Thursday, December 20, 2018

La pobreza y los pobres novelistas


Imagen de "Roma", película de Alfonso Cuarón

La pobreza y los pobres novelistas


* Incluido en Heretics (1905).

Prosperan hoy en día ideas raras sobre la doctrina de la fraternidad humana. Con todo nuestro humanitarianismo moderno, la doctrina real es algo que no entendemos con claridad y que mucho menos practicamos. No hay nada particularmente antidemocrático, por ejemplo, en patear a un ayudante escaleras abajo. Es posible que sea malo hacerlo, pero el gesto no carece de fraternidad. En cierto sentido, dar un puño o un patadón puede considerarse una confesión de igualdad: te enfrentas a tu ayudante cuerpo a cuerpo; casi le estás concediendo el privilegio de enfrentarse contigo en un duelo. No deja de ser democrático, aunque puede ser poco razonable, esperar demasiado del ayudante y llenarse con una especie de sorprendido frenesí cuando se queda corto frente a su estatura divina. Lo que de veras no es democrático ni fraternal es no esperar que el ayudante sea más o menos divino. Lo que no es democrático ni fraternal es decir, como dicen tantos humanitarios: “Por supuesto que debemos hacer concesiones con aquellos que se encuentran en un plano inferior”. En últimas, debe decirse –sin que sea una exageración inapropiada– que lo verdaderamente antidemocrático y contrario a la fraternidad es la actitud tan difundida de no patear al ayudante escaleras abajo.
Si esta declaración parece poco seria se debe a que una vasta proporción del mundo moderno se encuentra en discordancia con un serio sentimiento democrático. La democracia no es filantropía; no es ni siquiera altruismo o reforma social. La democracia no se sustenta en la compasión hacia el hombre del común, sino en la reverencia hacia el hombre del común o, si se quiere, incluso el temor a él. No defiende al hombre porque el hombre sea miserable, sino porque es sublime. No cuestiona tanto que el hombre sea un esclavo, sino que no sea un rey; porque su sueño es el sueño de la primera República Romana: una nación de reyes.
Después de una república genuina, lo más democrático que existe es un despotismo hereditario. Quiero decir, un despotismo en el que no hay ningún vestigio o absurdo argumento sobre la inteligencia o las capacidades especiales para el cargo. El despotismo racional —es decir, el despotismo selectivo— es siempre una desgracia para la humanidad; porque con ese tipo de gobierno lo que hay es un pedante que no entiende ni sabe gobernar al hombre del común y que no tiene ningún respeto fraternal por él. Pero el despotismo irracional es siempre democrático, porque en el trono está un hombre común. La peor forma de esclavitud es la que se conoce como cesarismo, o la escogencia como déspota de algún hombre fuerte o brillante, porque es apto para el cargo. Eso significa que los hombres eligen un representante, no porque los represente, sino justo porque no lo hace. Los hombres confían en un hombre común como George III o William IV, porque también son hombres comunes y los entienden. Los hombres confían en hombres del común porque confían en ellos mismos. Pero cuando confían en un gran hombre es porque no confían en ellos mismos. Por eso el culto de los grandes hombres siempre aparece en tiempos de debilidad y cobardía. Nunca oímos hablar de grandes hombres hasta que llegan los tiempos en que todos los hombres son pequeños.
