Friday, March 24, 2017

El significado de los sueños



En los inicios de la época Victoriana, cuando el racionalismo estaba en su apogeo y todavía conservaba algunos trazos de racionalidad, a menudo se asociaban los sueños con la religión. En aquel tiempo, el divertido escéptico proclamaba con orgullo que en su mayor parte el origen de las imponentes iglesias y las creencias notables podía encontrarse en algo tan obvio e insignificante como los sueños. Hoy en día podemos preguntarnos si ese origen podría estar en algo más misterioso y sublime. Porque lo cierto es que siempre habrá religión mientras ciertos hechos primigenios de la vida sigan siendo misteriosos y, por lo tanto, religiosos. Cosas como el nacimiento o la muerte o los sueños son tan impenetrables y sugestivos que pedirles a los hombres que los dejen de lado, y que renuncien a tener esperanzas o teorías sobre ellos, es como pedirles que no miren un cometa o no traten de hallarle la respuesta a una adivinanza. Las hipótesis humanas han merodeado, y seguirán merodeando, en torno a estos elementales jeroglíficos. Incluso en un imperio de ateos, un hombre muerto es sagrado.  El cementerio, como un campo embaldosado, nos entrega cosecha tras cosecha de creencias y de mitologías. Si adoptamos la muy común teoría moderna de que la historia del hombre comenzó con El origen del hombre, es posible que consigamos tomar esa tendencia como una superstición. Pero, si miramos con detenimiento y lucidez la historia de la humanidad, llegaremos a la conclusión de que nada es tan rotundamente natural como lo sobrenatural.

Esta condición sagrada, como he dicho, se le atribuye en todas partes al hombre muerto. Resulta extraño y divertido que los materialistas, para quienes la muerte no hace otra cosa que transformar en desecho a un tipo como ellos, sólo muestran reverencia por el tipo cuando se ha vuelto un desecho. Ahora bien, por obra de un certero paralelo, un paralelo consagrado por la antigua expresión griega sobre la Muerte y su hermano, los hombres han llegado por lo general a esta conclusión: que al menos una porción de lo sagrado del muerto también le corresponde al hombre dormido. No deja de tener su sentido. El mayor acto de fe que un hombre puede ejecutar es aquel que ejecuta cada noche. Abandonamos nuestra identidad, entregamos nuestro cuerpo y nuestra alma al caos y a la noche inmemorial. Disolvemos nuestra condición de criaturas, como en el fin del mundo: en un sentido práctico nos convertimos en muertos, con la cierta y segura esperanza de una gloriosa resurrección. Después de eso, es inútil que nos llamemos pesimistas cuando tenemos este tipo de confianza en las leyes de la naturaleza, cuando les permitimos montar una guardia omnipotente y poderosa junto a nuestra cuna. Es inútil que digamos que el mal es para nosotros el poder más elevado, cuando cada doce horas más o menos dejamos nuestro cuerpo y nuestra alma en manos de Dios sin pedirle garantías. Esta es la santidad esencial del sueño, y la razón profunda y suficiente por la que todas las tribus y edades han encontrado en él y en sus fenómenos una fuente de especulación religiosa.  En este trance súbito y sorprendente al que llamamos sueño nos vemos arrastrados sin voluntad y sin poder de decisión hacia paisajes prodigiosos, incidentes sensacionales y fragmentos de historias a medias descifrables. En todas las épocas los hombres han basado muchas de sus creencias y especulaciones en este hecho. Es posible decir con seguridad que serían unos tontos si no lo hubieran hecho.

Los sueños están llenos de cosas hermosas, felices y triunfales. Pero, del mismo modo que en la felicidad y la infelicidad, hay en ellos un elemento peculiar de frustración e inseguridad. Encontramos cosas maravillas en el mundo de los sueños –cosas a veces más preciosas y espléndidas que todo lo creado bajo el sol. Pero lo único que jamás encontramos en ellos es justo aquello que andamos buscando. A través de los sueños se mueve un hilo extraño y patético que viene del telar mismo de la vida. Los sueños, si se me permite expresarlo de este modo, son como la vida e incluso más que ella. Como la vida, los sueños están llenos de nobleza y de dicha, pero de una nobleza y una dicha incalculables y arbitrarias. En los sueños podemos sentir gratitud, pero nunca certezas.

