es el símbolo de un modo especial de ataque, que es a la vez universal y particularmente inglés, el ataque marítimo. Dickens es tan universal como el mar y tan inglés como Nelson. Thackeray y George Eliot y las otras grandes figuras de esa gran Inglaterra fueron comparables con Wellington en el tipo de cosas que hacían: realismo, el estudio con agudeza de las cosas del intelecto, que numerosos hombres en Francia, Alemania e Italia estaban haciendo, tanto o mejor que ellos. Pero Dickens estaba haciendo algo verdaderamente universal, algo que nadie sino un inglés podía hacer. Un testimonio de esto es el hecho de que Dickens y Byron sean los hombres que, como pináculos, saltan a la vista del continente. Tomaría mucho tiempo estudiar cada punto, pero solo toma un momento señalarlos. Nadie, sino un inglés, pudo haber llenado sus libros a la vez con una furiosa caricatura y con una amabilidad positivamente furiosa. En países más centrales, llenos de recuerdos crueles de cambios políticos, la caricatura resulta siempre inhumana. Nadie, sino un inglés, pudo haber descrito la democracia como un asunto de hombres libres y, sin embargo, cómicos. En otros lugares, donde la causa de la democracia ha sido objeto de amargos combates, se siente que a menos que describas a una persona de manera digna lo estás describiendo como un esclavo. Esta es la única y final grandeza de un hombre: que hace por todo el mundo lo que todo el mundo no puede hacer por sí mismo. Creo que Dickens lo hizo.
La hora de la absenta ha concluido. Ya no debemos preocuparnos por los pequeños artistas a quienes Dickens les parecía demasiado sano para sus penas y demasiado limpio para sus deleites. Pero el camino será largo, antes de regresar a lo que Dickens significaba. El viaje será a través de un camino tortuoso, lleno de curvas, como los que Mr. Pickwick recorría. Pero esto, al menos, es parte de lo que Dickens quiso decir: que la camaradería y la verdadera dicha no son interludios en nuestro camino; sino que nuestros caminos son interludios en la camaradería y en la dicha, que a través de Dios ha de durar para siempre. El hospedaje no apunta hacia el camino; el camino apunta hacia el hospedaje. Y todos los caminos apuntan en últimas al último de los hospedajes, donde encontraremos a Dickens y a todos sus personajes; y cuando volvamos a beber será de los grandiosos jarros de la taberna que se encuentra al final del mundo.

De Charles Dickens (1906)







Sunday, August 19, 2018

La ficción y la aristocracia



En cierto sentido, es más valioso leer mala literatura que buena literatura.  La buena literatura puede hablarnos de la mente de un hombre; pero la mala literatura puede hablarnos de la mente de muchos hombres. Una buena novela nos dice la verdad sobre su héroe; pero una mala novela nos dice la verdad sobre su autor. Más que eso, nos dice la verdad sobre sus lectores y, curiosamente, es más reveladora cuando el motivo de su manufactura es más cínico e inmoral. Mientras más deshonesto sea un libro como libro, más honesto resulta como documento público. Una novela sincera exhibe la simplicidad de un solo hombre; una novela insincera exhibe la simplicidad de la humanidad. Las decisiones ampulosas y los acomodamientos del hombre pueden hallarse en pergaminos y libros de estatutos y escrituras sagradas; pero las creencias más básicas y las energías más inagotables de  los hombres se encuentran en las novelas baratas. Un hombre no podrá obtener de la buena literatura otra cosa que la capacidad de apreciar buena literatura. Pero de la mala literatura puede aprender a gobernar imperios y a vislumbrar el mapa de la humanidad.
