Uno
pensaría que la familia puede considerarse con justicia como una suprema institución
humana. Todos reconocen que hasta ahora ha sido la célula principal y la unidad
central de casi todas las sociedades, excepto algunas como las de los Lacedemonios,
quienes se inclinaron por la "efectividad" y, por tal razón,
perecieron sin dejar huella. El cristianismo, incluso con lo enorme que fue su
revolución, no alteró esta antigua y salvaje santidad; sólo cambió su sentido. No
negó la trinidad de padre, madre e hijo. Sólo la leyó al revés, haciéndola:
hijo, madre y padre. A eso llama, no familia,
sino Sagrada Familia, porque muchas cosas se hacen sagradas cuando se
les para de cabeza. Pero algunos sabios de nuestra propia decadencia han hecho
un serio ataque contra la familia. La han impugnado, en mi opinión de manera
equivocada; y sus defensores la han defendido también de manera equivocada. La
defensa más común es que, entre los agobios y vaivenes de la vida, la familia
es apacible, placentera y armónica. Pero hay otra defensa, para mí evidente:
que la familia ni es apacible ni placentera ni armónica.
No
está muy de moda hoy en día hablar de las ventajas de las comunidades pequeñas.
Nos han dicho que debemos preferir grandes imperios y grandes ideas. Pero hay una ventaja en el estado, la ciudad o
el pueblo pequeños que sólo los ciegos voluntarios pueden ignorar. El hombre
que vive en una comunidad pequeña vive en un mundo mucho más grande. Sabe más
de las feroces variedades e intransigentes divergencias de los hombres. La
razón es obvia. En una comunidad grande podemos decidir quienes nos acompañan. En
una comunidad pequeña, quienes nos acompañan nos han sido asignados. De este
modo, en las sociedades grandes y altamente civilizadas, los grupos se forman
sobre la base de lo que llaman simpatía, y excluyen el mundo real de manera más
rotunda que las puertas de un monasterio. No hay nada estrecho en un clan; lo
de veras estrecho es una camarilla. Los miembros de una camarilla viven juntos
porque todos usan el mismo tartán o son descendientes de la misma vaca sagrada;
pero en sus almas, por la suerte divina de las cosas, siempre habrá más colores
que en cualquier tartán. Los hombres de la camarilla viven juntos porque tienen
el mismo tipo de alma, y su estrechez es una estrechez de coherencia espiritual
y de satisfacción, como la que hay en el infierno. Una sociedad grande existe
con el propósito de formar camarillas. Una sociedad grande es una sociedad para
la promoción de la estrechez. Es una maquinaria cuyo propósito es resguardar al
individuo solitario y sensible contra toda experiencia con los amargos y
tonificantes compromisos humanos. En el sentido más literal de las palabras, es
una sociedad para la prevención del conocimiento cristiano.
Podemos
ver este cambio, por ejemplo, en la transformación moderna de eso que llaman el
club. Cuando Londres era más pequeña, y cada parte de Londres era más
independiente y parroquial, el club era lo que todavía es en los pueblos, lo
opuesto de lo que ahora es en las grandes ciudades. Entonces se apreciaba el
club como un sitio donde un hombre podía ser sociable. Ahora se le aprecia como
un sitio donde puede ser asocial. Mientras más grande y elaborada se vuelve
nuestra civilización, en mayor medida los clubes dejan de ser lugares donde un
hombre puede tener una discusión ruidosa, y se convierten cada vez más en
lugares donde un hombre puede tener lo que de un modo algo fantástico se ha
denominado una “chuleta tranquila”. Su propósito es que el hombre se sienta
cómodo, y hacer que un hombre se sienta cómodo es hacer de él todo lo contrario
de sociable. La sociabilidad, como todas las cosas buenas, está llena de
incomodidades, de peligros, de
desistimientos. El club tiende a producir la más degradada de las combinaciones
—el anacoreta suntuoso, el hombre que combina la autocomplacencia de Lúculo con
la demente soledad de San Simeón el estilita.
Si
mañana resultara que la nieve nos ha dejado atrapados en nuestra calle, entraríamos
de pronto en el mundo más grande y más salvaje que nunca hemos conocido. Y todo
el esfuerzo de la persona típicamente moderna consiste en escapar de la calle
donde vive. Primero inventa la higiene moderna y se va a las costas de Margate.