Por supuesto, es imposible una observación precisa de los sueños, porque los sueños son funciones del alma humana y el alma humana es la única cosa que no podemos estudiar de manera apropiada, porque es al mismo tiempo lo que estudia y lo estudiado.  Podemos analizar un escarabajo mirándolo a través de un microscopio, pero es imposible analizar un escarabajo mirándolo a través de un escarabajo. Aunque en últimas encontrar la verdad sobre los sueños resulta tan imposible como la ciencia llamada psicología, es posible llegar a subrayar algunas leyes generales de ese mundo.

En mi opinión, uno de los elementos más extendidos y fundamentales en el mundo de los sueños es el divorcio entre la apariencia propia de una cosa y las emociones propias de otra. En la vida real nos asustan las víboras y nos decoramos con flores. En los sueños somos capaces de asustarnos con las flores y decorarnos con serpientes. En los sueños pensamos que las violetas son nauseabundas, las cloacas fragantes, los sapos hermosos, las estrellas feas, una calle con tres postes de alumbrado nos parece exquisita y una asta con un trozo de tela blanca nos parece horrible. Es un lugar común decir que atribuimos cualidades emocionales a las cosas que ocurren en los sueños. Una secuencia idiota de palabras nos parece la mejor poesía, una atropellada sucesión de eventos nos abruma con pasión indescriptible. Me parece que el punto verdadero es que todo eso lleva a la conclusión de que en los sueños se revela una verdad elemental, la esencia espiritual detrás de algo importante, pero no su forma material. Las fuerzas espirituales, allá en el mundo, se disfrazan bajo formas materiales. Una fuerza buena se disfraza detrás de una rosa que florece, una fuerza malvada asume la forma de un ataque de varicela. Pero en el mundo de la especulación subconsciente, donde los ornamentos superficiales son destrozados y sólo las cosas esenciales permanecen intactas, todo aparece alterado menos el sentido más profundo. Las fuerzas espirituales, en su festival nocturno, tienen, como los amantes en un día festivo, sombreros distintos.


Todas las extravagantes volteretas de los sueños están suficientemente representadas cuando se dice que ángeles y demonios han cambiado sombreros, o, para ser más precisos, han cambiado cabezas. En un sueño amamos la pestilencia y odiamos la luz del amanecer. En un sueño derrumbamos templos y adoramos el fango. La única explicación se encuentra en la idea de que hay algo místico e indefinido detrás de las cosas que amamos y odiamos, y que es lo que nos hace amarlas u odiarlas. Los metafísicos de la Edad Media, que eran más certeros de lo que se les concede hoy en día, tenían la teoría de que cada objeto tenía dos partes: sus accidentes y su sustancia. De este modo, un cerdo no sólo era gordo y de cuatro patas y gruñiente y perteneciente a un particular orden zoológico, y rosado y sagaz y absurdo –más allá de todo eso era un cerdo. Los sueños refuerzan de muchas maneras ese concepto; en un sueño, una cosa puede tener la sustancia de un cerdo, mientras retiene todas las cualidades externas de un bacalao hervido. Los doctores medievales, por supuesto, aplicaban este principio a la idea de la y Transubstanciación, cuando aseguraban que una cosa puede ser un pan en sus accidentes, mientras su sustancia es divina.  Sea o no razonable para un hombre despierto mostrar reverencia por una oblea, lo cierto es que un hombre dormido no sólo mostraría reverencia por una oblea, sino también por un par de botas, un costal de papas, o una pinta de aceite de castor. Todo depende del disfraz que el alto poder espiritual haya elegido para aparecérsele, la incógnita manera como el Rey ha decidido trasladarse.