Hay un ejemplo muy interesante de este caso en que la literatura más débil es más fuerte y la más fuerte es más débil. Me refiero a lo que puede llamarse, para dar una descripción aproximada, la literatura de la aristocracia; o, si se prefiere, la literatura del esnobismo. Si alguien quiere encontrar un caso de aristocracia de veras efectivo y comprensible y declarado con sinceridad, puede leer, no la filosofía de los conservadores modernos, ni siquiera a Nietzsche, sino las noveletas de Bow Bell. En el caso de Nietzsche confieso tener mis dudas. Nietzsche y las noveletas de Bow Bell tienen obviamente el mismo carácter fundamental: ambas veneran al hombre alto, de mostacho ensortijado y poder corporal hercúleo, y ambas lo veneran en una forma algo femenina e histérica. Pero la noveleta mantiene su superioridad moral, porque le atribuye al hombre fuerte las virtudes que suelen pertenecerle, tales como la pereza y la amabilidad y una benevolencia algo inquieta y mucho disgusto ante la idea de lastimar a los débiles. Nietzsche, por otra parte, le atribuye al hombre fuerte ese desprecio por la debilidad que sólo existe entre los débiles. Pero mi asunto aquí no son los méritos secundarios del filósofo alemán, sino los méritos principales de Bow Bell. Ese retrato de la aristocracia en la noveleta popular sentimental me parece muy satisfactorio como una guía política y filosófica. Puede no ser muy precisa en los detalles sobre cómo debe hablarse de una baronesa o la amplitud de un abismo entre montañas que un barón puede saltar, pero no es una mala descripción de la idea general y de la intención de la aristocracia tal como existe en los asuntos humanos. El sueño esencial de la aristocracia es de magnificencia y valor; y, si el suplemento del periódico Family Herald a veces distorsiona o exagera estas cosas, al menos no se queda corto en ellas. Nunca comete el error de hacer que el espacio entre las montañas sea estrecho o que el título de la baronesa no sea lo suficientemente expresivo. Pero, por sobre esta vieja, sana y confiable literatura del esnobismo, se ha erigido en nuestro tiempo otro tipo de literatura que, con sus pretensiones  mucho más altas, me parece que merece mucho menos respeto. Incidentalmente (si es que importa), se trata de una mejor literatura. Pero es incalculablemente peor filosofía, incalculablemente peor ética y política, incalculablemente peor representación vital de la aristocracia y de la humanidad. En esos libros sobre los que ahora quiero hablar podemos conocer lo que un hombre inteligente puede hacer con la idea de aristocracia. Con el suplemento del Family Herald Supplement, en cambio, podemos descubrir lo que la idea de aristocracia puede hacer con un hombre que no es inteligente. Y, cuando conocemos eso, conocemos la historia de Inglaterra.
Esta nueva ficción aristocrática debe haber llamado la atención de todo aquel que ha leído lo mejor de los últimos quince años. Es la pretendida o genuina literatura de los inteligentes, que representa a ese grupo como distinguido, no solo por la inteligencia en el vestir, sino también por la inteligencia de su hablar. Al mal barón, al buen barón, al barón romántico e incomprendido que se supone que sea un mal barón, esta escuela ha sumado algo que nadie habría soñado en años anteriores: la idea de un barón entretenido. Ahora el aristócrata no solo ha de ser más alto que el resto de los mortales y más fuerte y más guapo, ahora también es más ingenioso. Es el hombre largo de cortos epigramas. Muchos escritores modernos de eminencia merecida deben aceptar que tienen alguna responsabilidad en haber apoyado esta forma del esnobismo que es mucho peor: el esnobismo intelectual. El talentoso autor de Dodo es responsable de haber creado esa moda como tal. El señor Hichens, en Green Carnation, reafirmó esa extraña idea de que los jóvenes nobles hablan bien; aunque su caso tiene una vago sustento y, en consecuencia, una excusa. La señora Craigie tiene una culpa considerable en el asunto, aunque –o mejor, porque–ha combinado la nota aristocrática con una nota de alguna sinceridad moral e incluso religiosa. Cuando estás salvando el alma de un hombre, incluso en una novela, es indecente mencionar que se trata de un caballero. Tampoco puede ser eximido por completo de culpa un hombre de mucha mayor habilidad, que ha dado muestra de poseer el más alto instinto humano, el instinto romántico: me refiero al señor Anthony Hope. En un melodrama galopante e imposible como The Prisoner of Zenda, la sangre real alienta una excelente trama o tema.  Pero la sangre de los reyes no es algo que deba tomarse en serio. Y cuando, por ejemplo, el señor Hope dedica un estudio tan serio y empático a un hombre que durante toda su infancia no pensó en otra cosa que en una tonta propiedad, sentimos incluso en el señor Hope el indicio de una preocupación excesiva por la idea oligárquica. Es difícil para cualquier persona del común sentir tanto interés por un joven cuyo único interés es poseer la casa de Blent, cuando cualquier otro muchacho es dueño de las estrellas.