El despotismo hereditario es democrático, en esencia y sentimiento, porque elige al azar entre toda la humanidad. Si no declara que todo hombre puede gobernar, declara lo más cercano a la democracia: que cualquier hombre puede gobernar. La aristocracia hereditaria es mucho peor y más peligrosa, porque los números y la multiplicidad de una aristocracia hacen que a veces se muestre como una aristocracia del intelecto. Es de suponer que algunos de sus miembros tengan cerebro y, por lo tanto, serán una aristocracia intelectual dentro de la social. Ellos gobernarán a la aristocracia en virtud de su intelecto y gobernarán el país en virtud de su aristocracia. De este modo quedará establecida una doble falsedad, y millones de imágenes de Dios, que –por fortuna para sus esposas y familias– no son ni hombres astutos ni caballeros, serán representadas por un hombre como el señor Balfour o el señor Wyndham, porque es muy caballeroso para ser considerado solo astuto, y muy astuto para que solo se le considere caballero. Pero incluso una aristocracia hereditaria puede exhibir de vez en cuando, por una especie de accidente, alguna cualidad básicamente democrática que le corresponde al despotismo hereditario. Sorprende pensar cuanto ingenio conservador se ha desperdiciado en la defensa de la Casa de los Lores, por parte de hombres empeñados en demostrar que la Casa de los Lores estaba compuesta por hombres inteligentes. Solo hay una buena defensa posible de la Casa de los Lores, aunque los admiradores de la nobleza se muestren extrañamente renuentes a usarla: que la Casa de los Lores, en su completa y propia fortaleza, está compuesta por hombres estúpidos. Sería una defensa plausible –de un organismo que de otro modo sería imposible defender– señalar que los hombres inteligentes del común, que deben su poder a su inteligencia, deban ser controlados, como último recurso, por los hombres del común en la Casa de los Lores, quienes deben su poder a un accidente. Es obvio que puede haber muchas respuestas a esa disputa, como por ejemplo que la Casa de los Lores ya no es una casa de lores, sino una casa de financistas y comerciantes, o que la mayoría de la nobleza no vota y les deja la Cámara a los pedantes y a los especialistas y a los viejos caballeros locos. Pero en algunas ocasiones la Casa de los Lores, incluso con todas estas desventajas, es de algún modo representativa. Cuando todos los nobles se unieron para votar –por ejemplo– contra la segunda ley de autonomía del señor Gladstone, tenían razón aquellos que dijeron que los nobles representaban al pueblo inglés. Todos esos hombres a los que les ocurrió haber nacido nobles fueron, en ese momento y sobre ese asunto, la contraparte precisa de los viejos entrañables a los que les sucedió haber nacido pobres o de la clase media. Esa multitud de nobles de veras representaba al pueblo inglés —es decir, fue honesta, ignorante, vagamente exaltada, casi unánime y obviamente equivocada. Por supuesto que la democracia racional es mejor como expresión de la voluntad popular que el aleatorio método hereditario. Mientras pretendamos tener algún tipo de democracia, que sea una democracia racional. Pero si hemos de tener algún tipo de oligarquía, que sea una oligarquía irracional. Así al menos seremos gobernados por hombres.
Pero lo que de veras se necesita para que la democracia funcione no es solamente la filosofía democrática, sino la emoción democrática. La emoción democrática, como todas las cosas elementales e indispensables, es en cualquier momento algo difícil de describir. Y, en nuestra época ilustrada, es particularmente difícil de describir por la sencilla razón de que es difícil de encontrar. La emoción democrática es una cierta actitud instintiva que siente que las cosas en que los hombres están de acuerdo tienen la mayor importancia y que las cosas en las que difieren carecen de importancia. Lo más cercano a eso en nuestra vida común sería la presteza con la que debemos considerar a la humanidad en cualquier circunstancia de impacto o muerte. Después de un descubrimiento perturbador, decimos: “Hay un hombre muerto debajo del sofá”. No es probable que digamos: “Un hombre de considerable refinamiento personal está muerto debajo del sofá”. Decimos: “Una mujer cayó al agua”. Pero no diríamos: “Una mujer muy educada cayó al agua”. Nadie diría: “En su jardín están los restos de un preclaro pensador”. Nadie diría: “A menos que se apresure, un hombre con gran oído para la música se arrojará a ese precipicio”. Pero esa emoción, que todos tenemos en relación con cosas como el nacimiento o la muerte, es para alguna gente algo inherente y constante en los tiempos y lugares más comunes. Era algo inherente en San Francisco de Asís. Era algo inherente en Walt Whitman. No es de esperar que esa emoción impregne de manera tan espléndida a una nación o a una civilización; pero es posible que una nación la tenga más que otra. Tal vez ninguna comunidad tuvo esa emoción de manera tan elevada como los primeros franciscanos. Tal vez ninguna comunidad carezca tanto de ella como la nuestra.
