Friday, October 12, 2018

Las joyas dispersas de George MacDonald

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Ciertos magazines tienen simposios (los llamaré 'symposia' si me permiten llamar a las colecciones de South Kensington 'musea') en los que se les pide a las personas mencionar los libros que han influido en ellas, a la manera de “Himnos que me han ayudado”. No creo que sea un proceso cercano a la realidad, pues nuestras mentes son como una enorme biblioteca sin catalogar, y que una persona sea fotografiada con un libro en la mano por lo general significa –en el mejor de los casos– que ha escogido al azar y –en el peor– que está posando para producir un efecto. Pero, en un sentido muy especial, puedo dar testimonio de un libro que ha marcado toda la diferencia del mundo para mi existencia. Se trata de un libro que me ayudó desde el principio a ver las cosas de cierta manera: una perspectiva para la que la misma conversión religiosa es un gesto que la confirma y la corona. De todas las historias que he leído,  incluidas todas las novelas de ese mismo novelista, esta sigue siendo la más realista, la más parecida a la vida en el sentido exacto de la expresión. Se llama “La princesa y el duende” y fue escrita por George MacDonald, el hombre que es el tema de este libro.
Cuando digo que es como la vida, lo que quiero decir es que describe a una pequeña princesa que vive entre las montañas, en un castillo sitiado por demonios subterráneos que en ocasiones se asoman desde el sótano. La princesa sube las escaleras del castillo, para ir a la sala de juegos o a otros cuartos, pero de vez en cuando las escaleras no conducen a los destinos habituales, sino a un nuevo cuarto que ella no ha visto antes y al que por lo general no puede regresar. Por allí merodea todo el tiempo una bisabuela bondadosa, una especie de hada madrina, cuyas palabras le dan aliento y entendimiento. Era un niño cuando leí esta historia y sentí que todo aquello estaba ocurriendo dentro de una casa humana real, no muy distinta de aquella en la que yo vivía, que también tenía escaleras y cuartos y sótanos. En eso se diferenciaba este cuento de hadas de muchos otros cuentos de hadas; por encima de todo, en eso era que su filosofía difería de muchas otras filosofías. Siempre me ha parecido insuficiente el ideal de progreso, incluso el de la mejor clase, que es El progreso del peregrino. Pues difícilmente sugiere lo cerca de nosotros que el bien y el mal están desde el principio, en especial al principio. Y, aunque como cualquier otra persona sana valoro y miro con reverencia los cuentos de hadas del hijo menor del molinero que salió a buscar fortuna (una forma que MacDonald mismo siguió en la secuela titulada “La princesa y Curdie”), la mera sugerencia de viajar a un lejano lugar de las hadas, que es el alma de esa otra historia, evita que consiga este propósito particular de hacer que las escaleras ordinarias y las puertas y ventanas se conviertan en cosas mágicas.
Creo que el doctor Greville MacDonald ha mencionado, en este interesante e intenso libro de memorias  sobre su padre, el extraño simbolismo de las escaleras. Otra figura recurrente en los romances de su padre era un caballo blanco: el padre de la princesa tenía uno, y había otro en El lomo del viento del norte. Hasta hoy me resulta imposible ver en la calle un caballo blanco sin sentir de repente cosas indescriptibles. Pero, por lo pronto, hablo sobre lo que puede con énfasis llamarse la presencia de dioses y duendes domésticos. Y el retrato de la vida en esa parábola no solo es más verdadero que una imagen del viaje como la de El progreso del peregrino, también es más verdadero que la mera imagen de un ataque como el de La guerra sagrada. Hay algo no solo imaginativo sino íntimamente cierto en la idea de que debajo de la casa haya un duende y que pueda sitiarla y atacarla desde el sótano.  Cuando aparecen las cosas malvadas que nos asedian, no aparecen afuera sino adentro. En fin, esa imagen simple de la casa que es nuestro hogar, que amamos con firmeza como nuestro hogar, pero de la que difícilmente conocemos lo mejor y lo peor, y en la que debemos siempre estar en busca de lo primero y cuidándonos de lo segundo, se ha quedado en mi mente como algo particularmente sólido e irrefutable. Y, más que corregida, la imagen fue corroborada cuando llegué a darle un nombre más preciso a la dama que nos cuida desde la torre y, tal vez, cuando empecé a mirar con sentido más práctico a los duendes debajo del piso. Desde que leí por primera vez aquella historia han aparecido en Alemania y llegado a nuestras universidades unas cinco filosofías sobre el universo, estremeciendo el mundo como el viento del este. Pero, para mí, ese castillo sigue entre las montañas, y la luz de su torre no se ha apagado.
Todas las otras historias de George MacDonald, sugestivas e interesantes en muchos aspectos, parecen ilustraciones –e incluso disfraces– de la que menciono. Hay una diferencia importante entre este tipo de misterio y la simple alegoría. La alegoría corriente toma lo que considera los conceptos generales o convenciones necesarias para el hombre y la mujer del común, y trata de hacerlos placenteros o pintorescos vistiéndolos como princesas y duendes y hadas madrinas. Pero George MacDonald de veras creía que las personas eran princesas y duendes y hadas madrinas, y los vestía como hombres y mujeres del común. El cuento de hadas era la parte de adentro de la historia ordinaria, no la exterior. Un resultado de esto era que todos los objetos inanimados que constituyen el decorado de la historia mantienen la elegancia innombrable que tienen en un cuento de hadas. La escalera en Robert Falconer es tan mágica como la de La princesa y el duende, y cuando –en Alec Forbes– los chicos están construyendo el bote y las chicas les recitan poemas, y un viejo caballero dice de manera juguetona que se elevarán a canción como una embarcación escandinava, siempre me pareció que estaba describiendo la realidad, por fuera de los incidentes y de las apariencias. Las novelas, como novelas, son desiguales; pero como cuentos de hadas son consistentes de manera extraordinaria. MacDonald nunca pierde el hilo profundo que recorre todo el tejido, y es justo el hilo lo que el hada bisabuela puso en las manos de Curdie para ayudarlo a salir del laberinto de los duendes.