El señor Hope, sin embargo, es un caso muy moderado, y en él no solo hay un elemento de romance, sino también un fino elemento de ironía que nos advierte contra la idea de tomar muy en serio toda esa elegancia. Por sobre todo, muestra buen juicio en el hecho de que no hace que su noble esté increíblemente equipado con un habla espontanea e ingeniosa. Este hábito de insistir en el ingenio de las clases adineradas es el más servil de todos los servilismos. Es, como ya he dicho, incalculablemente más despreciable que el esnobismo de la noveleta que describe al noble sonriendo como un Apolo o cabalgando un elefante enfurecido. Estas pueden ser exageraciones de belleza o coraje, pero la belleza y el coraje son los ideales inconscientes de los aristócratas, incluso de los aristócratas estúpidos.
Es posible que el noble de la noveleta haya sido trazado sin prestar atención cercana y detallada a los hábitos diarios de la nobleza. Pero es algo más importante que una realidad: es un ideal práctico. Es posible que el caballero de la ficción no sea una copia del caballero de la vida real; pero el caballero de la realidad está copiando al de la ficción. Puede no ser muy atractivo, pero preferiría ser atractivo a cualquier otra cosa. Puede no haber montado en un elefante enfurecido, pero se aleja en un pony lo más lejos posible con el aire de que haber hecho la otra hazaña. Y, sobre todo, la clase alta no solo desea estas cualidades de belleza y coraje, sino que en cierto grado, y en todo caso, las posee. Así que no hay nada de malicioso o servil en la literatura popular que hace que todos los marqueses midan dos metros de alto. Es esnob, pero no es servil. Su exageración se basa en una admiración honesta y exuberante, basada en algo que se encuentra allí en alguna medida. La clase baja inglesa no le teme en lo más mínimo a la clase alta inglesa; nadie podría temerle. Solo la venera, de manera simple y libre y sentimental. La fuerza de la aristocracia no se encuentra para nada en ella misma; se encuentra en los tugurios. No está en la Casa de los Lords; no está en la oficina de Servicio Civil; no está en las oficinas de gobierno; no está ni siquiera en el enorme y desproporcionado monopolio de las tierras de Inglaterra. Está en cierto espíritu. Está en el hecho de que cuando un obrero quiere elogiar a un hombre, de inmediato le viene a la boca decir que se ha comportado como un caballero. Desde una perspectiva democrática, podría haber dicho que se ha comportado como un vizconde. El carácter democrático de la comunidad inglesa contemporánea no se apoya, como el de muchas oligarquías, en la crueldad de los ricos hacia los pobres. Ni siquiera se apoya en la amabilidad de los ricos hacia los pobres. Se apoya en la eterna y constante amabilidad de los pobres hacia los ricos.
