Tuesday, July 31, 2018

“Abandonad toda desesperanza...”


Un fragmento del libro de Chesterton sobre Dickens.

 Consideraremos a Dickens en muchos otros aspectos, pero empecemos con este. Dickens fue en Inglaterra la voz de esa embriaguez y expansión humana, ese alentar a cualquiera para que fuera lo que fuera. Sus mejores libros son carnavales de libertad, y hay más del espíritu verdadero de la Revolución Francesa en Nicholas Nickleby que en Historia de dos ciudades. Su trabajo fue la gran gloria de la revolución, el llamado a cada hombre a ser él mismo; tiene también el defecto revolucionario: parece pensar que la simple emancipación es suficiente. Ningún hombre alentó tanto a sus personajes como Dickens. "Soy un padre afectuoso”, dice, “con todos los hijos de mi imaginación”. No fue solo un padre afectuoso, fue demasiado permisivo. Los hijos de su imaginación son niños malcriados. Estremecen la casa como pesados y ruidosos escolares; destruyen el piso y rompen en pedazos los muebles. Cuando los escritores modernos escribimos historias, nuestros personajes están mejor controlados. Pero, ¡ay!, nuestros personajes son fáciles de controlar. No corremos ningún peligro de que haya gigantescos brincos como los de criaturas como Mantalini y Micawber. No corremos el riesgo de darles a nuestros lectores demasiado Weller o Wegg. Cuando experimentamos la ingobernable sensación de vitalidad que acompaña el viejo sentido de libertad de Dickens, experimentamos lo mejor de la revolución. Estamos llenos de la primera de las doctrinas democráticas: que todos los hombres son interesantes. Dickens trató de que alguna de su gente pareciera insulsa, pero fue incapaz de mantenerla insulsa. Era incapaz de hacer un hombre monótono. Los aburridos de sus libros son más brillantes que los vivaces de otros  libros.
He puesto al frente esta posición por una razón precisa. Es inútil para nosotros imaginar a Dickens y su vida a menos que seamos capaces al menos de imaginar esa vieja atmósfera de democrático optimismo –una confianza en los hombres del común. Dickens depende de que eso se comprenda en una manera inusual, y esa manera merece una explicación o al menos unos comentarios.
La desventaja en la que Dickens ha caído, como artista y como moralista, es muy simple. Consiste en que ninguno de los dos últimos movimientos de la crítica literaria lo han favorecido en nada. Ha sido afectado por sus enemigos y por los enemigos de sus enemigos. Los hechos a los que me refiero son familiares. Cuando el mundo apenas despertó del mero hipnotismo de Dickens, de la tiranía directa de su temperamento, hubo, por supuesto, una reacción. A la cabeza vinieron los realistas, con sus documentos, quienes declararon que las escenas y los tipos en Dickens eran por completo imposibles (en eso tenían toda la razón), y a partir de esta base tan paradójica objetaron a Dickens como literatura. Sus tipos y escenas no eran “como la vida” y por eso, según ellos, ahí acababa el asunto. Los realistas prevalecieron por un tiempo, pero no disfrutaron de su victoria (si acaso disfrutaron algo) por mucho tiempo. Pronto emergió una escuela crítica más simbólica. Los hombres vieron que era necesario ofrecer un significado más profundo y más delicado a la expresión "como la vida”. Las calles no son vida, las ciudades y las civilizaciones no son vida, los rostros e incluso las voces no eran la vida misma. La vida está adentro y ningún hombre ha llegado a verla. En cuanto a nuestras comidas y nuestros modales y nuestro atuendo diario, esas cosas son como los sonetos: símbolos arbitrarios del alma. Un hombre intenta expresarse a sí mismo en libros, otro en zapatos; pero ambos probablemente fracasan. Nuestras casas sólidas y nuestras comidas regulares son, en el sentido más estricto, ficciones. Son cosas hechas para tipificar nuestros pensamientos. El abrigo que un hombre usa puede ser completamente ficticio; el movimiento de sus manos puede ser lo menos parecido a la vida.