La originalidad de George MacDonald tiene también un significado histórico que puede estimarse al compararlo con su gran compatriota, Carlyle. Una medida del poder real y de la popularidad del puritanismo en Escocia es que Carlyle nunca perdió su temperamento puritano incluso cuando perdió toda la teología puritana. Si conseguir escapar de los prejuicios del ambiente es una prueba de originalidad, Carlyle nunca escapó por completo, pero George MacDonald sí lo hizo. A partir de sus propias meditaciones místicas surgió una teología  alternativa que lo condujo a un temperamento opuesto por completo. Y en esas meditaciones místicas aprendió secretos que son mucho más que simples extensiones de la indignación puritana contra la ética y la política. Porque en el genio real de Carlyle había algo de matoneo, y siempre que hay algo de matoneo hay algo de lugar común, de reiteraciones y de órdenes repetidos. Carlyle nunca pudo haber dicho algo tan sutil y sencillo como lo que dijo MacDonald: que Dios era fácil de complacer y difícil de satisfacer. Carlyle estaba demasiado ocupado en insistir en que Dios es difícil de satisfacer; así como algunos optimistas insisten en que es fácil de complacer. En otras palabras, MacDonald se fabricó una especie de medio ambiente espiritual, un espacio de transparencia de luz mística, que fue muy excepcional en su ámbito nacional y religioso. Dijo cosas como las de los caballeros místicos, como las de los santos católicos, a veces incluso como los platonistas o los de la escuela de Swedenborg, pero no dijo nada que se pareciera en lo más mínimo a lo que decían los calvinistas, incluso el calvinismo residual de Carlyle. Y cuando se le estudie con más cuidado como místico, como creo que ocurrirá cuando la gente descubra la posibilidad de recoger joyas dispersas en un espacio irregular, se me ocurre que se encontrará que MacDonald constituye un punto de quiebre muy importante en la historia de la cristiandad, como representante de la particular nación cristiana de los escoceses. Así  como los protestantes hablan de la estrella de la mañana de la Reforma, quizá se nos permita mencionar ciertos nombres aquí y allá como las estrellas de la mañana de la Reunión.
El color espiritual de Escocia, como el color local de muchos páramos escoceses, es un morado que en ocasiones puede parecer gris. El carácter nacional es intensamente romántico  y apasionado, de hecho es romántico y apasionado de manera excesiva y peligrosa. Su torrente emocional a menudo se ha dirigido hacia la venganza o la lujuria o la crueldad o la brujería. No hay borrachera como la borrachera escocesa; tiene el alarido antiguo y la salvaje estridencia de los Medos en las montañas.  Y esto es igualmente cierto en las cosas buenas, como en la grandiosa literatura de esa nación. Stopford Brooke y otros críticos han señalado con acierto que un vívido sentido del color aparece  en los poetas medievales escoceses antes de que aparezca en cualquier poeta inglés. Y es absurdo que se hable de la inteligente y dura sobriedad de un tipo nacional que se ha dado mejor a conocer en el mundo moderno por el literalismo prosaico de La isla del tesoro y el realismo rutinario de Peter Pan. Pero, por un extraño accidente histórico, este vivaz y colorido pueblo  ha sido obligado a usar el negro, en una especie de funeral o Sabbath eterno. Aunque, en la mayoría de obras teatrales e imágenes donde se les representa vestidos de negro hay un instinto que hace que el actor o artista comprenda que no se ajustan bien a esa representación. Y es un hecho que no se ajustan.
Los apasionados y poéticos escoceses, como los apasionados y poéticos italianos, deberían haber tenido una religión que compitiera con la vivacidad y belleza de las pasiones, que no le permitiera al diablo tener todos los colores brillantes, que combatiera gloria con gloria y fuego con fuego. Esa religión debería haber equilibrado a Leonardo con San Francisco; pues ninguna persona joven y vital puede pensar que puede equilibrarse con John Knox. La consecuencia fue que este poder en las letras escocesas, en especial en el día (o la noche) de la completa ortodoxia calvinista, fue debilitado y despilfarrado de muchas maneras. En Burns se salió de su curso como la locura; en Scott solo fue tolerada como recuerdo. Scott solo pudo ser medievalista al volverse lo que él mismo llamo “un anticuario”, o lo que podemos llamar “un esteta”. Tuvo que fingir que su amada estaba muerta, para que se le permitiera amarla. Así como Nicodemo vino de noche donde Jesús, [ver Juan 3:1] el esteta solo va a la iglesia bajo la luz de la luna.
Entre los muchos hombres de genio que dio Escocia en el siglo 19, solo hubo uno tan original como para regresar hasta ese origen. Solo hay uno que de veras representa lo que la religión escocesa debió haber sido, si hubiera continuado el color de la poesía escocesa medieval. En su tipo particular de trabajo literario, comprendió la paradoja aparente de san Francisco de Aberdeen, viendo la misma especie de halo alrededor de cada flor y pájaro. No es igual a la manera como cualquier poeta puede apreciar una flor o un pájaro. Un pagano puede sentir eso y seguir siendo pagano o, en otras palabras, triste. Es un sentido especial de lo significativo, que la tradición que más lo valora lo llama sacramental. Haber regresado a eso, o avanzado hasta eso, en un salto de infancia, y alejándose del negro Sabbath de un pueblo calvinista, es un milagro de la imaginación.
Al señalar que MacDonald puede ocupar ese lugar en la historia religiosa y nacional, no intento indicar su lugar en la literatura. En todo caso, se trata de alguien muy difícil de fijar en un sitio. Nunca escribió nada vacío; pero escribió cosas muy llenas y frente a las cuales el aprecio depende más de la simpatía con la sustancia que con la primera impresión que ofrece la forma. Es un hecho que los místicos no han sido a menudo hombres de letras en el sentido más completo y profesional. Un hombre reflexivo encontrará más para pensar en Vaughan o Crashaw que en Milton, pero también encontrará más para criticar; y no es necesario negar que, en el sentido ordinario, un lector casual puede querer que haya menos Blake y más Keats. Pero incluso esta licencia no debe exagerarse; y de la misma manera como sentimos lástima por el hombre que no ha entendido para nada a Keats o a Milton, sentimos compasión por el crítico que no ha recorrido el bosque de Phantastes o no ha conocido a Mr. Cupples en las aventuras de Alec Forbes.