El esnobismo de la mala literatura no es, por lo tanto, servil; pero el esnobismo de la buena literatura sí lo es. El romance barato y anticuado donde la duquesa brilla cubierta de diamantes no es servil; pero el nuevo romance, donde la aristocracia brilla con apuntes ingeniosos, es servil. Porque, cuando les atribuimos a las clases altas un intelecto especial y un poder de conversación y controversia, les atribuimos una virtud que no es exclusiva de ellos y que ni siquiera aspiran a tener. En palabras de Disraeli (quien, siendo un genio y no un caballero, tiene tal vez que responder por introducir este método de adulación a la aristocracia), estamos desarrollando la función esencial de la adulación, que consiste en elogiar a la gente por las virtudes que no tiene. El elogio puede ser gigantesco y demencial sin tener nada de adulación, siempre y cuando sea un elogio de algo cuya existencia es notoria. Un hombre puede decir que la cabeza de una jirafa se tropieza con las estrellas o que una ballena ocupa todo el océano germánico, y estar solo un poco exaltado en relación con su animal favorito. Pero, cuando empieza a felicitar a la jirafa por sus plumas y a la ballena por la elegancia de sus piernas, nos enfrentamos a ese elemento social que se denomina adulación. Los niveles medio y bajo de Londres pueden, con sinceridad –aunque tal vez no con seguridad–, admirar la salud y la elegancia de la aristocracia inglesa. Esto por la simple razón de que los aristócratas son, en general, más saludables y tienen más elegancia que los pobres. Pero no pueden admirar con honestidad el ingenio de los aristócratas. Por la simple razón de que los aristócratas no son más ingeniosos que los pobres. En gran medida, son mucho menos ingeniosos. Un hombre no oye, como ocurre en las novelas inteligentes, que los diplomáticos estén dejando caer todo el tiempo las joyas de su ingenio. Donde de veras se escucha eso es entre dos conductores de ómnibus, en alguna calle de Holborn. El tipo ingenioso cuyas observaciones espontáneas llenan los libros de la  señora Craigie o de la señorita Fowler quedaría hecho pedazos en el arte de la conversación con el primer lustrabotas con quien tuviera el infortunio de entrar en conflicto. Los pobres solo son sentimentales, y lo son de una manera muy excusable, si elogian a un hombre por ser rápido en extender la mano y el dinero. Pero serían esclavos y serviles si lo elogiaran por su agilidad verbal Porque, de eso, ellos tienen mucho más.
Creo que el sentimiento oligárquico en estas novelas tiene un aspecto más sutil y, por lo tanto, más difícil y más digno de entender. El caballero moderno, en especial el caballero inglés moderno, se ha vuelto tan central e importante en estos libros, y a través de ellos en toda nuestra literatura y nuestro modo de pensar contemporáneo, que ciertas cualidades suyas, ya sea originales o recientes, esenciales o accidentales, han alterado la calidad de nuestra comedia inglesa. En particular, el ideal estoico, que de manera absurda se considera inglés, ha llegado a enfriarnos y endurecernos. Ese no es un ideal inglés; pero, en cierta medida, es el ideal aristocrático; o puede ser el ideal de la aristocracia en su otoño y decadencia. El caballero es un estoico porque es una especie de salvaje, porque lo llena un miedo elemental a que algún extraño pueda hablarle. Es por eso que un vagón de tercera clase es una comunidad, mientras que un vagón de primera clase es un lugar de hermitaños salvajes.
La inquietante ineficiencia que recorre la mayor parte de la ficción epigramática, de moda en los últimos ocho o diez años, en trabajos de ingenio real y variable como Dodo o Concerning Isabel Carnaby o incluso Some Emotions and a Moral, puede ser expresado de distintas maneras, pero en últimas significa lo mismo. Esta nueva frivolidad es inadecuada porque en ella no hay un fuerte sentido de alegría inexpresada. Los hombres y mujeres que intercambian ocurrencias pueden no solo odiarse entre ellos, sino que también pueden odiarse a sí mismos. Cualquiera de ellos puede caer en la bancarrota ese mismo día o ser sentenciado a morir de un disparo al día siguiente. Están bromeando, no porque sean felices, sino porque no lo son; su boca habla desde el vacío de su corazón. Incluso cuando dicen cosas sin sentido, se trata de un cuidadoso sinsentido: un sinsentido que usan de manera económica o, para usar la perfecta expresión de W. S. Gilbert in Patience, es un “sinsentido precioso". Incluso cuando están un poco mareados su corazón no puede aligerarse. Todo el que haya leído algo del racionalismo de los modernos sabe que su razón es una cosa triste. Pero incluso su sinrazón es triste.
No es muy difícil señalar las causas de esta incapacidad. La principal, por supuesto, es ese miedo miserable a ser sentimentales, que es el más perverso de todos los terrores modernos: incluso más perverso que el terror que produce la higiene. Por todas partes, el humor robusto y estruendoso ha provenido de los hombres capaces no solo de sentimentalismo, sino de un sentimentalismo tonto. Nunca  ha habido un humor más robusto y estruendoso que el humor del sentimental Steele o el del sentimental Sterne o el del sentimental Dickens. Estas criaturas que lloraron como mujeres fueron los hombres que rieron como hombres. Es cierto que el humor de Micawber es buena literatura y que el patetismo de la pequeña Nell es malo. Pero el tipo de hombre que tiene el valor de escribir así de mal en un caso es el tipo de hombre que tendrá el coraje de escribir así de bien en el otro. La misma inconsciencia, la misma violenta inocencia, la misma acción a escala gigantesca que le proporcionó al Napoleón de la comedia su batalla de Jena, le proporcionó también su Moscú. Y aquí se muestran las limitaciones frígidas y enclenques de nuestros ingeniosos modernos. Hacen esfuerzos violentos, hacen esfuerzos heroicos y casi patéticos, pero no pueden escribir mal. Hay momentos en los que casi pensamos que han logrado el efecto, pero nuestra esperanza se reduce a nada cuando comparamos sus pequeños fracasos con las enormes imbecilidades de Byron o de Shakespeare.