Eso fue lo que la inteligencia de los hombres percibió. Y la fama de Dickens debió beneficiarse enormemente por eso. Porque Dickens es "como la vida" en el sentido verdadero, en el sentido de que es similar al principio vital en nosotros y en el universo; Dickens es como la vida al menos en el pequeño detalle de que está vivo. Su arte es como la vida, porque, como la vida, no se preocupa por nada exterior, sigue dichoso su camino. Ambos, la vida y su arte, producen monstruos con un cierto desparpajo, como enormes derivados; la vida haciendo rinocerontes y el arte haciendo a Mr. Bunsby. El arte, de hecho, imita a la vida en que no copia la vida, porque la vida no copia nada. El arte de Dickens es como la vida porque, como la vida, es irresponsable, porque como la vida es increíble.
Pero el regreso de dicho entendimiento no ha beneficiado mucho a Dickens; el retorno del romance ha sido casi inútil para este gran romántico. Ha ganado tan poco con la caída de los realistas como con su triunfo; ha habido una revolución, ha habido una contrarrevolución, pero no ha habido una restauración. Y la razón de esto nos lleva de nuevo a la atmósfera de optimismo popular de la que hablamos. Y la manera más breve de expresar la negligencia reciente respeto a Dickens es decir que para nuestro tiempo y gusto exagera el aspecto equivocado.
El arte es exageración. Y eso Dickens y los modernos lo entendieron. El arte es, en su naturaleza más profunda, fantástico. El tiempo trae curiosas venganzas, y mientras los realistas seguían vivos, el arte de Dickens fue justificado por Aubrey Beardsley. Pero a hombres como Aubrey Beardsley se les permitía ser fantásticos, porque el estado mental que ellos trajinaron y exhibieron con énfasis era un estado mental que su periodo entendía. Dickens fatigó y exhibió con énfasis un estado mental que nuestro tiempo no entiende. La verdad que él exagera es justo ese viejo sentido revolucionario de la oportunidad inagotable y la hermandad ruidosa. Y nos molesta su inapropiado sentido de esas cosas, porque nosotros mismos carecemos de ese sentido. Nos sentimos muy atribulados con tal abundancia de esas cosas de las que tanto carecemos; desearíamos tenerla confinada. Porque todos somos exactos y científicos frente a los asuntos que no nos importan. Detectamos de inmediato exageración en una presentación sobre mormonismo o en un discurso patriótico del Paraguay. Todos requerimos sobriedad sobre el tema de la serpiente de mar. Pero en el momento en que empezamos a creer en algo, en ese momento empezamos a exagerar sobre ese algo; y en el momento en que nuestras almas se vuelven serias, nuestras palabras se tornan un poco salvajes. Y es por eso que algunos modernos están inclinados a la exageración. Permiten a cualquier escritor que exagere sobre la duda por ejemplo, o sobre la duda frente a la religión, pero no permiten a nadie que exagere en cuestión de dogmas. Si un hombre es el más moderado cristiano, ellos huelen “sesgo”; pero puede ser un rabioso molino de viento si habla sobre pesimismo, y a eso lo llaman temperamento. Si un moralista pinta un cuadro salvaje sobre la inmoralidad, dudan que sea verdad, dicen que los demonios no son tan negros como los pintan. Pero si un pesimista pinta con salvajismo la melancolía, aceptan toda la horrible psicología, y nunca se preguntan si esos diablos son tan azules como los pintan.
En pocas palabras, es evidente por qué incluso aquellos que admiran la exageración no admiran a Dickens: exagera en el aspecto equivocado. Ellos saben lo que es sentir una tristeza tan extraña y profunda que solo personajes imposibles pueden expresarla; ellos no saben lo que es sentir una alegría tan vital y violenta que solo personajes imposibles puedan expresarla. Ellos saben que el alma puede estar tan triste como para soñar de manera natural con los rostros azules de los cadáveres de Baudelaire; pero no saben que el alma puede ser tan dichosa como para soñar de manera natural  con el rostro azul del mayor Bagstock. Saben que hay un punto en la depresión en el que uno cree en la existencia de Tintagiles[i]; pero no saben que hay un punto en el regocijo en el que uno cree en la existencia de Mr. Wegg. Para ellos, las imposibilidades de Dickens parecen más imposibles de lo que son, porque están sintonizados con las posibilidades opuestas de Maeterlinck. Para cada estado mental hay una imposibilidad que resulta apropiada –una decente y cauta imposibilidad– ajustada al esquema de pensamiento. Cualquier línea de pensamiento puede terminar en un éxtasis y todos los caminos conducen al país de las hadas. Pero muy pocos se adentran lo suficiente en la calle de Dickens para hallar el lugar donde los barrios populares se vuelven tan cómicos que resultan poéticos. La gente no sabe lo lejos que pueden llegar los buenos espíritus. Nunca pensamos, por ejemplo (como la vieja tradición popular lo hacía) en buenos espíritus llegando al mundo espiritual. Lo podemos apreciar en la completa ausencia que hay en lo moderno de la popular creencia en lo sobrenatural que había en el viejo goce popular.   