Hay
dos maneras equivalentes y eternas de mirar a este nuestro mundo en la penumbra:
podemos verlo como la penumbra antes de la noche o la penumbra antes del
amanecer; podemos pensar en cualquier cosa, incluso una bellota en el suelo,
como un descendiente o como un ancestro. Hay momentos en que nos sentimos casi
aplastados, no tanto por la maldad como por la bondad de los seres humanos,
cuando sentimos que no somos más que los herederos de un esplendor humillante.
Pero hay otros momentos en que todo parece primitivo, cuando las antiquísimas
estrellas son solo chispas que saltan de la fogata de un niño, cuando toda la
tierra parece tan nueva y experimental que incluso los cabellos blancos de los
viejos, como en la frase bíblica, son como almendros que florecen o como el
espino que crece en el mes de mayo. Se admite con frecuencia que es bueno que
el hombre se dé cuenta de que es el “heredero de todos los tiempos”. Menos
popular, pero igual de importante, es que le conviene a veces darse cuenta no solo
de que es un ancestro, sino un ancestro de antigüedad primigenia: es bueno que
se pregunte si acaso no es un héroe, y que sienta ennoblecedoras dudas sobre si
es o no un mito solar.
Los
asuntos más frescos son los que evocan con mayor claridad este sentido de la
perdurable infancia del mundo, pues son asuntos siempre abruptos e inventivos. Y,
si nos preguntaran cuál es la mejor prueba de que este siglo diecinueve es juvenil
y aventurero, podríamos decir –con todo respeto por sus ciencias y filosofías–
que esa prueba se encuentra en los versos del señor Edward Lear y en la
literatura del sinsentido. Por lo menos “El dong[1] de nariz luminosa”
es tan original como el primer barco o el primer arado.
En
cierto sentido es verdad que algunos de los más grandes escritores que el mundo
ha conocido —Aristófanes, Rabelais y Sterne—han escrito sinsentido; pero, a
menos que nos equivoquemos, ellos lo hicieron en un sentido muy distinto. Su
sinsentido fue de carácter satírico —es decir, simbólico; fue como un rodeo
travieso y exuberante alrededor de una verdad descubierta. Hay toda la
diferencia del mundo entre el instinto
satírico que ve en el mostacho del Emperador
de Alemania algo típico suyo y lo dibuja cada vez más grande, y el instinto de
sinsentido que, sin razón alguna, imagina como se vería ese mostacho en el Arzobispo
de Canterbury si de manera distraída se lo dejara crecer. Me inclino a creer
que ninguna otra época podría haber entendido que Quangle-Wangle no significa
absolutamente nada, y que el país de los Jumblies no queda en ningún lado. Imaginamos
que si el juicio a las sotas en Alicia en
el país de las maravillas se hubiera publicado en el siglo 17 se le habría
clasificado, junto con el Juicio a los
fieles de Bunyan, como una parodia de la persecución del estado. Imaginamos
que, si “El dong de nariz luminosa”
hubiera aparecido en el mismo periodo, todo el mundo lo habría considerado una
aburrida sátira contra Oliver Cromwell.
Es recomendable
que citemos principalmente de las Rimas
de sinsentido del señor Lear, quien para nosotros es en esencia el padre
del sinsentido, superior a Lewis Carroll. Aunque Lewis Carroll tiene
ventaja en un sentido. Sabemos
cómo era la vida diaria de Carroll: era un profesor muy serio y convencional,
universalmente respetado, pero bastante pedante y también algo ignorante. Así
que su extraña doble vida, en el mundo y en los sueños, señala la idea que
subyace en el reverso del sinsentido: la idea de escape hacia un
mundo donde las cosas no están horriblemente fijas por el sentido de lo correcto,
donde las manzanas crecen en perales y cualquier hombre que te encuentres puede
tener tres piernas. Lewis Carroll, que vivía una vida en la que habría
explotado de indignación contra alguien que pisara el césped y otra en la que alegremente
diría que el sol es verde y la luna azul, tenía un pie en cada mundo –en razón
de su misma naturaleza dividida– y era el tipo perfecto de la posición que hoy
asume el sinsentido. Su país de las maravillas
lo habitan matemáticos dementes. Sentimos
que todo eso es un escape hacia un mundo como de baile de máscaras; sentimos
que, si pudiéramos rasguñar el disfraz, descubriríamos que Humpty Dumpty y a la
liebre de marzo son doctores de teología que se han tomado unas vacaciones
mentales. Esta sensación de escape es menos enfática en Edward Lear, por su
condición completa de ciudadano del mundo de la sinrazón. No conocemos su
biografía prosaica, como conocemos la de Lewis Carroll. Lo aceptamos como una
figura puramente fabulosa, en su propia definición de sí mismo:
Mientras
que el país de las maravillas de Carroll es puramente intelectual, Lear
introduce un elemento muy diferente: el elemento de lo poético e incluso
emocional. Carroll trabaja con la razón pura, pero este no es un contraste tan
fuerte, porque después de todo la mayor parte de la humanidad siempre ha
considerado que la razón tiene algo de chiste. Lear presenta sus palabras sin
significado y sus criaturas sin forma, pero no con la pompa de la razón sino
con un preludio romántico de ricos tonos y ritmos fascinantes.