The Daily News, 1901.

Friday, March 17, 2017

El espejo


Perdida en algún lado de las praderas del tiempo deambula una criatura diminuta que es la imagen de Dios, la que a su vez produjo en una escala todavía más pequeña una imagen de la creación. Al retrato pigmeo de Dios lo llamamos Hombre; a la pintura pigmea de la creación la llamamos Arte. Es un menosprecio de la función del hombre decir que sólo expresa su propia personalidad. Es cierto que un artista expresa su propia personalidad, pero sólo mediante el interés que tiene en otras personalidades: carniceros, panaderos y obispos –o incluso por su interés en impersonalidades, como el viento, la lluvia, la música o la metafísica. Su empresa (como alguien secundario pero divino) consiste en volver a hacer el mundo, ese el significado de todos los retratos y los edificios públicos. En todos los casos, como un dios, tiene que hacer un mundo; no basta con hacer ruido, como un animal o como un egoísta estético. Incluso si intenta pintar las cosas como son, inevitablemente las pintará como deben ser; pero esta tendencia debe ser inconsciente. Instintivamente humanizará el monstruo más inhumano y domesticará la más salvaje de las bestias salvajes. Su naturaleza lo llevará a entender a un caballo mejor que lo que un caballo se entiende a sí mismo, como fue el caso del emperador pagano. Su naturaleza hará que vea como augurios a pájaros y bestias, tal como lo hacían los augures paganos.
Esta tendencia estaba bien ilustrada en los tiempos antiguos, con el hábito de hacer de cada animal un símbolo arbitrario de alguna virtud humana. De ese modo, el león era magnanimidad, porque no atacaba a las vírgenes; aunque pocos de nosotros arrojaríamos doncellas a la jaula de los leones para probar esa teoría. De ese modo, el pelícano representaba la caridad; aunque a pocos de nosotros ese pájaro nos haya perdonado los pecados o eliminado nuestras deudas.
La primera historia natural fue sobrenatural, y el hombre hizo alegorías con los animales más que clasificarlos. Esta fue, sin duda, una versión extrema y equivocada de la mera imposición de la teoría del hombre sobre la naturaleza. Es por eso que la ciencia de la heráldica, con toda la lucidez de su lógica, lo sugestivo de su historia y su espléndido arte decorativo, se ha desmoronado con los años arrastrando consigo a la aristocracia. Pero fue la versión extrema de algo que debe limitar de manera permanente todo arte humano. Ninguno de nosotros puede de veras decir cuál es el valor de un pino para un pino, o el de un arenque para un arenque, o incluso el de un perro para un perro. Mucho menos puede alguno de nosotros decir el significado que tienen para esa impensable y encumbrada realidad que los hizo a todos ellos.
En todo arte humano, por muy imitativo que sea, se arrastra un elemento de creatividad humana. Cada caballo que un humano dibuja es parcialmente humano, como un centauro, y, por lo tanto, en cierto modo fabuloso. Cada pez que un hombre dibuje será en cierto modo humano, como una sirena, y por lo tanto en cierto modo legendario. Pero este toque místico sólo será auténtico si el hombre intenta trazar el contorno real de un pez o de un caballo.
Toda esta energía personal sólo es efectiva mientras parezca impersonal; en el momento en que el artista moderno abandona ese intento de delinear la realidad pierde el  poder sobre el romance. En una pintura poderosa, bien hecha, usted sólo verá el elefante a través de la atmósfera. Pero en algunas de las vagas y endebles pinturas modernas usted verá la atmósfera a través del elefante. Demasiadas veces el artista moderno se pierde a sí mismo mientras se busca; impone un yo ficticio sobre ese yo real que no piensa y que de otra manera se expresaría libremente. Se ha convertido en un individualista y ha dejado de ser un individuo. Es más, se ha enloquecido en el más aterrador y vívido sentido de la palabra locura. Se ha hecho consciente de su subconsciente.
Cuando el hombre rehace algo debe por lo tanto hacerlo siempre un poco a su propia imagen. Si decide tallar el más informe eslabón perdido, será un poco más humano que simio. Si delinea el rinoceronte más bebé o embrionario, puede que tenga (como se dice de los bebés) la nariz de su padre. Pero esos dispersos y esquivos rasgos humanos son lo más cerca que puede llegar a una completa representación de sí mismo. Lo único que a los artistas no se les debería permitir sería pintarse a sí mismos; mientras menos piense en esa persona tan común será mejor. Es cierto que Rembrandt se pintó a sí mismo varias veces, y Rembrandt fue un gran hombre. Pero como cada vez se pintó a sí mismo de manera totalmente diferente, no creo que le prestara mucha atención a su modelo. Asomarse al espejo es ciertamente una cosa poética y fascinante, como lo supo Lewis Caroll; pero no con el propósito de mirarse uno mismo. Uno mismo es un obstáculo irritante en esa puerta mágica. Alicia no miró en el espejo en busca de Alicia. Ella quería asomarse a través de esas extrañas puertas y saber más de esas extrañas ventanas, abiertas hacia ninguna parte en esa tierra brillante y silenciosa: ventanas que ciertamente son
Batientes mágicos que se abren a la espuma
De mares peligrosos en el triste país de las hadas
Mobiliario, perspectiva, salidas, ameritan que el artista se asome a un espejo. Porque tienen un aspecto raro, inconsciente y foráneo, como si fueran partes de ese otro mundo del que sólo a medias somos parte. Pero un artista nunca debe tratar de mirarse a sí mismo como el hombre en el espejo. Porque no importa la sutileza con que se asome o la presteza de su salto, nunca podrá tomar desprevenido al hombre en el espejo.

