Henry y William James
Hace mucho
tiempo, cuando vivía en Rye, Sussex, tuve el honor de que me visitaran dos
hombres muy distinguidos; eran americanos, de hecho, eran hermanos; pero el
tipo de éxito de ambos parecía extrañamente diferente. Uno era Henry James, el
novelista, quien era mi vecino; el otro era William James, el filósofo, quien
acababa de cruzar el Atlántico y parecía tan casual y descomplicado como el mar.
De hecho había un fantástico contraste entre estos dos hombres: el primero tan
solemne con los detalles sociales que a menudo se consideran triviales; el otro
tan apasionado con temas abstractos que a menudo se consideran áridos. Henry
James hablaba sobre tostadas y tazas de
té como si fuera un fantasma familiar; mientras que William James hablaba del metabolismo
y de la involución de los valores con la actitud de un hombre que recuerda sus
conquistas amorosas a bordo de un trasatlántico. Pero, a pesar de que tengo
gran estima por ambos, no puedo dejar de pensar que hay algo en el contraste
entre ambos que revela una verdad sobre dos formas de hacer literatura.
Hace poco releía
uno de esos inteligentes estudios de Harvey Wickham sobre el pensamiento moderno;
incluido su estudio sobre William James. Pienso que el crítico era en esencia
justo con la filosofía, pero no era justo con el filósofo. Yo mismo no pienso
que el pragmatismo pueda alguna vez estar a la altura de la filosofía
permanente de la verdad y lo absoluto. Pero sí pienso que William James estuvo
a la altura como un excelente combatiente contra ese particular tipo de solemne
sinsentido que abunda en nuestro tiempo. Es posible que James solo haya servido
de manera indirecta a la causa de creer en las creencias. Pero hizo mucho por
la muy sana causa de descreer en la incredulidad. Pero ese no es mi punto principal. Me parece que en lo que William James fracasa,
fue justo aquello en lo que Henry James acertó: en hacer un esquema completo a
partir de sombras finas y casos dudosos. Ahora, eso puede hacerse con la novela,
porque a lo único que aspira es a ser excepcional. Pero no puede hacerse con la
filosofía, porque está obligada a afirmar su universalidad.
El pragmatismo fracasa
porque es un cosmos hecho de retazos. Pero las historias son mejores cuando están
hechas con retazos, en especial si son bien particulares. Recordando al azar
algunas de las historias de Henry James, había una sobre un joven inteligente
que de manera inexplicable se convirtió en una especie de mascota en la
residencia de una pareja sin brillo pero extremadamente rica. Aquello ocurrió no
porque fuera un snob o un arribista, sino porque lo conmovía de veras la
devoción y el delirio de la pareja por su hija muerta, a quien mantenían viva
en una especie de sueño en la vigilia, donde el joven desempeña el papel de su
enamorado. Es una historia contada de manera hermosa y delicada; y no parece
imposible. Ahora, si le aplicamos a esto cualquier filosofía moral que exista
en este mundo, por muy loca que sea, hay que evitar declarar como regla general
que los jóvenes deben usar a los viejos para vivir de gorra, que es preciso
alentar en la gente que imagine lo que no es y que este tipo de acuerdo es el
modelo del hogar ideal. Henry James no tiene la intención de justificar a los
seres humanos, tan solo de humanizarlos. Es a él, y no al filósofo, a quien le
corresponde lidiar con todo este conjunto de accidentes en que las cosas “funcionan
diferente en la práctica”. El error de William James fue que no puso su idea en
novelas, como lo hizo su hermano, donde ese tipo de oportunismo es apropiado. Con
esos accidentes y ese oportunismo trató de hacer un sistema cósmico, y el sistema
no resultó nada sistemático. La comparación contiene un leve indicio de que,
después de todo, los novelistas pueden
servir para algo.
The
Common Man, 1950
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