Thursday, May 3, 2018

Convenciones de la ficción



Times Square (2009)


Mucho se discute entre los entendidos si el arte debe abolir la moral llamándola convención. Quizá sería mejor que los sabios discutieran si el arte debe abolir también las convenciones. Pero hay algo que me parece raro: que el arte moderno haya abolido la moral sin abolir las convenciones. Quiero decir que convenciones muy tímidas y modosas, restos de frágiles y artificiales estilos de escritura, se las arreglan para seguir –con licencia y laxitudes– al lado de cosas mucho más importantes. Es como si la gente pudiera deshacerse de los mandamientos, pero no de las convenciones. Daré sólo un breve ejemplo, que no ha dejado de impactarme cuando leo la mayoría de las novelas modernas.
En esas novelas modernas hay tipos de mujeres, y descripciones de mujeres, que habrían hecho ruborizar a Petronio o habrían sido consideradas un poco chabacanas para el refinamiento de Rabelais. Pero hay en esas descripciones todavía ciertas convenciones, de veras irreales, exactamente iguales a las que aparecen en las obras de Miss Porter o Miss Procter. Una y otra vez, el lector moderno se encuentra con frases como esta: “Peter ya había notado en la puerta a una sonriente chica de ojos azules, de cabeza brillante y pelo corto, en medio de un grupo de recién llegados que al parecer querían colarse en la fiesta”. La frase también puede ser algo así: “Ágil, delgada y de ojos cafés, con un bronceado fiero y delicado, Joan se paró con elegancia en la roca distante, dispuesta a lanzarse al agua”.  Hay cientos de ejemplos; pero todos asumen que lo primero que una persona nota sobre una mujer es el color de sus ojos. Ahora, es perfectamente posible estar por mucho tiempo con alguien en términos de tolerable intimidad y ser incapaces de recordar de repente el color de sus ojos. Y, ciertamente, nadie vio el color de los ojos de una persona desconocida a través de un amplio salón de baile en Mayfair, un enorme apartamento en Chelsea o las amplias arenas del Lido. Uno supondría que los ojos azules de esa chica eran como enormes lámparas azules, y que brillaban hasta muy lejos como las señales verdes y rojas de los ferrocarriles. Esta pequeña tradición o truco sentimental, que está en cientos de descripciones literarias de seres humanos, suena falsa, y los más generosos y fastuosos suministros de bajeza y barbarie moral no compensan la deficiencia.
Lo que un hombre ve primero de una mujer, o de cualquier persona, es el tipo: si es, por ejemplo, el tipo que fluye en largas líneas, con rasgos alargados, ese tipo que el artista dibujaría de perfil; o si tiene una cara de esas que son más características cuando se miran de frente, en especial el tipo de cara abierta y cuadrada que casi siempre se encuentra en los boxeadores y que, por hermosa que sea, tiene un toque de primate. Una persona puede distinguir esos dos tipos a través del salón más amplio o de las arenas más extendidas, casi con tanta facilidad como podría distinguir un caballo, una vaca o un venado. Es posible que distinga cientos de cosas más sobre el rango o la cultura o incluso el carácter; puede hacer inferencias sobre la actitud, los gestos o la manera de caminar. Puede hacer todo eso a una distancia desde la que sería tan imposible  ver ojos azules en la cabeza de la muchacha como ver piedras azules en su anillo de compromiso. Y sin embargo he encontrado cientos de veces en mis lecturas de un día esa pequeña artificialidad de la descripción, mientras hojeo las historias modernas, incluso aquellas de autores capaces y ambiciosos. Es una pequeñez. Es un asunto minúsculo, tan pequeño que casi no se ve y, sin embargo, siempre aparece. Pero ocurre que ilustra una curiosa forma de convención oculta que subyace en la mayor parte de esa escritura moderna que se considera a sí misma no convencional.  En cosas más notorias, los realistas se acuerdan de ser desvergonzados; pero en estas minucias se olvidan de ser realistas.
Conocí a una dama, con un gran sentido del humor, cuyo oficio consistía en escribir romances convencionales para la vieja y convencional industria editorial, la que provee series y novelitas saludables pero algo sentimentales. La dama se divertía mucho haciendo su tarea; y me contó en una ocasión que había escrito un largo romance serial, con una heroína grandiosa y trágica, sólo para que al final el público, o al menos el editor, insistiera en pedirle una heroína pequeña y brillante. Con noble calma, despreciando la idea de cambiar un solo incidente de la narración, se limitó a recorrer todo el manuscrito, cambiando los ojos cafés por azules. Cuando llego a la línea, "Miró los ojos oscuros e insondables de Amanda," se limitó a tachar los adjetivos y encima escribió "azules y brillantes". Por supuesto, no todo era un asunto de ojos; tuvo que hacer algunas modificaciones de actitud y vestuario. Donde había escrito "Amanda se desplazó por el césped”, cambió una palabra: "Amanda trastabilló por el césped." Esa, por cierto, es otra de las viejas convenciones que se mantienen incluso en las nuevas novelas no convencionales. Las chicas a veces trastabillan en las más sombrías observaciones literarias. Los novelistas todavía trastabillan con esa trampa tan anticuada. Yo nunca he visto a nadie trastabillar, excepto alguien  que se tropieza con un escabel  y cae de narices, para el satírico regocijo de la raza humana. En fin, al amplio sombrero de Amanda se le redujo su sombra y se le adornó con una rosa o algo por el estilo; su atuendo se hizo menos amplio y severo; pero nada más tuvo que ser alterado. Del mismo modo, a veces me parece que aquellos que escriben de la manera más revolucionaria lo hacen en concordancia con una fórmula revolucionaria. Se limitan a repasar su historia y poner en ellas los términos que se supone que harán de su heroína una mujer chic o distinguida, según las momentáneas convenciones sobre lo que no es convencional. La heroína no tiene mayor individualidad real, en medio de todo ese alboroto sobre el individualismo, que la que tiene la adaptable Amanda, cuyos ojos se mudan con tanta facilidad del negro al azul.
Tal vez las que llamamos descripciones realistas están condenadas a ser convencionales porque están condenadas a ajustarse a la moda. Tienen la obligación de hacer énfasis sobre los mismos puntos que un particular periodo considera importantes; que son exactamente los puntos que el siguiente periodo considerará carentes de importancia. Así que tenemos la paradoja de que los mejores cumplidos a las mujeres no han sido las descripciones directas, sino las indirectas. El cumplido directo se ocupa de todos los detalles pasajeros; el cumplido indirecto, de las impresiones que no pasan. Los arqueólogos han desarrollado una teoría completa sobre el vestuario de Helena de Troya, que al parecer consistía en un bonete de paja, chaqueta de campaña y zapatos de tacón alto. Si Homero hubiera hecho una descripción realista, nos habría parecido vulgar. Eran más decorosos los vestidos del siglo catorce, pero no eran más naturales; y, si Dante hubiera descrito a Beatriz con la ropa que usaba  nos habría parecido a la vez rígida y extravagante. Pero las eras pasarán, las civilizaciones desaparecerán, y el tiempo no desgastará los bordes  finos del gran cumplido indirecto, esa más vieja y más sabia manera de describir el efecto y no los instrumentos externos. Como cuando Dante, observa a su dama en las alturas, y se siente como el monstruo legendario al que probar un extraño alimento lo convirtió en un dios. O como cuando a Homero le pareció bien que escucháramos a los troyanos refunfuñar contra la causa de la guerra y, luego, ese extraño silencio que cayó sobre ellos, pleno de luz y entendimiento, cuando Helena apareció sobre la muralla.

All I survey (1933)


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