Hoy se habla con frecuencia de la sabiduría del mundo espiritual; pero no escuchamos, como nuestros padres lo hicieron, de la locura del mundo spiritual, de las trampas de los dioses, ni de las bromas de los santos. Nuestros cuentos populares nos cuentan de un hombre que es tan sabio que alcanza lo sobrenatural, como el doctor Nikola; pero nunca nos cuentan (como los cuentos populares del pasado) de un hombre que era tan tonto que alcanzaba lo sobrenatural, como Bottom el Tejedor[ii]. No entendemos la oscura y trascendental simpatía entre las hadas y los tontos. Entendemos un ocultismo devoto, un ocultismo malvado, un ocultismo trágico, pero un ocultismo ridículo está más allá de nuestro alcance. Y sin embargo el ocultismo ridículo es la misma esencia de "Sueño de una noche de verano". También es la correcta y creíble esencia de "Cuento de Navidad". El que lo entendamos depende de si podemos entender que el regocijo no es un accidente físico, sino un hecho místico; que el regocijo puede ser infinito, como la pena; que un chiste puede ser tan grande que rompa el techo de las estrellas. Simplemente, por seguir siendo absurda, una cosa puede ser como Dios; solo hay un paso entre lo ridículo y lo sublime.
Dickens fue grandioso porque estaba desaforadamente poseído por todo esto; si de veras vamos a entenderlo, también debemos estar desaforadamente poseídos por esto. Debemos entender estas viejas e ilimitadas hilaridad y confianza humana, al menos lo suficiente para soportarla cuando se le lleva demasiado lejos. Porque Dickens la llevó demasiado lejos; llevó la hilaridad al punto de dibujar personajes increíbles; llevó la confianza humana hasta un sentimentalismo que no convence. Si se quiere, es posible seguir el derrotero de la dicha revolucionaria hasta llegar al epitafio de Sapsea; es posible seguir la esperanza revolucionaria hasta llegar al arrepentimiento de Dombey. Hay mucho que criticar en este hombre, si usted tiene inclinación a criticar; es fácil encontrarlo vulgar, si usted no puede ver que es divino; y si usted es incapaz de reírse con Dickens, no hay duda de que puede reírse de él.
Creo que este mucho más valiente mundo suyo volverá; porque creo que está más atado a realidades, como el amanecer o la primavera. Pero, para aquellos que sin remedio lo consideran un error, presento esta apelación antes de hacer cualquier otra observación sobre Dickens. Primero, simpaticemos, aunque sea por un instante, con las esperanzas del periodo en que vivió Dickens, con ese alegre tumulto de cambio. Si la democracia lo ha decepcionado a usted, no la vea como una burbuja que ha estallado, no piense en ella como una burbuja absurda, sino al menos como un corazón roto, como una vieja historia de amor. No mire con desdén aquel tiempo en que el credo de la humanidad se hallaba en su luna de miel; trátelo con la terrible deferencia que se le debe a la juventud. Para usted, tal vez, una filosofía más pavorosa ha cubierto y eclipsado la tierra. El fiero poeta de la Edad Media escribió sobre las puertas del inframundo: "Abandonad toda esperanza, todos los que entráis aquí”. Los emancipados poetas de hoy en día lo han escrito sobre las puertas de este mundo. Pero si hemos de entender la historia que sigue, debemos borrar ese escrito apocalíptico, aunque sea por una hora. Debemos recrear la fe de nuestros padres, aunque sea como una atmósfera artística. Si usted es un pesimista, renuncie a los placeres del pesimismo mientras lee esta historia. Sueñe, por un demencial momento, que la hierba es verde. Desaprenda el conocimiento siniestro que a usted le parece tan claro; niegue ese conocimiento mortal que usted cree que poseer. Entregue la flor misma de su cultura; renuncie a la joya de su orgullo; abandonad toda desesperanza, todos los que entráis aquí.
Fragmento de “Dickens” (1906)