Para que estalle una risa vigorosa es preciso haber tocado el corazón. No sé por qué tocar el corazón siempre tenga que estar asociado de manera exclusiva con tocarlo con compasión o aflicción. El corazón también pude tocarse con dicha y con triunfo; el corazón también puede ser tocado con goce. Pero todos nuestros comediantes son comediantes trágicos. Estos escritores que recientemente están de moda son tan pesimistas hasta la médula de los huesos que nunca parecen capaces de imaginar que el corazón tenga algo que ver con la alegría. Cuando hablan del corazón, siempre se refieren a los dolores y desencantos de la vida emocional. Cuando dicen que un hombre tiene el corazón bien puesto, quieren decir –al parecer– que lo tiene en los zapatos. Nuestras sociedades éticas entienden el compañerismo, pero no entienden el buen compañerismo. Del mismo modo, nuestros ingeniosos entienden la conversación, pero no lo que Dr. Johnson llamaba una buena conversación. Para poder tener, como Dr. Johnson, una buena conversación, es absolutamente necesario ser, como Dr. Johnson, un buen hombre: tener sentido de la amistad, del honor y una ternura abismal. Sobre todo, es necesario ser abierta e indecentemente humanos, para confesar con plenitud los temores y penas de Adán. Johnson fue un hombre de humor y claridad mental, y por lo tanto no le importaba hablar con seriedad sobre religión. Johnson fue un hombre valiente, uno de los hombres más valientes que jamás ha habido, y por lo tanto no le importaba declararle a cualquiera su incontenible miedo a la muerte.
El ideal de reprimir los sentimientos puede ser lo que sea, menos un ideal inglés. Puede ser oriental, puede tener algún origen en Prusia, pero en esencia no viene de una fuente racial o nacional. Es, como he dicho, en cierto modo aristocrático; no viene de un pueblo, sino de una clase. Pienso que incluso la aristocracia no era tan estoica en los tiempos en que era de veras fuerte. Pero, ya sea que ese ideal carente de emociones sea la genuina tradición del caballero, o solo sea una invención de los modernos caballeros (que podemos llamar los caballeros en decadencia), en últimas sí tiene que ver con la falta de emociones que caracteriza estas novelas de sociedad. De representar a los aristócratas como personas que reprimen sus emociones, ha sido fácil llegar a representar a los aristócratas como personas que no tienen sentimientos para suprimir. De este modo, el oligarca moderno ha convertido en virtud la oligarquía de una dureza como la del diamante. Como un autor de sonetos dirigiéndose a su dama en el siglo 17, parece usar la palabra “frío” casi como un elogio, y la palabra “desalmado” como una especie de cumplido. Por supuesto que entre gente tan incurablemente amable e infantil, como lo es la aristocracia inglesa, sería imposible crear algo puede pudiera llamarse crueldad positiva; así que en estos libros exhiben una especie de crueldad negativa. No pueden ser crueles con sus actos, pero pueden serlo con sus palabras. Todo esto quiere decir una sola cosa: que el vivo y fortalecedor ideal de Inglaterra debe buscarse en las masas; debe buscarse donde Dickens lo encontró. Dickens, entre cuyas glorias se encuentra la de haber sido un humorista, un sentimental, un optimista, un hombre pobre, un inglés, pero cuya más grande gloria fue la de haber visto a toda la humanidad en su sorprendente exuberancia, ni siquiera notó la existencia de la aristocracia. La mayor gloria de Dickens fue que no pudo describir un caballero.

De Heretics (1905)