Thursday, May 10, 2018

En defensa del sinsentido






Hay dos maneras equivalentes y eternas de mirar a este nuestro mundo en la penumbra: podemos verlo como la penumbra antes de la noche o la penumbra antes del amanecer; podemos pensar en cualquier cosa, incluso una bellota en el suelo, como un descendiente o como un ancestro. Hay momentos en que nos sentimos casi aplastados, no tanto por la maldad como por la bondad de los seres humanos, cuando sentimos que no somos más que los herederos de un esplendor humillante. Pero hay otros momentos en que todo parece primitivo, cuando las antiquísimas estrellas son solo chispas que saltan de la fogata de un niño, cuando toda la tierra parece tan nueva y experimental que incluso los cabellos blancos de los viejos, como en la frase bíblica, son como almendros que florecen o como el espino que crece en el mes de mayo. Se admite con frecuencia que es bueno que el hombre se dé cuenta de que es el “heredero de todos los tiempos”. Menos popular, pero igual de importante, es que le conviene a veces darse cuenta no solo de que es un ancestro, sino un ancestro de antigüedad primigenia: es bueno que se pregunte si acaso no es un héroe, y que sienta ennoblecedoras dudas sobre si es o no un mito solar.
Los asuntos más frescos son los que evocan con mayor claridad este sentido de la perdurable infancia del mundo, pues son asuntos siempre abruptos e inventivos. Y, si nos preguntaran cuál es la mejor prueba de que este siglo diecinueve es juvenil y aventurero, podríamos decir –con todo respeto por sus ciencias y filosofías– que esa prueba se encuentra en los versos del señor Edward Lear y en la literatura del sinsentido. Por lo menos “El dong[1] de nariz luminosa” es tan original como el primer barco o el primer arado.
En cierto sentido es verdad que algunos de los más grandes escritores que el mundo ha conocido —Aristófanes, Rabelais y Sterne—han escrito sinsentido; pero, a menos que nos equivoquemos, ellos lo hicieron en un sentido muy distinto. Su sinsentido fue de carácter satírico —es decir, simbólico; fue como un rodeo travieso y exuberante alrededor de una verdad descubierta. Hay toda la diferencia del mundo  entre el instinto satírico que  ve en el mostacho del Emperador de Alemania algo típico suyo y lo dibuja cada vez más grande, y el instinto de sinsentido que, sin razón alguna, imagina como se vería ese mostacho en el Arzobispo de Canterbury si de manera distraída se lo dejara crecer. Me inclino a creer que ninguna otra época podría haber entendido que Quangle-Wangle no significa absolutamente nada, y que el país de los Jumblies no queda en ningún lado. Imaginamos que si el juicio a las sotas en Alicia en el país de las maravillas se hubiera publicado en el siglo 17 se le habría clasificado, junto con el Juicio a los fieles de Bunyan, como una parodia de la persecución del estado. Imaginamos que, si “El dong de nariz luminosa” hubiera aparecido en el mismo periodo, todo el mundo lo habría considerado una aburrida sátira contra Oliver Cromwell.
Es recomendable que citemos principalmente de las Rimas de sinsentido del señor Lear, quien para nosotros es en esencia el padre del sinsentido, superior a Lewis Carroll. Aunque Lewis Carroll tiene ventaja en un sentido. Sabemos cómo era la vida diaria de Carroll: era un profesor muy serio y convencional, universalmente respetado, pero bastante pedante y también algo ignorante. Así que su extraña doble vida, en el mundo y en los sueños, señala la idea que subyace en el reverso del sinsentido: la idea de escape hacia un mundo donde las cosas no están horriblemente fijas por el sentido de lo correcto, donde las manzanas crecen en perales y cualquier hombre que te encuentres puede tener tres piernas. Lewis Carroll, que vivía una vida en la que habría explotado de indignación contra alguien que pisara el césped y otra en la que alegremente diría que el sol es verde y la luna azul, tenía un pie en cada mundo –en razón de su misma naturaleza dividida– y era el tipo perfecto de la posición que hoy asume el sinsentido. Su país de las maravillas lo habitan matemáticos dementes. Sentimos que todo eso es un escape hacia un mundo como de baile de máscaras; sentimos que, si pudiéramos rasguñar el disfraz, descubriríamos que Humpty Dumpty y a la liebre de marzo son doctores de teología que se han tomado unas vacaciones mentales. Esta sensación de escape es menos enfática en Edward Lear, por su condición completa de ciudadano del mundo de la sinrazón. No conocemos su biografía prosaica, como conocemos la de Lewis Carroll. Lo aceptamos como una figura puramente fabulosa, en su propia definición de sí mismo:
His body is perfectly spherical,
    He weareth a runcible hat.
Mientras que el país de las maravillas de Carroll es puramente intelectual, Lear introduce un elemento muy diferente: el elemento de lo poético e incluso emocional. Carroll trabaja con la razón pura, pero este no es un contraste tan fuerte, porque después de todo la mayor parte de la humanidad siempre ha considerado que la razón tiene algo de chiste. Lear presenta sus palabras sin significado y sus criaturas sin forma, pero no con la pompa de la razón sino con un preludio romántico de ricos tonos y ritmos fascinantes.