Far and few, far and few,
Are the lands where the Jumblies live
Are the lands where the Jumblies live
Es un
tipo de poesía diferente por completo al que exhibe el “Jabberwocky”. Carroll, con
un sentido de pulcritud matemática, hace de su poema un mosaico de palabras
nuevas y misteriosas. Pero Edward Lear, con una desfachatez más sutil y plácida,
siempre está presentando retazos de su dialecto de duendes en medio de
declaraciones simples y racionales, hasta el punto
en que casi nos aturde para que admitamos que sabemos lo que significan. Hay un
tintineo genial de sinsentido en líneas como esta:
For his aunt Jobiska said
"Every one knows
That a Pobble is better without his toes”
That a Pobble is better without his toes”
Esto está fuera del alcance de Carroll. El poeta parece estar tan cómodo
en su asunto que casi nos obliga a simular que entendemos lo que quiere decir, que
conocemos las dificultades de un Pobble, que somos viajeros tan antiguos de las
praderas de Gromboolia como él mismo lo es.
Nuestra
afirmación de que el sinsentido es una nueva literatura (podríamos decir: un nuevo
sentido) sería insostenible si el sinsentido sólo fuera una simple moda
estética. Nada que sea artístico de manera sublime ha surgido del simple arte, del mismo
modo que nada razonable en esencia ha surgido de la razón pura. Siempre debe
haber un rico suelo moral para cualquier gran crecimiento estético. El
principio de arte por el arte es
un buen principio si significa que hay una distinción vital entre la tierra y
el árbol que tiene sus raíces en la tierra; pero es un mal principio si
significa que el árbol podría crecer
también con sus raíces en el aire. Toda gran literatura siempre ha sido
alegórica —alegórica de alguna perspectiva del universo. La Ilíada es grandiosa porque la vida es
una batalla, la Odisea porque la vida
es un viaje, El libro de Job porque
la vida es una adivinanza. Hay una actitud desde la que pensamos que toda la
existencia se resume con la palabra “fantasma”; otra desde
la que pensamos que se resume, en cierto modo, con las palabras Sueño de una noche de verano. Incluso los melodramas e historias de
detectives más vulgares puede ser buenos si expresan algo del deleite con las
posibilidades siniestras: un saludable anhelo de oscuridad y terror que puede
asaltarnos cualquier noche en un callejón oscuro. Por lo tanto, si el
sinsentido ha de ser de veras la literatura del futuro, deberá poder ofrecernos
su propia versión del cosmos; el mundo deberá ser no sólo trágico, romántico y
religioso, también deberá ser un mundo de sinsentido. Y aquí es donde imaginamos
que el sinsentido, de manera muy inesperada, viene en ayuda de la visión espiritual
de las cosas. La religión ha intentado por siglos que los hombres se regocijen
con las “maravillas” de la creación, pero ha olvidado que una cosa no puede ser
maravillosa por completo mientras siga siendo sensata. Mientras sigamos viendo un
árbol como algo obvio y mientras nos resulte natural y razonable una jirafa que
come, no podremos maravillarnos con ellos. Solo cuando lo consideramos como una
ola prodigiosa del suelo vivo, que se eleva a los cielos sin razón para
hacerlo, es cuando nos quitamos el sombrero llenos de reverencia frente al
árbol, ante la sorpresa del jardinero que mantiene el parque. De hecho, cada
cosa tiene una cara oculta, como la luna, patrona del sinsentido. Visto desde
ese otro lado, un pájaro es una flor que se ha escapado de la prisión de la rama,
un hombre es un cuadrúpedo que implora mientras se para en sus patas traseras, una casa es un sombrero gigantesco que
protege del sol, una silla es un aparato con cuatro patas de madera para un
lisiado que sólo tiene dos.
Este
es el lado de las cosas que se orienta con más certeza hacia el asombro
espiritual. Es significativo que en el Libro
de Job –el mejor poema religioso que existe– el retrato de la ordenada
bondad de la creación (como lo representa el religionismo tradicional del siglo
18) no sea el argumento que convence al que no cree, sino el retrato de su
enorme e indescifrable sinrazón. “¿Has enviado tú la lluvia sobre el desierto
donde no hay ningún hombre?” Esta simple sensación de maravilla con la forma de
las cosas, y con su exuberante independencia frente a nuestros criterios
intelectuales y nuestras definiciones triviales, es la base de la
espiritualidad, del mismo modo que es la base del sinsentido. Sinsentido y fe (por
extraña que parezca esta conjunción) son
las dos afirmaciones simbólicas supremas de una verdad: que extraer el alma de
las cosas con un silogismo es tan imposible como extraer con un anzuelo un Leviathan.
La persona de buenas intenciones que, estudiando solo el aspecto lógico de las
cosas, ha concluido que “la fe es un
sinsentido”, no se da cuenta de lo cierto que es eso que está diciendo; pero tal vez
después regrese a él bajo la forma de que el sinsentido es fe.
De The
Defendant , 1901
[1] Inventada por Lear, la palabra “dong” ha
pasado a designar casi de manera exclusiva el órgano sexual masculino.
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