Luego inventa la cultura moderna y se va para Francia. Después inventa el
moderno imperialismo y se dirige a Timbuctú. Va a los fantásticos límites de la
tierra. Simula matar tigres. Casi monta en camello. Y en todo eso está en esencia escapando de la
calle donde nació; y siempre tiene lista una explicación para esa fuga. Dice
que se ha escapado de su calle porque es aburrida; pero miente. En realidad
escapa de su calle porque es demasiado emocionante. Es emocionante porque es
desgastadora; es desgastadora porque está viva. Puede visitar Venecia porque
para él los venecianos son solo venecianos; mientras las personas de su calle
son seres humanos. Puede mirar al chino porque para él los chinos son un objeto
pasivo que se puede mirar; pero la anciana en el jardín de al lado se vuelve
activa. En resumen, el moderno se ve obligado a escapar de la demasiado
estimulante sociedad de sus iguales: de hombres libres, perversos, personales,
y deliberadamente diferentes a él. La calle de Brixton es demasiado radiante y
abrumadora, y él tiene que buscar la paz y la calma entre tigres, buitres,
camellos y cocodrilos. Esas criaturas son bastante diferentes a él, pero su forma,
su color o sus hábitos no entran en competencia intelectual con los suyos. Ellos
no buscan destruirle los principios para afirmar los suyos; el extraño monstruo
de la calle suburbana sí busca hacer eso. El camello no hace contorsiones
desdeñosas con sus rasgos porque el señor Robinson no tiene joroba; pero el
culto caballero del número 5 sí mira con desdén a Robinson porque su piso no
tiene paneles decorativos. El buitre no se reirá a las carcajadas porque un
hombre no vuela; pero el comandante que vive en el número 9 se reirá a las
carcajadas porque un hombre no fuma. La queja más común que tenemos sobre nuestros
vecinos es que no pueden ocuparse de sus propios asuntos. Lo que queremos decir
no es que no se ocupan de sus asuntos. Si no lo hicieran, no pagarían el
alquiler y pronto dejarían de ser nuestros vecinos. Lo que de veras queremos
decir cuando decimos que no pueden ocuparse en sus asuntos es algo mucho más
profundo. No nos disgustan porque les falten fuerza y fuego para ocuparse de
ellos mismos. Nos disgustan porque tienen tanta fuerza y fuego que pueden
interesarse en nosotros también. En resumen, lo que nos atemoriza sobre
nuestros vecinos no es la estrechez de su horizonte, sino su suprema tendencia
a ampliar ese horizonte. Y todas las aversiones contra el común de la humanidad
tienen este carácter general. No son, como se pretende, aversiones contra sus
debilidades, sino contra su energía. Los misántropos fingen que desprecian a la
humanidad por su debilidad. Pero de hecho la odian por
su fortaleza.
Por
supuesto que es perfectamente razonable y excusable este sacarle el cuerpo a la brutal vivacidad y a la brutal variedad de
los hombres del común, siempre y cuando no se quiera fingir que hay en ello
algo de superioridad. Es justo en el momento en que lo llama aristocracia o
esteticismo o superioridad cuando su debilidad inherente debe ser denunciada. Ser
quisquillosos es el más perdonable de los vicios; pero es la más imperdonable
de las virtudes. Nietzsche, quien representa de manera notoria esta pretenciosa
forma del quisquilloso, tiene una descripción en algún lado—una descripción muy
poderosa en el sentido puramente literario— del disgusto y desdén que lo
consumen cuando ve gente del común, con sus rostros comunes, sus voces comunes y sus mentes comunes. Como
he dicho, esta actitud es casi hermosa, si hemos de considerarla patética. La
aristocracia de Nietzsche tiene en esencia toda la sacralidad de lo débil. Cuando
nos hace sentir que no soporta los rostros innumerables, las voces que no se
callan, la abrumadora omnipresencia de la multitud, puede recibir la simpatía
de cualquiera que se haya sentido mal en un barco de vapor o cansado en un
autobús repleto. Todo hombre ha odiado a la humanidad cuando se ha sentido
menos que un hombre. Para todo hombre la humanidad ha sido alguna vez como una bruma
que enceguece o como un olor sofocante. Pero cuando Nietzsche tiene la
increíble carencia de humor y de imaginación como para pedirnos que creamos que
su aristocracia tiene músculos y voluntad fuertes, es necesario decir la verdad.
