Tuesday, March 20, 2018

Tom Jones y la moral



Es justo que se celebre el segundo centenario de Henry Fielding, incluso si, hasta donde puede verse, sólo lo celebran los periódicos. Sería pedir demasiado que tal incidente meramente cronológico indujera a que la gente que escribe sobre Fielding también lo leyera; una negligencia como esa es otro de los nombres de la gloria. Un gran clásico es un hombre que uno puede elogiar sin haberlo leído. Este hecho no es completamente injusto; tan solo implica un cierto respeto por los descubrimientos y conclusiones del grueso de la humanidad. Yo nunca he leído a Píndaro (quiero decir que nunca he leído al Píndaro griego; a Pedro Píndaro sí lo he leído bien), pero pienso que el hecho de que no haya leído a Píndaro no debería limitarme –como de hecho no lo hace– para que hable de “las obras maestras de Píndaro” o de “grandes poetas como Píndaro o Esquilo”. Incluso los estudiosos más ilustrados tienen un conocimiento poco claro sobre este como sobre muchos otros temas; y la posición que asumen no es nada razonable. Si un periodista o un hombre ordinario de mediana cultura  menciona a Villon o a Homero, consideran todo un triunfo decirle en tono de burla: "Usted no puede leer francés medieval" o "Usted no puede leer el griego de los tiempos de Homero". Pero no es una burla triunfal –de hecho, ni siquiera es una burla. Un hombre tiene tanto derecho a emplear en sus discursos los datos tradicionales y establecidos de la historia humana, como el derecho que tiene a emplear cualquier otro fragmento de información humana al alcance general. Y es tan razonable para un hombre que no lee francés medieval asumir que Villon fue un buen poeta como lo sería para un hombre sin oído para la música asumir que Beethoven fue un buen músico. El hecho de que no tenga oído para la música no es una razón para asumir que la raza humana no tiene oído para la música. Porque soy ignorante (como de hecho lo soy), de eso no se deriva que debo asumir que vivo engañado. El hombre que no elogiaría a Píndaro a menos que lo hubiera leído sería un tipo rastrero, desconfiado, la peor clase de escéptico, que duda no solo de Dios, sino también de los hombres. Sería como un hombre que no puede llamar alto al Monte Everest a menos que lo haya escalado. Sería como un hombre que se niega admitir que el polo norte es frío hasta no haberlo visitado.
Pero creo que hay un límite –y es un límite muy legítimo– para este proceso. Un hombre puede elogiar a Píndaro siendo incapaz de distinguir el arriba y el abajo de una letra griega. Pero creo que, si un hombre se dispone a atacar a Píndaro, si se propone denunciarlo, refutarlo o exhibir sus faltas, si se dispone a mostrar a Píndaro como el ignaro y descarado impostor que es, en ese caso sería apenas necesario –pienso que, en todo caso, no haría daño– que supiera algún poquito de griego, e incluso que haya leído algún trocito de Píndaro. Y creo que estaríamos en la misma situación si el crítico estuviera preocupado por señalar que Píndaro era escandalosamente inmoral, pestilentemente cínico, o bajo y bestial en su manera de ver la vida. Cuando la gente hiciera esos ataques contra la moral de Píndaro, yo lamentaría que no pudiera leer griego; y cuando hacen esos ataques contra la moral de Fielding, lamento mucho que no puedan leer inglés.
Parece haberse extendido la idea extraordinaria de que Fielding era en cierto modo un escritor ofensivo e inmoral. He quedado sorprendido por el número de perfiles, artículos literarios y otros escritos que se publican ahora mismo sobre él, en los que predomina un curioso tono de disculpa por el hombre. Un crítico dice que, después de todo, no podía evitar ser lo que era, porque vivió en el siglo 18; otro dijo que debemos permitir el cambio de modales y de ideas; otro, que Fielding no carecía del todo de sentimientos humanos y generosos; otro sugiere que, después de todo, se aferró débilmente a algunas virtudes de menor importancia. ¿Qué carajos significa todo eso? Fielding describió a Tom Jones moviéndose en la dirección en que, para peor infortunio, un número muy grande de jóvenes se mueve. Es innecesario decir que Henry Fielding sabía que era una desafortunada manera de conducirse. Incluso Tom Jones sabía eso. Dijo de muchas maneras que era una manera desafortunada de conducirse; casi podríamos afirmar que dijo que había arruinado su vida: el pasaje está ahí para beneficio de cualquiera que se tome el trabajo de leer el libro. Hay numerosas evidencias (aunque sean de tipo místico e indirecto), hay numerosas evidencias, digo, de que Fielding probablemente pensaba que era mejor ser Tom Jones que ser un completo cobarde o un hipócrita. Pero no hay un hilo, un pelo, una motita de evidencia que demuestre que Fielding pensara que era mejor ser Tom Jones que ser un buen hombre. Lo único que le concierne es la descripción de un tipo muy preciso y real de joven: el joven cuyas pasiones y cuyas necesidades egoístas parecían a veces ser más fuertes que cualquier otra cosa dentro de él.
La moral práctica de Tom Jones es mala, aunque no tan exageradamente  mala, espiritualmente hablando, como la moral de Arthur Pendennis o la moral práctica de Pip, y ciertamente no tan mala  como la profunda inmoralidad practica de Daniel Deronda. La moral práctica de Tom Jones es mala; pero no puedo ver ninguna prueba de que su moral teórica fuera particularmente mala. No hay necesidad de decirles a la mayoría de los muchachos jóvenes modernos que vivan siquiera a la altura de la ética teórica de Henry Fielding. Si vivieran a la altura de la moral teórica del pobre Tom Jones, se elevarían de repente a la dimensión de los arcángeles. Tom Jones está vivo todavía, con toda su bondad y toda su maldad; recorre las calles; nos cruzamos con él todos los días. Lo saludamos, bebemos con él, fumamos con él, hablamos con él, hablamos de él. La única diferencia es que ya no tenemos el coraje intelectual para escribir sobre él. Dividimos en fragmentos el supremo y central ser humano, Tom Jones, en una serie de aspectos humanos separados. Permitimos que Mr. J. M. Barrie escriba sobre él en sus buenos momentos, y que haga de él algo mejor de lo que es. Permitimos que Zola escriba sobre él en sus malos momentos, y que lo haga mucho peor de lo que es. Permitimos que Maeterlinck celebre esos momentos de pánico spiritual que Jones reconoce como cobardía; permitimos que Mr. Rudyard Kipling celebre esos momentos de brutalidad que Jones sabe que son todavía más cobardes. Permitimos que los escritores obscenos escriban sobre las obscenidades de este hombre del común. Permitimos que los escritores puritanos escriban sobre las purezas de este hombre del común. Observamos a través de un agujero que hace ver a los hombres como demonios, y lo llamamos arte contemporáneo. Miramos a través de otro agujero  que hace ver a los hombres como ángeles, y lo que vemos lo llamamos Nueva Teología. Pero si bajamos algunos viejos libros empolvados del anaquel, si pasamos algunas páginas mohosas y si en esa oscuridad y decadencia encontramos algunos leves trazos de la historia de un hombre completo, uno como el que ahora camina afuera sobre el pavimento, de repente extraemos un rostro gigantesco y lo llamamos la moral de otros tiempos.
Lo cierto es que todas estas cosas señalan cierto cambio en la visión general de la moral; pero no, pienso yo, un cambio para algo mejor. Nos hemos desarrollado hasta llegar a asociar la moral en un libro con un tipo de optimismo y hermosura; según nosotros, un libro moral es un libro sobre personas morales. Pero la vieja idea era casi por completo lo opuesto: un libro moral era un libro sobre gente inmoral. Un libro moral estaba lleno de imágenes como las de “Gin Lane” o “Stages of Cruelty” de Hogarth, o registraba, como en el periódico popular, "la terrible sentencia de Dios" contra un blasfemo o un asesino. Hay una razón filosófica para este cambio. El desamparado escepticismo de nuestro tiempo ha alcanzado un sentimiento inconsciente de que la moralidad es solo una cuestión de gustos –un accidente de la psicología. Y, si la bondad solo existe en algunas mentes humanas, un hombre que quisiera elogiar la bondad exageraría la cantidad de bondad que hay en las mentes humanas o el número de mentes humanas para las que la bondad es algo supremo. Toda confesión de que el hombre es vicioso es una confesión de que la virtud es visionaria. Frente a todo libro que admite que el mal es real se siente como si admitiera en una forma vaga que el bien es irreal. El instinto moderno es que si el corazón del hombre es malvado entonces no queda nada bueno. Pero el viejo sentimiento era que, si alguna vez el corazón del hombre era así de malvado, había algo que permanecía bueno –la bondad seguía siendo buena. Una verdadera virtud retaliadora existía por fuera de la raza humana; hasta ella se elevaban los hombres, o desde ella caían. Así, esta misma ley quedaba demostrada tanto cuando se trasgredía como cuando se acataba. Si Tom Jones violaba la moral, peor para Tom Jones. Fielding no sentía, como un melancólico hombre moderno lo habría hecho, que cada pecado de Tom Jones estaba en cierto modo rompiendo el encanto o, podríamos decir, destruyendo la ficción de moralidad. Los hombres hablaban del pecador rompiendo la ley; pero más bien era la ley la que lo rompía. Y lo que la gente moderna llama la vileza y las libertades de Fielding generalmente son la severidad y el rigor moral de Fielding. Si hubiera escrito un libro dedicado por completo a hablar de gente amable, no habría pensado que estaba sirviendo de algún modo a la moral. Fielding habría considerado a Mr. Ian Maclaren extremadamente inmoral; y se puede decir algo sobre esa perspectiva. Decir la verdad acerca del terrible combate del alma humana es ciertamente una parte muy elemental de la ética de la honestidad. Si los personajes no son malvados, el libro lo es. Esa concepción más vieja y más firme del bien como algo que existe por fuera de la debilidad humana y sin referencia al error humano puede sentirse en las obras más sueltas y ligeras de la vieja literatura inglesa. Es común que no signifique mucho llamar a Shakespeare un gran moralista; pero en esta forma particular Shakespeare es un moralista muy típico. En cualquier pasaje en que alude al bien y el mal lo hace siempre con esta vieja implicación. Lo correcto es correcto, incluso si nadie lo hace. Lo que está mal está mal, incluso si todo el mundo lo entiende mal. 

Incluido en el libro “All Things Considered” (1908).

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