Muchos de nosotros, me temo, hemos encontrado las personalidades más fuertes en aquellos que no saben que la tienen. Las aguas que corren hacia arriba corren hacia afuera y se derraman por toda la tierra. Sólo las aguas que se hunden giran hacia su propio centro en la espiral del remolino. Y sin embargo las aguas más peligrosas de todas, más que el remolino o la marea, son las aguas que permanecen detenidas y reflejan por un momento el rostro del hombre.

Daily News, 1906.

Las convenciones y el héroe


Las convenciones y el héroe

Por Gilbert K. Chesterton

Los cínicos (hermosos corderitos) nos dicen que la experiencia y el privilegio que vienen con los años nos enseñan el vacío y la artificialidad de las cosas. Cuando jóvenes, dicen ellos, nos imaginamos entre rosas, pero al arrancarlas descubrimos  que son sólo papel rojo. Ahora bien, creo que cualquiera que esté vivo estará también de acuerdo en que la verdad es justamente lo contrario. Es cierto que la edad nos vuelve conservadores. Pero no llegamos a ese punto porque hayamos descubierto la falsedad de muchas cosas nuevas. Nos volvemos conservadores porque el tiempo nos revela lo genuinas que son muchas cosas viejas. Al principio pensamos que todas las convenciones, todas las tradiciones, son falsas y carecen de sentido. Luego, una convención detrás de otra, una tradición detrás de otra, empiezan a explicarse a sí mismas, empiezan a palpitar llenas de vida en nuestras manos.  Pensábamos que esas cosas sólo estaban pegadas a la existencia humana, pero luego descubrimos que echaban raíz en ella. Creíamos que era sólo una norma molesta tener que quitarnos el sombrero frente a nuestra dama; luego descubrimos que en ese gesto palpitaba el ideal caballeresco y el esplendor de Occidente. Pensábamos que vestirnos con elegancia para cenar era un artificio; pero luego descubrimos que la idea festiva, la idea del atuendo de bodas, era más natural que la Naturaleza misma. Como digo, la verdad es lo opuesto a la afirmación cínica. Nuestra ardiente juventud considera que ciertas cosas están muertas; pero la grave adultez descubre que estaban vivas. Nos despertamos a la infancia pensando que nos rodea papel rojo. Entonces lo arrancamos y descubrimos que son rosas.
Podemos encontrar un buen ejemplo en el caso de ese gran hombre que ha sido el único soporte espiritual que muchos hemos tenido, y seguirá siendo un soporte principal. Walt Whitman es, supongo, de manera incuestionable el hombre más capaz que América ha producido. También es, de paso, uno de los grandes hombres del siglo diecinueve. Ibsen está muy bien, Zola está muy bien y Maeterlinck está muy bien; pero ya hemos empezado a ver el ocaso de todos ellos. Y aún no hemos visto ni el comienzo de Whitman. El egoísmo del que los hombres lo acusan es esa humana divinidad que no ha sentido nadie desde Cristo. La simpleza de que los hombres lo acusan no es más que el esplendor de una expresión casual que ningún sabio ha tenido desde Cristo. Pero, de todas maneras, este gradual y luminoso conservatismo que crece en todos nosotros a medida que vivimos es lo que nos lleva a sentir que justo en aquellos puntos en que violó las normas centrales de la poesía, tan sólo en esos puntos, estaba equivocado.  