[i] Personaje de una obra teatral de Maurice Maeterlinck.
[ii] Personaje de Sueño de una noche de verano, de William Shakespeare.

Tuesday, July 24, 2018

El hombre y su periódico



En una pequeña estación que me niego a identificar, en algún lugar entre Oxford y Guildford, perdí la conexión o me equivoqué al calcular una ruta, y tuve que quedarme allí por algo más de una hora. Me encanta esperar en estaciones de trenes, pero la estación de la que hablo no era particularmente atractiva. No había nada en la plataforma, excepto un dispensador automático de chocolate, que devoraba monedas con avidez pero se negaba a dar chocolate, y un pequeño puesto de periódicos donde apenas quedaban unas copias baratas de un medio imperial que aquí llamaré el Daily Wire. No importa cual órgano imperial era, ya que todos dicen lo mismo.
Aunque sabía muy bien lo que decía, lo leí con gravedad mientras salía de la estación y caminaba por el borde de un camino. Empezaba con la impactante afirmación de que los radicales estaban empeñados en hacer que las clases sociales se enfrentaran. Luego indicaba que nada había contribuido mejor a que nuestro Imperio fuera feliz y envidiable –y a crear esa obvia lista de glorias que usted mismo puede nombrar: la prosperidad de todas las clases en nuestras ciudades, nuestros populosos y crecientes villorrios, el éxito de nuestro gobierno en Irlanda, etc., etc.– que la sólida disposición anglosajona de todas las clases del estado "para trabajar mano a mano con entusiasmo". Esto es lo único, me aseguró el periódico, que nos ha salvado de los horrores de la Revolución Francesa. "Es fácil para los radicales", continuó de manera solemne, "hacer chistes sobre duques. Pero muy pocos de esos revolucionarios caballeros les han dado a los pobres siquiera la mitad de la atención diligente, generosidad incansable y verdadera paciencia cristiana que han recibido de los grandes nobles de este país. Estamos seguros de que el pueblo de Inglaterra, con su recio sentido común, preferirá estar en manos de caballeros ingleses en lugar de las fangosas garras de los bucaneros socialistas".
* * *