Cuando se examina con atención, todo lo relativo a nuestro tiempo tiene esa cualidad en esencia antidemocrática. En asuntos de religión y moral debemos admitir –en lo abstracto– que los pecados de las clases educadas fueron tanto o más grandes que los de los pobres e ignorantes. Pero en la práctica la gran diferencia entre la ética medieval y la nuestra es que la nuestra concentra su atención en los pecados del ignorante y niega que los pecados de los educados sean pecados. Siempre estamos hablando del pecado del exceso de alcohol, porque es obvio que el pobre lo tiene más que el rico. Pero siempre estamos negando que exista un pecado como el orgullo, porque sería muy obvio que los ricos lo tienen más que los pobres. Siempre estamos dispuestos a convertir en santo o profeta al hombre educado que va a una cabaña a darle un amable consejo al que no tiene educación. Pero la idea medieval del santo o el profeta era algo muy diferente. El santo o profeta medieval era un hombre sin educación que entraba en una mansión para darle algún amable consejo al educado. Los viejos tiranos tenían insolencia suficiente como para despojar a los pobres, pero no tenían tanta insolencia como para predicarles. El caballero oprimía a los pobres, pero eran los pobres los que reconvenían al caballero. Y así como no somos democráticos en asuntos de fe o de moral, tampoco lo somos –por nuestra actitud en esos temas– en el tono de nuestra política práctica. La prueba de que no somos un Estado democrático se encuentra en que nos preguntamos constantemente qué debemos hacer con los pobres. Si fuéramos democráticos, nos preguntaríamos que harían los pobres con nosotros. Entre nosotros, la clase gobernante está siempre preguntándose a sí misma: “¿Cuáles leyes debemos establecer?” Pero en un Estado puramente democrático deberían decir siempre: “¿Cuáles leyes debemos obedecer?” Tal vez nunca ha habido un Estado puramente democrático. Pero incluso la época feudal era, en la práctica, tan democrática que cada potentado sabía que cualquier ley que proclamara muy probablemente se revertiría sobre sí mismo. Era posible que le cortaran las plumas por una ley sobre gastos. Era posible que le cortaran la cabeza por traición. Pero las leyes modernas casi siempre son leyes que afectan a la clase gobernada, no a la clase gobernante. Tenemos leyes para exigir licencias a las fiestas y los bares, pero no para los gastos excesivos. Es decir, tenemos leyes contra la hospitalidad y el carácter festivo de los pobres. Tenemos leyes contra la blasfemia —es decir, contra cierto tipo de lenguaje brutal y ofensivo que nadie sino un oscuro hombre se permitiría. Pero no tenemos leyes contra la herejía: el envenenamiento intelectual de todo el pueblo, algo que solo pueden hacer los hombres prósperos y prominentes. La maldad de la aristocracia no consiste en que lleve a cometer cosas malas o tristes; la maldad de la aristocracia consiste en que lo pone todo en manos de personas que pueden cometer lo que no podrían padecer. Ya sea que tengan buena o mala intención, terminan siendo igualmente frívolos. El argumento contra la moderna clase gobernante de Inglaterra no radica en que sea egoísta; si se quiere, se les puede llamar fantásticamente desinteresados. El argumento contra ellos radica en que, cuando legislan para todos los hombres, siempre se excluyen ellos mismos.
Así que no somos democráticos en nuestra religión, como lo demuestran nuestros esfuerzos por “levantar” a los pobres. No somos democráticos en nuestro gobierno, como lo demuestra nuestro ingenuo intento de gobernarlos bien. Pero, por sobre todo, no somos democráticos en nuestra literatura, como lo demuestra la avalancha de novelas sobre los pobres y los serios estudios sobre los pobres que salen cada mes de nuestras editoriales. Y mientras más “moderno” el libro más seguro es que carecerá de un sentimiento democrático.