La suya es una aristocracia de nervios débiles.
Hacemos
amigos; hacemos enemigos; pero Dios hace a nuestros vecinos. Por eso vienen
hasta nosotros ataviados con la forma de todos los terrores de la naturaleza.
Nuestro vecino es tan extraño como una estrella, tan impremeditado e
indiferente como la lluvia. Es un Hombre, la más terrible
de las bestias. Es por
eso que las viejas religiones y las viejas lenguas escriturales tuvieron una
sabiduría tan precisa cuando hablaron, no de nuestro deber hacia la humanidad, sino
de nuestro deber hacia nuestro vecino. El deber hacia la humanidad puede a
menudo tomar la forma de una decisión que es a la vez personal y agradable. Ese
deber puede ser un pasatiempo; puede incluso ser un despilfarro. Podemos
trabajar en el East End porque tenemos aptitudes para trabajar en el East End,
o porque creemos que las tenemos; podemos luchar por la causa de la paz
internacional porque nos gusta pelear. El martirio más monstruoso, la
experiencia más repulsiva, pueden ser el resultado de una elección o de cierto
gusto particular. Es posible que estemos hechos de tal modo que nos gusten los
lunáticos o que tengamos un interés especial en la lepra. Es posible que amemos
a los negros por su color o a los socialistas porque son pedantes. Pero a
nuestro vecino tenemos que amarlo porque está ahí —una razón mucho más
alarmante para una operación mucho más importante. El vecino es la muestra de
la humanidad que nos ha sido dada. Justo porque es cualquier persona, es todas
las personas. Es un símbolo porque es un accidente.
Sin
duda los hombres escapan de espacios reducidos hacia tierras que resultan bastante
mortales. Pero eso resulta natural, porque no están escapando de la muerte. Están
escapando de la vida. Y este principio se aplica a todos los anillos del
sistema social de la humanidad. Es perfectamente natural que los hombres
busquen una variedad particular de tipo humano, siempre y cuando estén buscando
esa variedad de tipo humano, y no la variedad de tipos humanos. Está muy
bien que un diplomático británico busque asociarse con generales japoneses, si
lo que quiere es generales japoneses. Pero, si lo que busca es gente diferente,
hará mejor si se detiene en su propia casa y discute temas religiosos con la
criada. Es razonable que el genio del pueblo conquiste Londres, si lo que
quiere es conquistar Londres. Pero si lo que quiere es conquistar algo
fundamental y simbólicamente hostil y muy fuerte, bien puede quedarse donde está y entablar una
discusión con el párroco. El hombre que vive en los suburbios hace bien cuando
se dirige a Ramsgate porque quiere visitar Ramsgate —algo difícil de imaginar. Pero
si, según dice, se ha ido "en busca de un cambio", entonces tendría
un cambio mucho más romántico y más melodramático si saltara el muro y se
metiera en el jardín de su vecino. Las consecuencias serían vigorizantes en un
sentido de lejos superior a las virtudes higiénicas de Ramsgate.
Ahora,
de manera exactamente igual a como este principio se aplica al imperio, a la
nación dentro del imperio, a la ciudad dentro de la nación, así mismo se aplica
a la calle dentro de la ciudad y al hogar en esa calle. La institución de la
familia debe ser elogiada por las mismas razones que elogiamos la institución
de la nación o la institución de la ciudad. Es bueno para el hombre vivir en una
familia por la misma razón por la que es bueno para un hombre vivir en una
ciudad sitiada. Es bueno para el hombre vivir en una familia en el mismo
sentido en que es algo encantador y hermoso que quede atrapado por la nieve en
su calle. Ambas situaciones lo obligan a comprender que la vida no es un asunto
exterior, sino un asunto interior. Sobre todo, porque insisten en el hecho de
que la vida, si ha de ser una vida de veras fascinante y estimulante, es una
cosa que por su naturaleza existe a pesar de nosotros. Los escritores modernos
que han sugerido, de manera más o menos abierta, que la familia es una mala
institución, se han limitado a sugerir, con mucha agudeza, dureza y patetismo,
que tal vez la familia no siempre sea algo agradable. Por supuesto que la
familia es una buena institución porque no es agradable. Es algo saludable
justo porque contiene tantas divergencias y variedades. Es, como dicen los
sentimentales, como un pequeño reino y, como la mayoría de los reinos pequeños,
generalmente se encuentra en un estado semejante al de la anarquía. Es justo
porque a nuestro hermano George no le interesan nuestras dificultades
religiosas, sino que le interesa el restaurante Trocadero, que la familia tiene
algunas de las vigorizantes cualidades de un territorio autónomo. Es justo porque
nuestro tío Henry rechaza las ambiciones teatrales de nuestra hermana Sarah por
lo que la familia es como la humanidad. Los hombres y mujeres que, por buenos o
malos motivos, se rebelan contra la familia se están revelando contra la
humanidad. La tía Elizabeth es insensata, como la humanidad.