Justo cuando llegué a esa parte, estuve a punto de embestir a un hombre. A pesar de lo populosos y crecientes que son nuestros villorrios, esta parecía ser la única persona en varias millas. El camino ascendente había tomado un giro, se redujo de manera abrupta y estuve a punto de derribar al hombre, que estaba recostado en unas escalinatas junto a un portal. Me acerqué para disculparme y, como parecía estar dispuesto a departir, e incluso patéticamente complacido con la posibilidad de hacerlo, arrojé el Daily Wire entre los arbustos y me dediqué a hablar con él. Llevaba los restos de un traje respetable, y su rostro tenía el refinamiento plebeyo que uno encuentra en sastres y relojeros, en hombres pobres de trabajos sedentarios. A sus espaldas se elevaba un grupito de arbustos retorcidos, tan flacos y andrajosos como él, pero dudo que la tragedia que este hombre simbolizaba se debiera a la impresión que producía ese bosque fantasmal. Había una fijeza en su mirada que hablaba de sus dificultades para mantener juntos su cuerpo con su alma.
Era un obrero londinense de nacimiento, y conservaba el conmovedor acento de esas calles de las que soy un exiliado, pero era evidente que había vivido casi toda su vida en estos campos. Empezó a hablarme –en esa manera sin pies ni cabeza como los pobres hablan de sus vecinos– de los asuntos de su vida. Como sortilegios o encantamientos, multitud de nombres iban y venían en su narrativa, sin que los acompañara ninguna explicación biográfica. De manera particular, el nombre de un tal Sir Joseph se multiplicaba con la omnipresencia de una divinidad. Imaginé que Sir Joseph debía ser el principal propietario del distrito y, a medida que el confuso dibujo se desplegaba, empecé a formarme una imagen completa –y para nada favorable– de Sir Joseph. Se hablaba de él de una manera extraña, a la vez glacial y familiar, como un niño hablaría de una madrastra o de una enfermera inevitable: algo íntimo, pero de ningún modo tierno, algo que te espera junto a la cama, que te dijo que hicieras esto y te prohibió hacer aquello, con un capricho a la vez frío y personal. No parecía que Sir Joseph fuera popular, pero era como “una expresión local”. Más que un hombre público, parecía una divinidad o una omnipotencia privada. Este hombre del que hablo decía que “se había metido en problemas” y que Sir Joseph había sido “muy duro” con él.
Y bajo ese cielo gris plateado de nubes bajas, junto a esos pobres árboles mordidos y torturados por el frío y los vientos del invierno, el pequeño londinense me contó una historia, verdadera o falsa, tan conmovedora como Romeo y Julieta.
* * *
Poco a poco, este hombre había conseguido sacar adelante en el pueblo un pequeño negocio como fotógrafo. Estaba comprometido con una chica que trabajaba en uno de los hospedajes y a quien amaba con pasión. “Soy de ese tipo que está mejor casado”, dijo y, considerando su frágil figura, supe muy bien de lo que hablaba. Pero Sir Joseph y, en especial, la esposa de Sir Joseph no querían un fotógrafo en el pueblo: tal vez porque incitaba la vanidad de las muchachas o porque no les gustaba este fotógrafo en particular. El hombre perseveró hasta que reunió lo suficiente para casarse con honestidad y, justo cuando llegaba el día de la boda, su contrato de arrendamiento se venció. Fue entonces cuando Sir Joseph apareció en toda su gloria, se negó a renovarle el contrato y lo conminó a marcharse. El hombre buscó desesperadamente otro lugar, pero Sir Joseph era ubicuo y le cerraron todas las puertas. No encontró un solo lugar donde pudiera llevar a vivir a su futura esposa. El hombre apeló y dio explicaciones, pero se le rechazó como demagogo y como fotógrafo. Entonces fue como si una nube negra hubiera venido a través del cielo invernal; porque supe de inmediato lo que estaba por venir. He olvidado qué palabras usó para hablar de una naturaleza desatada y enloquecida. Pero todavía puedo ver, como en una fotografía, los músculos grises de los árboles de invierno levantándose como sogas tensas, como si la naturaleza se retorciera de dolor.
“Ella tuvo que irse”, dijo el hombre.
“¿Sus padres no…”, empecé a decir, pero dudé al hablar de perdón.
“Oh, su gente la perdonó”, dijo. “Pero la Señora...”
“La Señora hizo el sol y la luna y las estrellas”, repliqué impaciente. “Así que puede interceder entre una madre y el niño que nació de su cuerpo”.
“Bueno, eso parece un poco duro...”, empezó a decir con voz entrecortada.
“Pero, por Dios, hombre”, grité. “¡Esto no es un asunto de dureza! Es un asunto de maldad impía e indecente. Si su Sir Joseph sabía de las pasiones con las que estaba jugando, ha cometido con usted una maldad por la que en muchos países cristianos sería acuchillado”.
El hombre siguió mirando los campos helados con el ceño fruncido. Había contado su historia con verdadero resentimiento, ya fuera cierta o falsa o sólo exagerada. Estaba de veras taciturno y lastimado; pero no parecía encontrar ningún escape. Al final dijo:
“Bueno, es un mundo difícil; esperemos que haya uno mejor”.
“Amen”, dije. “Pero cuando pienso en Sir Joseph, entiendo por qué algunos hombres han tenido la esperanza de que haya uno peor”.
Luego hubo un largo silencio, sentí que el frío empezaba a calarme y finalmente dije, de manera abrupta:
“El otro día, en una reunión sobre presupuesto, oí decir que…”.
El hombre removió sus codos del peldaño donde los apoyaba y pareció transformarse de pies a cabeza como quien vuelve del sueño tras un bostezo. Con una voz totalmente nueva, dijo, más fuerte pero de manera más desenfadada: "Ah sí, señor... ese tal presupuesto... los radicales están haciendo mucho daño".
Escuché con atención y el hombre siguió. Dijo con una especie de cuidadosa precisión: "Para mí, están empeñados en hacer que las clases sociales se enfrenten. Porque, ¿acaso no es la disposición de trabajar mano a mano con entusiasmo lo que ha hecho nuestro imperio?”
Se movió un poco de un lado a otro y zapateó para combatir el frío. Luego dijo: “Yo lo que digo es: ¿Qué más puede salvarnos de los errores de la Revolución Francesa?”
Mi memoria es buena y esperé con avidez tensa la frase siguiente. "Pueden burlarse de los duques, pero quisiera verlos ser siquiera la mitad de compasivos y cristianos como lo son muchos de nuestros nobles. Déjeme decirle, señor”, agregó, mirándome de frente, con el gesto de quien se dispone a lanzar una paradoja. “La gente de Inglaterra tiene sentido común, y prefiere estar en manos de caballeros que en las garras de ladrones socialistas".
Me invadió la sensación indescriptible de que tenía que aplaudir, como si estuviera en un debate público. La demencial separación, en el alma de este hombre, entre su experiencia y su teoría prefabricada era sólo una muestra de lo mismo que ocurre con una cuarta parte de Inglaterra. Cuando se alejaba, puede ver el Daily Wire asomándose en su trajinado bolsillo trasero. Se despidió de mí con una ráfaga de lugares comunes, y se alejó bamboleante por el camino. Me quedé viendo su figura hacerse más pequeña en medio del paisaje; tal como los hombres libres se han vuelto cada día más pequeños en los campos de Inglaterra.
De “Alarms and Discursions” (1910)