Un hombre pobre es un hombre que no tiene mucho dinero. Esta puede parecer una descripción tan simple como innecesaria; pero, frente a la cantidad de hechos y ficciones modernos, parece necesaria. La mayoría de nuestros realistas y sociólogos hablan del pobre como si fuera un calamar o un cocodrilo. Es tan innecesario estudiar la psicología de la pobreza, como lo es estudiar la psicología del mal temperamento o la psicología de la vanidad o la psicología de los espíritus animales. Un hombre debe saber algo sobre las emociones de otro hombre que se siente insultado, no por haber sido insultado, sino por ser simplemente un hombre. Y debe saber de las emociones de un hombre pobre, no por ser pobre, sino por ser simplemente un hombre. Por lo tanto, mi primera objeción frente a cualquier escritor que describe la pobreza es que haya estudiado a su personaje. Un verdadero demócrata lo habría imaginado.
Muchas cosas duras se han dicho sobre las relaciones de la religión con la pobreza, o de las relaciones de la política y la sociología con la pobreza; pero lo más despreciable de todo es la representación artística de la pobreza. El religioso se supone que al menos está interesado en el vendedor ambulante porque es un hombre. El político está interesado, en un sentido superficial y perverso, porque el vendedor es un ciudadano. Solo el miserable escritor está interesado en el vendedor ambulante porque es un vendedor ambulante. Puede ser honesto –aunque soso– en la medida en que solo esté buscando impresiones o, en otras palabras, copiando su oficio. Pero cuando se esfuerza por pretender que está describiendo el núcleo espiritual de un vendedor ambulante, sus tenues vicios y sus delicadas virtudes, entonces debemos replicar que su pretensión es absurda: debemos recordarle que es un simple periodista y nada más. Tiene incluso menos autoridad psicológica que el tonto misionero. Porque, en el sentido literal y derivativo, trabaja para un diario; mientras que el misionero trabaja para lo eterno. El misionero al menos pretende tener una versión del destino del hombre para todos los tiempos; el periodista solo pretende tener una versión de ese destino de un día para otro. El misionero viene a decirle al hombre pobre que se encuentra en las mismas condiciones en que están todos los hombres. El periodista les dice a otras personas lo distinto que el pobre es de los demás.
Si las novelas modernas sobre los sectores pobres –como las del señor Arthur Morrison o las muy bien escritas del señor Somerset Maugham– tienen la intención de causar sensación, lo único que puedo decir es que se trata de un noble propósito y que lo consiguen. Una sensación, un impacto en la imaginación, como el contacto con el agua fría, siempre es algo bueno y estimulante. Y no hay duda de que los hombres siempre buscarán esta sensación como se estudian las excentricidades de gentes remotas o foráneas. En el siglo doce los hombres tenían esta sensación leyendo sobre hombres con cabeza de perro en África. Pero bien puede ser –y de manera legítima– que, como estos monstruos se han desvanecido de la mitología popular, sea necesario tener en nuestra ficción el horrible y peludo habitante del barrio pobre, con el único fin de mantener vivo en nosotros el miedo y la maravilla infantil frente a las peculiaridades externas. La Edad Media (que era mucho más sensata que lo que ahora está de moda reconocerle) en el fondo observaba la historia natural como una especie de chiste; pues el alma era lo de veras importante. Así que, mientras tenían una historia natural de hombres con cabeza de perro, nunca profesaron tener una psicología para hombres con cabeza de perro. Nunca se propusieron reflejar la mente del hombre con cabeza de perro, ni de compartir sus secretos más tiernos o ascender con sus especulaciones más celestiales. No escribían novelas sobre la criatura semicanina, atribuyéndole de paso las viejas perversiones y las nuevas modas. Es permisible representar a los hombres como monstruos, si pretendemos que el lector se sobresalte –y hacer que cualquiera salte es siempre un acto cristiano. Pero no es permisible representar a los hombres como si ellos mismos se consideraran monstruos o sobresaltándose a sí mismos. En resumen, nuestra ficción de la pobreza puede ser defendida como ficción estética, pero no es posible defenderla como un hecho espiritual.