Papá es nervioso, como la humanidad. Nuestro
hermano menor es travieso, como la humanidad. El abuelo es estúpido, como la
humanidad; es viejo como el mundo.
Aquellos
que desean, de manera acertada o equivocada, salirse de todo esto,
definitivamente buscan entrar en un mundo más estrecho. Están abatidos y
aterrorizados por la grandeza y variedad de la familia. Sarah quiere un mundo
que sólo tenga obras teatrales; George quiere pensar que Trocadero es un cosmos.
No digo que escaparse a esa vida más estrecha no sea lo mejor para el
individuo, como tampoco lo digo para quien va a meterse a un monasterio. Pero
sí digo que es malo y artificial todo lo que hace que esas personas caigan en
el extraño engaño de creer que están entrando en un mundo más amplio y variado
que el suyo. Para poner a prueba la
disposición a encontrarnos con los humanos habría que elegir al azar cualquier
casa, meternos por la chimenea y tratar de llevárnosla bien con los que viven
en ella. En esencia, es lo que cada uno hizo el día que nació.
En eso
consiste el romance especial y sublime de la familia. Es romántica porque es
como arrojar una moneda. Es romántica porque es todo lo que sus enemigos dicen
de ella. Es romántica porque es arbitraria. Es romántica porque está ahí. Mientras
tengamos grupos de personas formados racionalmente, tendremos una atmósfera
especial y sectaria. Pero es cuando tenemos grupos formados de manera irracional cuando de veras tenemos seres humanos. El
componente de aventura empieza a existir; porque una aventura es, por naturaleza,
algo que viene a nosotros. Es algo que nos elige, no es algo que elegimos. Enamorarse
ha sido visto con frecuencia como la aventura suprema, el supremo accidente
romántico. Esto es muy cierto, en cuanto que hay en ello algo que no depende de
nosotros, una especie de alegre fatalismo. El amor nos posee y nos transfigura
y nos tortura. Rompe nuestros corazones con una belleza insoportable, como la
belleza insoportable de la música. Pero, en la medida en que tenemos algo que
ver con el asunto, en la medida en que en cierto sentido estamos preparados
para enamorarnos y dar el salto, en la medida en que en cierto modo elegimos y
juzgamos —en cuanto todo eso el amor no es de veras romántico, no es de veras
intrépido. En esta medida, la aventura suprema no es enamorarse. La aventura suprema es nacer. Es ahí cuando de repente entramos en una
trampa espléndida y deslumbrante. Es ahí cuando vemos cosas con las que no
habíamos soñado. Nuestro padre y nuestra madre nos están esperando y se apuran
a recibirnos, como bandidos que saltan desde los arbustos. Nuestro tío es una sorpresa. Nuestra tía, como lo dice la hermosa
expresión popular, sale de la nada. Cuando entramos en una familia, por el acto
de nacer, entramos en un mundo incalculable, con sus extrañas leyes propias, en
un mundo que podría prescindir de nosotros, en un mundo que no hemos hecho. En
otras palabras, entramos en la familia, entramos en un cuento de hadas.
Este
color como de narración fantástica se aferra a lo largo de toda la vida a la
familia y a nuestra relación con ella. El romance es lo más profundo que tiene
la vida; el romance es todavía más profundo que la realidad. Porque, incluso si
se comprueba que la realidad es engañosa, no es posible demostrar que carezca
de importancia o que sea mediocre. Incluso si los hechos son falsos, todavía
siguen siendo extraños. Y esta extrañeza de la vida, este inesperado e incluso
perverso componente de las cosas mientras se derrumban, se mantiene
incurablemente interesante. Las circunstancias que podemos regular pueden
volverse mansas o pesimistas; pero las “circunstancias sobre las que no tenemos
control” se mantienen divinas para aquellos que, como Mr. Micawber, pueden desafiarlas.
La gente se pregunta por qué la novela es la forma literaria más popular; la
gente se pregunta por qué se lee más que los libros de ciencias o los libros de
metafísica. La razón es muy simple: porque la novela es más verdadera. Es
legítimo que la vida pueda parecer a veces como un libro de ciencias. Todavía
más legítimo es que la vida parezca a veces un libro de metafísica. Pero la vida es siempre una novela. Nuestra existencia puede dejar de ser una
canción; puede dejar incluso de ser un hermoso lamento. Nuestra existencia
puede no ser una justicia comprensible, o incluso un error identificable. Pero nuestra existencia sigue siendo una historia. En el fiero alfabeto de cada atardecer está
escrita la palabra "continuará”. Si tenemos intelecto suficiente, podemos llegar
a una conclusión filosófica y exacta, y tener la certeza de que la hemos hecho
bien. Con el poder mental suficiente podríamos llevar a cabo cualquier
descubrimiento científico, y tener la certeza de que lo hemos hecho bien. Pero el
intelecto más gigantesco no alcanzaría para terminar la historia más simple y
absurda, y quedar con la certeza de que la hemos hecho bien. Esto ocurre porque
detrás de una historia no solo hay intelecto, que en esencia es algo mecánico,
sino también voluntad, que en esencia es algo divino. El narrador, si quiere,
puede enviar a su héroe al patíbulo en el penúltimo capítulo. Puede hacerlo con
el mismo capricho divino con que él mismo podría ir al patíbulo y, después, después
al infierno si le da la gana. Y la misma civilización, la civilización europea
de la caballería que en el siglo trece afirmó el libre albedrío, produjo en el
siglo dieciocho esa cosa llamada "ficción". Cuando Tomás de Aquino afirmó
la libertad espiritual del hombre, creó todas las malas novelas que hay en las
bibliotecas.
Para
que nuestra vida sea una historia o un romance es necesario que buena parte de
ella sea establecida para nosotros sin nuestro permiso. Si queremos que la vida
sea un sistema, eso puede ser una molestia; pero si queremos que sea un drama,
es esencial aquello que no está en nuestra manos. Es posible que a menudo ocurra que un drama sea escrito por
alguien que nos gusta poco. Pero nos gustaría mucho menos si el autor se
asomara entre las cortinas cada hora y nos obligara a participar en la
invención del siguiente acto. Un hombre tiene control sobre muchas cosas en la
vida; tiene control sobre tantas cosas como para ser el héroe de una novela. Pero
si tuviera control sobre todo, tendríamos tanto héroe que no habría novela. Y
la razón por la que las vidas de los ricos son en el fondo tan monótonas y aburridas
es simplemente porque pueden elegir los eventos. Son aburridos porque son
omnipotentes. No pueden sentir la aventura porque ellos mismo fabrican las
aventuras. Lo que hace que la vida siga siendo romántica y llena de fieras
posibilidades es la existencia de estas grandiosas y simples limitaciones que
nos obligan a todos a enfrentar lo que no nos gusta o lo que no esperamos. Es
una tontería que los modernos hablen de entornos carentes de armonía. Estar en
un romance es estar en un ambiente carente de armonía. Nacer en este mundo es
nacer en un ambiente carente de armonía; es decir, haber nacido en un romance. De
todas esas grandiosas limitaciones y marcos que componen y crean la poesía y
variedad de la vida, la familia es la más definitiva e importante. Por eso es
que no la entienden los modernos, quienes imaginan que el romance existiría de
manera más perfecta en el estado más completo de lo que llaman libertad. Piensan
que si un hombre hace unos gestos, sería un asunto deslumbrante y romántico que
el sol cayera del cielo. Pero lo verdaderamente deslumbrante y romántico del
sol es que no se cae. Ellos buscan detrás de cada forma y figura un mundo sin
limitaciones —esto es, un mundo sin contornos,un mundo sin formas. No hay nada más vulgar que ese infinito. Dicen que quieren ser tan fuertes como el
universo, pero lo que de veras quieren es que el universo sea tan débil como
ellos.
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