Tuesday, July 17, 2018

La religión de las bibliotecas




La religión de las bibliotecas es la religión de los libros, y la religión de los libros significa mucho más de lo que la gente moderna puede entender. En la historia de la humanidad, el asombroso arte de la escritura fue, con justicia, considerado divino. No era en vano o sin sentido que al hablar de textos sagrados se usara la expresión “Escrituras”, y que la palabra Biblia significara simplemente “libros”. Lo esencial era que la literatura, como tal, era una cosa espléndida y sorprendente que exhibía el imprimatur del poder divino.  Los libros son, en cierto sentido, la más sagrada de las cosas materiales. Una definición que probablemente admitirían todas las religiones es que una cosa sagrada es un objeto trivial que concentra todas las fuerzas vitales  del universo. Si los huesos de un santo o los trocitos de tela de una reliquia son de veras sagrados, es porque en ellos habita una fuerza que conecta los abismos e impulsos de las estrellas. En este sentido, los libros son la más asombrosa y emocionante de las cosas. En ellos, un valor más grande está unido a una parcela más diminuta que en cualquier otro rincón del universo. Un libro que puede deslizarse en un bolsillo puede contener teorías que han destruido reinos y derramado continentes en crisoles. Un libro con menos páginas que una libretita de apuntes puede haberse enfrentado con héroes y gigantes, con problemas inconquistados y con hombres inconquistables. Un volumen que la humanidad no puede darse el lujo de perder puede perderse tras el cubo del carbón.
De las cosas inventadas por el hombre, ese tremendo código de señales que llamamos alfabeto es, quizá, el camino más corto para expresar las cosas más grandes. Los incidentes más prolongados e inarticulados, los ánimos más híbridos e innominados, pueden todos ser expresados, al menos hasta cierto punto, con algunas palabras salvajes y peladas, armadas con unos cuantos inanes jeroglíficos en blanco y negro.  La palabra más tremenda de nuestra lengua, la palabra que confirma una divina vigilancia sobre el más feo de los tulipanes y la estrella más solitaria –una palabra que rescata a todo el universo de su orfandad– puede ser garabateada por un niño con tres letras dispersas. El libro sobre el que la civilización moderna ha basado su única esperanza de que el mundo sea mejor de lo que parece, el libro que nos abre la puerta hacia la enceguecedora inocencia de todas las cosas, el Nuevo Testamento, ocupa menos espacio que el que ocupan muchos catálogos de muebles y muchas circulares sobre campañas de beneficencia o modas de zapatos. Los que encomian las grandes bibliotecas  no se equivocan cuando insisten sobre la incalculable importancia de todo material impreso. No debemos acusarlos si llegaron tan lejos como los piadosos musulmanes, que se niegan a destruir un trozo de papel porque puede contener el nombre de Allah.
Tan condensado, tan incalculable es el valor que acompaña cualquier disposición de símbolos, que un hombre puede insultar y maldecir frente a un jeroglífico egipcio en el Museo Británico –para asombro del vigilante de la sala– porque, para su entendimiento, ese laberinto de símbolos monstruosos y torpes puede contener una verdad práctica y deslumbrante que se ha perdido para siempre. Por una piedra quebrada o un pergamino roto es posible que hayamos perdido doctrinas científicas tan precisas como la de la evolución o inventos mecánicos tan elementales como el telégrafo o el arado. De manera que no es extraordinario que los hombres cuiden las bibliotecas.