Prólogo de G. K. Chesterton para el libro George MacDonald and his Wife, de Greville M. MacDonald, 1924.

Wednesday, October 3, 2018

La esclavitud del verso libre



La verdad que más se necesita hoy en día es aquella que dice que el último extremo no es el extremo correcto. El comienzo es el extremo correcto para empezar. El hombre moderno tiene que leerlo todo al revés: como cuando  primero lee periodismo y después historia, si acaso llega a leerla. Es como un ciego explorando un elefante y condenado a empezar por la cola. Su mala suerte no termina ahí: cuando accede al principio de algo, generalmente es el principio al que menos debería acceder. Empieza, digamos, con un dogma infalible sobre el elefante: que la cola es la trompa, y avanza en sentido contrario tratando de que los hechos se ajusten a su principio. Como el elefante no tiene ojos en la cola, decide que se trata de un elefante ciego y desarrolla toda una teoría sobre su ignorancia, sus supersticiones y la necesidad de educarlo. Como el elefante no tiene colmillos del lado de la cola, afirma que los colmillos no existen y que son un atributo que la imaginación le ha puesto a una criatura fantástica. Como, por regla general, el elefante no levanta ningún objeto con la cola, el hombre moderno descarta la leyenda de que puede levantar cosas con la trompa. Probablemente afirme que es puro antropomorfismo decir que es capaz de recoger su nariz. El resultado es que ese hombre termina tan pálido y agobiado como un pesimista, pues el mundo se le convierte en un elefante blanco. No sabe qué hacer y no se le puede persuadir para que acepte la explicación simple: que no ha hecho el menor esfuerzo por identificar entre la cola y la trompa del animal. No empieza por donde debe, por la simple razón de que encontró primero el extremo equivocado.
Nada ilustra de manera más clara este engaño moderno, como el tratamiento que los modernos le dan a la poesía. Es posible que me guste o no alguna métrica  o una falta de forma, según alcance o no a producir algún efecto. Pero la tendencia general, considerada como una emancipación, me parece más o menos una esclavitud. Creo que se sustenta en una idea inconsciente: que el habla es más libre que el verso y que, por lo tanto, el verso debe exigir que se le permita la libertad del habla. Pero el habla, en especial en nuestro tiempo, no tiene nada de libre. