Es justo que se celebre el segundo centenario de Henry
Fielding, incluso si, hasta donde puede verse, sólo lo celebran los periódicos.
Sería pedir demasiado que tal incidente meramente cronológico indujera a que la
gente que escribe sobre Fielding también lo leyera; una negligencia como esa es
otro de los nombres de la gloria. Un gran clásico es un hombre que uno puede
elogiar sin haberlo leído. Este hecho no es completamente injusto; tan solo
implica un cierto respeto por los
descubrimientos y conclusiones del grueso de la humanidad. Yo nunca he leído a
Píndaro (quiero decir que nunca he leído al Píndaro griego; a Pedro Píndaro sí
lo he leído bien), pero pienso que el hecho de que no haya leído a Píndaro no
debería limitarme –como de hecho no lo hace– para que hable de “las obras
maestras de Píndaro” o de “grandes poetas como Píndaro o Esquilo”. Incluso los
estudiosos más ilustrados tienen un conocimiento poco claro sobre este como
sobre muchos otros temas; y la posición que asumen no es nada razonable. Si un
periodista o un hombre ordinario de mediana cultura menciona a Villon o a Homero, consideran todo
un triunfo decirle en tono de burla: "Usted no puede leer francés medieval"
o "Usted no puede leer el griego de los tiempos de Homero". Pero no
es una burla triunfal –de hecho, ni siquiera es una burla. Un hombre tiene
tanto derecho a emplear en sus discursos los datos tradicionales y establecidos
de la historia humana, como el derecho que tiene a emplear cualquier otro
fragmento de información humana al alcance general. Y es tan razonable para un
hombre que no lee francés medieval asumir que Villon fue un buen poeta como lo
sería para un hombre sin oído para la música asumir que Beethoven fue un buen
músico. El hecho de que no tenga oído para la música no es una razón para asumir que la raza humana no tiene oído para la música. Porque soy
ignorante (como de hecho lo soy), de eso no se deriva que debo asumir que vivo
engañado. El hombre que no elogiaría a Píndaro a menos que lo hubiera leído sería
un tipo rastrero, desconfiado, la peor clase de escéptico, que duda no solo de Dios,
sino también de los hombres. Sería como un hombre que no puede llamar alto al
Monte Everest a menos que lo haya escalado. Sería como un hombre que se niega
admitir que el polo norte es frío hasta no haberlo visitado.
Pero creo que hay un límite –y es un límite muy
legítimo– para este proceso. Un hombre puede elogiar a Píndaro siendo incapaz
de distinguir el arriba y el abajo de una letra griega. Pero creo que, si un
hombre se dispone a atacar a Píndaro, si se propone denunciarlo, refutarlo o exhibir
sus faltas, si se dispone a mostrar a Píndaro como el ignaro y descarado impostor
que es, en ese caso sería apenas necesario –pienso que, en todo caso, no haría
daño– que supiera algún poquito de griego, e incluso que haya leído algún
trocito de Píndaro. Y creo que estaríamos en la misma situación si el crítico
estuviera preocupado por señalar que Píndaro era escandalosamente inmoral,
pestilentemente cínico, o bajo y bestial en su manera de ver la vida. Cuando la
gente hiciera esos ataques contra la moral de Píndaro, yo lamentaría que no
pudiera leer griego; y cuando hacen esos ataques contra la moral de Fielding, lamento
mucho que no puedan leer inglés.
Parece haberse extendido la idea extraordinaria de que Fielding
era en cierto modo un escritor ofensivo e inmoral. He quedado sorprendido por
el número de perfiles, artículos literarios y otros escritos que se publican
ahora mismo sobre él, en los que predomina un curioso tono de disculpa por el
hombre. Un crítico dice que, después de todo, no podía evitar ser lo que era,
porque vivió en el siglo 18; otro dijo que debemos permitir el cambio de
modales y de ideas; otro, que Fielding no carecía del todo de sentimientos
humanos y generosos; otro sugiere que, después de todo, se aferró débilmente a
algunas virtudes de menor importancia. ¿Qué carajos significa todo eso? Fielding
describió a Tom Jones moviéndose en la dirección en que, para peor infortunio, un
número muy grande de jóvenes se mueve. Es innecesario decir que Henry Fielding
sabía que era una desafortunada manera de conducirse. Incluso Tom Jones sabía
eso. Dijo de muchas maneras que era una manera desafortunada de conducirse; casi
podríamos afirmar que dijo que había arruinado su vida: el pasaje está ahí para
beneficio de cualquiera que se tome el trabajo de leer el libro. Hay numerosas evidencias
(aunque sean de tipo místico e indirecto), hay numerosas evidencias, digo, de
que Fielding probablemente pensaba que era mejor ser Tom Jones que ser un
completo cobarde o un hipócrita. Pero no hay un hilo, un pelo, una motita de
evidencia que demuestre que Fielding pensara que era mejor ser Tom Jones que
ser un buen hombre. Lo único que le concierne es la descripción de un tipo muy preciso
y real de joven: el joven cuyas pasiones y cuyas necesidades egoístas parecían a
veces ser más fuertes que cualquier otra cosa dentro de él.
La moral práctica de Tom Jones es mala, aunque no tan exageradamente
mala, espiritualmente hablando, como la moral de Arthur Pendennis o la
moral práctica de Pip, y ciertamente no tan mala como la profunda inmoralidad practica de Daniel
Deronda. La moral práctica de Tom Jones es mala; pero no puedo ver ninguna
prueba de que su moral teórica fuera particularmente mala. No hay necesidad de
decirles a la mayoría de los muchachos jóvenes modernos que vivan siquiera a la
altura de la ética teórica de Henry Fielding. Si vivieran a la altura de la
moral teórica del pobre Tom Jones, se elevarían de repente a la dimensión de
los arcángeles. Tom Jones está vivo todavía, con toda su bondad y toda su
maldad; recorre las calles; nos cruzamos con él todos los días. Lo saludamos,
bebemos con él, fumamos con él, hablamos con él, hablamos de él. La única
diferencia es que ya no tenemos el coraje intelectual para escribir sobre él. Dividimos
en fragmentos el supremo y central ser humano, Tom Jones, en una serie de
aspectos humanos separados. Permitimos que Mr. J. M. Barrie escriba sobre él en
sus buenos momentos, y que haga de él algo mejor de lo que es. Permitimos que
Zola escriba sobre él en sus malos momentos, y que lo haga mucho peor de lo que
es. Permitimos que Maeterlinck celebre esos momentos de pánico spiritual que Jones
reconoce como cobardía; permitimos que Mr. Rudyard Kipling celebre esos
momentos de brutalidad que Jones sabe que son todavía más cobardes. Permitimos
que los escritores obscenos escriban sobre las obscenidades de este hombre del
común. Permitimos que los escritores puritanos escriban sobre las purezas de
este hombre del común. Observamos a través de un agujero que hace ver a los
hombres como demonios, y lo llamamos arte contemporáneo. Miramos a través de
otro agujero que hace ver a los hombres
como ángeles, y lo que vemos lo llamamos Nueva Teología. Pero si bajamos
algunos viejos libros empolvados del anaquel, si pasamos algunas páginas
mohosas y si en esa oscuridad y decadencia encontramos algunos leves trazos de
la historia de un hombre completo, uno como el que ahora camina afuera sobre el
pavimento, de repente extraemos un rostro gigantesco y lo llamamos la moral de otros
tiempos.
Lo cierto es que todas estas cosas señalan cierto cambio
en la visión general de la moral; pero no, pienso yo, un cambio para algo mejor.
Nos hemos desarrollado hasta llegar a asociar la moral en un libro con un tipo
de optimismo y hermosura; según nosotros, un libro moral es un libro sobre
personas morales. Pero la vieja idea era casi por completo lo opuesto: un libro
moral era un libro sobre gente inmoral. Un libro moral estaba lleno de imágenes
como las de “Gin Lane” o “Stages of Cruelty” de Hogarth, o registraba, como en
el periódico popular, "la terrible sentencia de Dios" contra un
blasfemo o un asesino. Hay una razón filosófica para este cambio. El desamparado
escepticismo de nuestro tiempo ha alcanzado un sentimiento inconsciente de que
la moralidad es solo una cuestión de gustos –un accidente de la psicología. Y, si la bondad solo existe en algunas mentes humanas, un hombre que quisiera
elogiar la bondad exageraría la cantidad de bondad que hay en las mentes
humanas o el número de mentes humanas para las que la bondad es algo supremo. Toda
confesión de que el hombre es vicioso es una confesión de que la virtud es
visionaria. Frente a todo libro que admite que el mal es real se siente como si
admitiera en una forma vaga que el bien es irreal. El instinto moderno es que
si el corazón del hombre es malvado entonces no queda nada bueno. Pero el viejo
sentimiento era que, si alguna vez el corazón del hombre era así de malvado, había
algo que permanecía bueno –la bondad seguía siendo buena. Una verdadera virtud retaliadora existía por fuera de la raza humana; hasta ella se elevaban los hombres, o
desde ella caían. Así, esta misma ley quedaba demostrada tanto cuando se trasgredía
como cuando se acataba. Si Tom Jones violaba la moral, peor para Tom Jones. Fielding
no sentía, como un melancólico hombre moderno lo habría hecho, que cada pecado
de Tom Jones estaba en cierto modo rompiendo el encanto o, podríamos decir,
destruyendo la ficción de moralidad. Los hombres hablaban del pecador rompiendo
la ley; pero más bien era la ley la que lo rompía. Y lo que la gente moderna
llama la vileza y las libertades de Fielding generalmente son la severidad y el
rigor moral de Fielding. Si hubiera escrito un libro dedicado por completo a
hablar de gente amable, no habría pensado que estaba sirviendo de algún modo a
la moral. Fielding habría considerado a Mr. Ian Maclaren extremadamente inmoral;
y se puede decir algo sobre esa perspectiva. Decir la verdad acerca del
terrible combate del alma humana es ciertamente una parte muy elemental de la ética
de la honestidad. Si los personajes no son malvados, el libro lo es. Esa concepción
más vieja y más firme del bien como algo que existe por fuera de la debilidad
humana y sin referencia al error humano puede sentirse en las obras más sueltas
y ligeras de la vieja literatura inglesa. Es común que no signifique mucho
llamar a Shakespeare un gran moralista; pero en esta forma particular Shakespeare
es un moralista muy típico. En cualquier pasaje en que alude al bien y el mal
lo hace siempre con esta vieja implicación. Lo correcto es correcto, incluso si
nadie lo hace. Lo que está mal está mal, incluso si todo el mundo lo entiende mal.
Incluido en el libro “All Things
Considered” (1908).
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