Las bibliotecarias son plenamente conscientes de que la perpetuación de la literatura no es un trabajo menor ni fácil, que ellas son las custodias de un evangelio tan frágil como monumental.  Parecen saber que la gloria que acompaña su tarea es tan variable como sublime. Los grandes estudiosos e investigadores han apilado hasta los cielos pirámides de libros, como la de la Biblioteca del Museo Británico, que rara vez se utilizan. Hablamos de ellos como pedantes y anacoretas; pero es seguro que lo son para garantizar que los demás podamos ser liberales y mundanos. El hecho trivial que descubrimos en cualquier diccionario o el detalle de historia natural que les enseñamos a los niños un día de verano han significado para algunos hombres oscuridad y condenaciones más sombrías que las de las leyendas de los mártires. Para que podamos ver de verdad y de manera genuina un escarabajo, muchos hombres han pensado sobre los escarabajos y han soñado con ellos hasta que los escarabajos cobraron proporciones en el cosmos como las de los elefantes o las ballenas. Del mismo modo, para que podamos hojear un libro y seleccionar un hecho que nos sorprende o entretiene, miles de hombres han vivido y han muerto estudiando el fenómeno. Vislumbrar en sus justas proporciones las dimensiones de todo eso nos conduciría a la muerte en la hoguera o a algún país sudamericano.  
Es una cosa muy curiosa que los hombres miren con resentimientos que haya personas con gustos diferentes a los suyos, cuando –si todos tuvieran los mismos gustos– todo el andamiaje de la civilización se caería en pedazos. Debemos agradecer que a algunos les interesen las fechas de las monedas etruscas y el pedigrí de los soberanos de Prusia, incluso si nos parece que recopilar cosas así es como coleccionar paraguas rotos o escribir un libro sobre la historia de la estación de trenes de Clapham Junction. Estos estudiosos humildes y espléndidos son, como las fuerzas de la naturaleza, las cosas que eternamente vilipendiamos y en las que eternamente confiamos. Nuestra misma felicidad, nuestra misma frivolidad está hecha con sus trabajos y sus lágrimas. Ellos han sufrido por cada chiste que hacemos, y por sus cicatrices somos sanados.
[Hay otro aspecto de la biblioteca que no debe ignorarse. La naturaleza nos llega filtrada a través de los libros. Cuando hoy miramos el mundo no lo hacemos con los dos ojos de un solo hombre, sino con los mil ojos de una mosca. Miramos la realidad múltiple a través de innumerables ventanas. Cada hombre en el mundo ve un árbol de manera diferente a los demás, y el árbol que hoy vemos es un injerto hecho de muchos árboles. Cuando un hombre se asoma a la ventana ve colinas humanas, bosques humanos y un sol humano. El paisaje más popular es aquel que se concibe con facilidad como paisaje; es decir, como telón de fondo para los actores humanos. ]*
Si alguien quisiera entender la manera tan profunda como nuestras más elementales simpatías dependen de la literatura, sólo tiene que observar la diferencia entre el sentido de lo pintoresco, como se le evoca con las montañas de Suiza e Italia, y como se evoca con las montañas de Nueva Zelanda.  Nueva Zelanda tiene paisajes estupendos, a cuyo lado mucho de lo que admiramos en Europa se reduce al rango de los montículos y los pantanos. Pero todo aquello es desolado y sin sentido para la imaginación humana, como las montañas de la luna. La razón es que no ha sido transmitido a nosotros a través del cerebro humano, no ha sido atrapado por la garra dorada de los libros. La imaginación humana ha colonizado los peñascos más altos y ha domesticado las fuerzas salvajes del aire, pero aquellos sitios a los que no ha llegado siguen siendo un caos para nuestro entendimiento. Encontraríamos mucho más de la Naturaleza verdadera en la más lóbrega y humilde de las bibliotecas.


*Este párrafo aparece tachado en el manuscrito.

Texto publicado en el Daily News, el 28 de agosto de 1901.
Esta versión está basada en el manuscrito original disponible en la Biblioteca Chesterton (Oxford, Inglaterra).
Text published in the Daily News, on August 28, 1901. This translation is based on the original manuscript available at the Chesterton Library (Oxford, England).