Far and few, far and few,
    Are the lands where the Jumblies live
Es un tipo de poesía diferente por completo al que exhibe el “Jabberwocky”. Carroll, con un sentido de pulcritud matemática, hace de su poema un mosaico de palabras nuevas y misteriosas. Pero Edward Lear, con una desfachatez más sutil y plácida, siempre está presentando retazos de su dialecto de duendes en medio de declaraciones simples y racionales, hasta el punto en que casi nos aturde para que admitamos que sabemos lo que significan. Hay un tintineo genial de sinsentido en líneas como esta:
For his aunt Jobiska said "Every one knows
    That a Pobble is better without his toes”
Esto está fuera del alcance de Carroll. El poeta parece estar tan cómodo en su asunto que casi nos obliga a simular que entendemos lo que quiere decir, que conocemos las dificultades de un Pobble, que somos viajeros tan antiguos de las praderas de Gromboolia como él mismo lo es.
Nuestra afirmación de que el sinsentido es una nueva literatura (podríamos decir: un nuevo sentido) sería insostenible si el sinsentido sólo fuera una simple moda estética. Nada que sea artístico de manera  sublime ha surgido del simple arte, del mismo modo que nada razonable en esencia ha surgido de la razón pura. Siempre debe haber un rico suelo moral para cualquier gran crecimiento estético. El principio de arte por el arte es un buen principio si significa que hay una distinción vital entre la tierra y el árbol que tiene sus raíces en la tierra; pero es un mal principio si significa que el árbol  podría crecer también con sus raíces en el aire. Toda gran literatura siempre ha sido alegórica —alegórica de alguna perspectiva del universo. La Ilíada es grandiosa porque la vida es una batalla, la Odisea porque la vida es un viaje, El libro de Job porque la vida es una adivinanza. Hay una actitud desde la que pensamos que toda la existencia se resume con la palabra “fantasma”; otra desde la que pensamos que se resume, en cierto modo, con las palabras Sueño de una noche de verano. Incluso los melodramas e historias de detectives más vulgares puede ser buenos si expresan algo del deleite con las posibilidades siniestras: un saludable anhelo de oscuridad y terror que puede asaltarnos cualquier noche en un callejón oscuro. Por lo tanto, si el sinsentido ha de ser de veras la literatura del futuro, deberá poder ofrecernos su propia versión del cosmos; el mundo deberá ser no sólo trágico, romántico y religioso, también deberá ser un mundo de sinsentido. Y aquí es donde imaginamos que el sinsentido, de manera muy inesperada, viene en ayuda de la visión espiritual de las cosas. La religión ha intentado por siglos que los hombres se regocijen con las “maravillas” de la creación, pero ha olvidado que una cosa no puede ser maravillosa por completo mientras siga siendo sensata. Mientras sigamos viendo un árbol como algo obvio y mientras nos resulte natural y razonable una jirafa que come, no podremos maravillarnos con ellos. Solo cuando lo consideramos como una ola prodigiosa del suelo vivo, que se eleva a los cielos sin razón para hacerlo, es cuando nos quitamos el sombrero llenos de reverencia frente al árbol, ante la sorpresa del jardinero que mantiene el parque. De hecho, cada cosa tiene una cara oculta, como la luna, patrona del sinsentido. Visto desde ese otro lado, un pájaro es una flor que se ha escapado de la prisión de la rama, un hombre es un cuadrúpedo que implora mientras se para en sus patas traseras,  una casa es un sombrero gigantesco que protege del sol, una silla es un aparato con cuatro patas de madera para un lisiado que sólo tiene dos.
Este es el lado de las cosas que se orienta con más certeza hacia el asombro espiritual. Es significativo que en el Libro de Job –el mejor poema religioso que existe– el retrato de la ordenada bondad de la creación (como lo representa el religionismo tradicional del siglo 18) no sea el argumento que convence al que no cree, sino el retrato de su enorme e indescifrable sinrazón. “¿Has enviado tú la lluvia sobre el desierto donde no hay ningún hombre?” Esta simple sensación de maravilla con la forma de las cosas, y con su exuberante independencia frente a nuestros criterios intelectuales y nuestras definiciones triviales, es la base de la espiritualidad, del mismo modo que es la base del sinsentido. Sinsentido y fe (por extraña que parezca  esta conjunción) son las dos afirmaciones simbólicas supremas de una verdad: que extraer el alma de las cosas con un silogismo es tan imposible como extraer con un anzuelo un Leviathan. La persona de buenas intenciones que, estudiando solo el aspecto lógico de las cosas, ha concluido que “la fe es un sinsentido”, no se da cuenta de lo cierto que es eso que está diciendo; pero tal vez después regrese a él bajo la forma de que el sinsentido es fe.
De The Defendant , 1901



[1] Inventada por Lear, la palabra “dong” ha pasado a designar casi de manera exclusiva el órgano sexual masculino.

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