Un obstáculo enorme se interpone en el camino de su veracidad. Los hombres que la escriben, y los que la leen, son hombres de las clases media o alta; por lo menos, forman parte de aquellas que de manera general se definen como las clases educadas. El hecho de que se hable de la vida como la observa el hombre refinado prueba que no puede ser la vida como la vive el hombre sin refinamiento. Los hombres ricos escriben historias sobre los hombres pobres, y los describen hablando con enunciados burdos, ásperos o groseros. Pero los pobres, si escribieran novelas sobre usted o sobre mí, nos describirían hablando con chillidos absurdos y voces afectadas, como los que solo escuchamos salir de las duquesas en las farsas de tres actos en el teatro Adelphi. El novelista de la pobreza obtiene todo su efecto por el hecho de que algún detalle le resulta extraño al lector. Pero ese detalle, por la naturaleza del caso, no puede ser extraño para el alma que afirma estar estudiando. El novelista de la pobreza obtiene su efecto describiendo la misma bruma gris envolviendo la lóbrega factoría y la sucia taberna. Pero, para el hombre al que se supone que está estudiando, la diferencia entre la factoría y la taberna es igual a la que existe para el hombre de la clase media entre trabajar hasta tarde en la oficina y una cena en Pagani's. El pobre novelista está contento con señalar que para la mirada de su clase particular una piqueta se ve sucia y una olla de peltre se ve sucia. Pero ese hombre, al que se supone que está estudiando, ve la diferencia, del mismo modo que un funcionario ve la diferencia entre un libro de contabilidad y una edición de lujo. El claroscuro de la vida se pierde de manera inevitable, porque para nosotros la luz intensa y las sombras son todas gris claro. Pero las luces intensas y las sombras no son todas gris claro, ni en esa ni en ninguna otra vida. El tipo de hombre que de veras podría expresar los placeres del pobre sería también un tipo de hombre que pudiera compartirlos. En pocas palabras, estos libros no son un registro de la psicología de la pobreza. Son un registro de la psicología de la fortuna y la cultura cuando entran en contacto con la pobreza. Tampoco son una descripción del estado de los barrios pobres. Solo son una oscura y tenebrosa descripción del estado de quienes allí viven. Uno podría ofrecer innumerables ejemplos de la antipática e impopular cualidad de estos escritores realistas. Pero el ejemplo más simple y obvio con el que podríamos concluir es el hecho de que estos escritores sean realistas. El pobre tiene muchos otros vicios, pero al menos nunca es realista. Los pobres son melodramáticos y románticos por naturaleza; los pobres creen en elevados lugares comunes y copian refranes de los libros; quizá ese sea el significado más profundo de la expresión: “Bienaventurados sean los pobres”. Bienaventurados los pobres, porque siempre están haciendo que la vida sea como una obra teatral. Algunos educadores y filántropos ingenuos (porque hasta los filántropos pueden ser ingenuos) han expresado una grave sorpresa por el hecho de que las clases populares prefieran las novelitas escandalosas y los melodramas, en lugar de tratados científicos y obras sesudas. La razón es muy simple. Es cierto que la obra realista es más artística que la melodramática. Si lo que usted desea es manejo hábil, proporciones delicadas y unidad de la atmósfera artística, la historia realista tiene mucha ventaja sobre el melodrama. En todo lo que es luminoso y brillante y ornamental, la historia realista tiene ventaja completa sobre el melodrama. Pero el melodrama tiene al menos una ventaja indiscutible frente a la historia realista. El melodrama es más como la vida, es más como el hombre y, en especial, es más como el hombre pobre. Es banal y poco artístico cuando la mujer pobre dice en el escenario del teatro Adelphi: “¿Usted cree que yo vendería a mi propio hijo?” Pero las mujeres pobres en Battersea High Road dicen: “¿Usted cree que yo vendería a mi hijo?” Lo dicen en cualquier oportunidad. Uno