Se equivocó al abandonar la métrica en la poesía; no porque abandonara algún aspecto ornamental o civilizado, como creyó que hacía. Al abandonar la métrica estaba abandonando algo muy bárbaro y salvaje, algo tan instintivo como la rabia y tan necesario como la carne. Olvidó que todas las cosas reales se mueven con un ritmo, que el corazón palpita con armonía, que las mareas y el reflujo tienen armonía. Olvidó que todo niño que grita lo hace con algún tipo de repetición y de asonancia, que la danza más salvaje es en el fondo monótona. La Naturaleza toda se mueve con música recurrente; es sólo tras un esfuerzo considerable de la civilización que hemos logrado ser algo distinto a musicales. El mundo entero habla poesía; somos nosotros los únicos que, con ingenio elaborado, hemos logrado hablar prosa.
Lo que es cierto sobre el error de Whitman al violar la métrica, también es cierto –aunque en menor medida– sobre su violación de lo que comúnmente se conoce como modestia. El decoro por sí mismo tiene poco valor social; a veces es signo de decadencia. El decoro es la moral de las sociedades inmorales. La gente que se interesa más por la modestia es a menudo la que menos se preocupa por la castidad; no pueden darse mejores ejemplos que los de las cortes orientales o los salones del West-end en Londres. Pero de todas maneras Whitman estaba equivocado. Estaba equivocado porque en el fondo de su cabeza tenía la noción de que la modestia y la decencia eran en sí mismas una cosa artificial. Este es un gran error. Las raíces de la modestia, como las raíces de la compasión o las de cualquier otra virtud tradicional se encuentran en las cosas fieras y primitivas. Una timidez salvaje, un dominio fugitivo, son patrimonio de las criaturas simples. Lo poseen los niños; pertenece a los salvajes; incluso, a los animales.
Ocultar algo es la primera de las lecciones de la Naturaleza; es mucho menos elaborada que explicarlo todo. Y si las mujeres son, como ciertamente lo son, más dignas y más modestas que los hombres, si son más reticentes y, en la expresión de moda “son más contenidas en sí mismas”, la razón es muy simple; es porque las mujeres son más fieras y salvajes que los hombres. Llegar a ser inmodestos por completo es un asunto elaborado en exceso. Para exponer por completo lo que somos es preciso que tengamos conciencia completa de lo que somos. Es por eso que, mientras desde el principio del mundo los hombres han tenido las filosofías y normas sociales más exquisitas, nadie pensó en la indecencia completa, la indecencia como principio, sino cuando llegamos a los niveles más elevados y complejos de civilización. Esconder era tan natural para nosotros como comer pan. Hablar abiertamente sobre todo apareció cuando alcanzamos la era del automóvil.

Daily News, 1901