puede escuchar una especie de murmullo o balbuceo con la frase por toda la calle. Es un arte dramático (si llega a serlo) insípido y muy débil cuando el trabajador se enfrenta a su jefe y le dice: “Soy un hombre”. Pero el trabajador de veras dice: “Soy un hombre” dos o tres veces al día. De hecho, es probablemente tedioso escuchar a los pobres cuando son melodramáticos en un escenario, pero eso se debe a que siempre es posible escucharlos cuando son melodramáticos en la calle. Si el melodrama es soso, se debe a que es demasiado preciso. De algún modo es el mismo problema que existe en las historias sobre colegiales. Stalky and Co., la historia del señor Kipling, es mucho más divertida (si usted está hablando de diversión) que Eric, de Dean Farrar. Pero Eric es mucho más como la vida de los colegiales. Porque en la vida del colegio –en la verdadera infancia– abundan las cosas que llenan la historia de Eric: arrogancia, cruda piedad, pecados tontos, un esfuerzo débil pero continuo por ser heroicos; en una palabra, melodrama. Y si deseamos establecer una base firme para cualquier esfuerzo por ayudar a los pobres, no debemos volvernos realistas y mirarlos desde afuera. Debemos ser melodramáticos y verlos desde dentro. El novelista no debe sacar su cuaderno y decir: “Soy un experto”. Debe imitar al trabajador en la obra del teatro Adelphi. Debe golpearse en el pecho y decir: “Soy un hombre”.




Tuesday, December 18, 2018

La poesía de las cosas

La cosa semáforo no carece de poesía: es un lugar donde los hombres, en medio de una agonía de ojos muy abiertos, encienden fuegos del color de la sangre y del agua del mar para salvar a otros hombres de la muerte.




No hay un tema que no sea interesante. Lo único que puede haber es personas desinteresadas. Necesitamos con urgencia una defensa de los que aburren. Cuando Byron dividió a la humanidad entre los aburridores y los que se aburren, le faltó notar que las cualidades más elevadas están en el lado de los primeros y las bajas del lado de los que se aburren, entre los que él mismo se contaba. El aburridor, con su entusiasmo rutilante y su solemne alegría, ha demostrado que es poético. El que se aburre demostró que era prosaico.
Es posible que nos parezca una molestia contar todas las hojas de hierba o todas las hojas de los árboles; pero esto no se debe a nuestra audacia o nuestra alegría de espíritu, sino a nuestra carencia de esos atributos. El aburridor seguirá adelante, con audacia y alegría, y le parecerá que las hojas de hierba son tan espléndidas como las espadas de un ejército. El aburridor es más fuerte y más dichoso que nosotros; es un semidiós —no, es un dios. Porque los dioses son los que no se cansan de la repetición de las cosas; para ellos el anochecer es siempre nuevo, y la última rosa es tan roja como la primera.
El sentimiento de que todo es poético es algo sólido y absoluto; no es solo un asunto de fraseología o de persuasión. No solo es cierto, sino verificable. Se puede retar a los hombres a que lo nieguen, a que mencionen algo que no sea material poético. Recuerdo que hace mucho un subeditor sensible se me acercó con un libro cuyo título era “El señor Smith” o “La familia Smith” o algo por el estilo. Me dijo: “Te aseguro que no encontrarás aquí nada de tu maldito misticismo”. Me satisface haber demostrado que estaba equivocado; pero la victoria fue muy fácil y obvia. En la mayoría de los casos el nombre no es poético, pero el hecho es poético. En el caso de Smith (Nota del traductor: “Smith”, cuya traducción es “Herrero”, suele usarse como ejemplo de apellido muy común, como Pérez o García en español), el nombre es tan poético que debe ser un asunto arduo y heroico que un hombre pueda vivir a su altura. Smith es el nombre del único oficio que hasta los reyes respetaban. Puede reclamar para sí la mitad de la gloria de ese canto de las armas, el arma virumque de los poemas épicos. El espíritu de la herrería es tan cercano al espíritu del canto que se ha mezclado con millones de poemas, y todo herrero es un armonioso herrero.
Incluso los niños del pueblo sienten de manera vaga que el herrero es poético, como no llegan a serlo el verdulero y el zapatero, cuando se regodea en esa danza de chispas y golpes ensordecedores en la caverna de esa violencia creativa. El reposo crudo de la naturaleza, la astucia apasionada del hombre, el más fuerte de los metales terrenales, el más raro de los elementos, el hierro inconquistable subyugado por su único conquistador, la rueda y el arado, la espada y el martillo, la disposición de los ejércitos y toda la leyenda de las armas, todas estas cosas están escritas, ciertamente con brevedad, pero de manera claramente legible, en la tarjeta de visita de Mr. Smith. Y sin embargo nuestros novelistas llaman a su héroe "Aylmer Valence", que no significa nada, o "Vernon Raymond", que tampoco significa nada, cuando podrían haberle dado el sagrado nombre de Smith —un nombre hecho de hierro y de llamas. Sería muy natural que cierta altivez, cierta actitud de la cabeza, cierto doblez de labios distinguieran a todos los que llevan el nombre de Smith. Tal vez lo hacen; confío en que es así. Todos los demás son advenedizos, pero los Smith nunca lo son. Desde el más oscuro amanecer de la historia este clan ha avanzado hacia la batalla; sus trofeos están en todas las manos; su nombre está en todos lados; es más antiguo que todas las naciones, y su símbolo es el martillo de Thor. Pero, como también lo señalé, no suele ser así. Es común que las cosas comunes sean poéticas; pero no es tan común que los nombres comunes sean poéticos. En la mayoría de los casos, el nombre es el obstáculo. Muchas personas hablan como si esta declaración nuestra, la de que todas las cosas son poéticas, fuera solo un asunto de ingenio literario, un juego de palabras. Pero es todo lo contrario. La idea de que algunas cosas no son poéticas es el verdadero juego de palabras, lo verdaderamente literario, La palabra semáforo no tiene nada de poético. Pero la cosa semáforo no carece de poesía: es un lugar donde los hombres, en medio de una agonía de ojos muy abiertos, encienden fuegos del color de la sangre y del agua del mar para salvar a otros hombres de la muerte. Esa es la simple y genuina descripción de un semáforo. La prosa solo aparece con la manera como se le denomina. La palabra buzón no tiene nada de poética. Pero la cosa buzón no carece de poesía: es el espacio al que amigos y amantes le confían sus mensajes, conscientes de que cuando lo hagan serán sagrados, y no podrán ser tocados, no solo por otros, sino también (¡toque sagrado!) por quien acaba de depositarlo. Esa torrecita roja es uno de los últimos templos. Poner una carta y casarse están entre las pocas cosas enteramente románticas que quedan; porque para ser romántica una cosa debe ser irrevocable. Pensamos que un buzón es prosaico, porque no hay con qué hacerle rima. Pensamos que un buzón es prosaico porque nunca lo hemos visto en un poema. Pero los hechos contundentes se inclinan del lado de la poesía. Un semáforo solo recibe el nombre de semáforo, pero es un lugar de vida o muerte. Un buzón solo recibe el nombre de buzón, pero es un santuario de las palabras humanas. Si piensas que el nombre "Smith" es prosaico, no se debe a que seas práctico y sensible; se debe a que te encuentras muy afectado por refinamientos literarios. El nombre grita en tu rostro la palabra poesía. Si piensas de otro modo, se debe a que estás impregnado y saturado con reminiscencias verbales, porque recuerdas todo lo que se ha escrito en revistas sobre Mr. Smith borracho o Mr. Smith recibiendo cantaleta. Todas estas cosas te fueron concedidas con poesía. Solo ha sido a través de un largo y elaborado esfuerzo literario que has conseguido hacer que sean prosaicas.

De “Sobre Mr. Kipling y la manera de empequeñecer el mundo”, en Herejes.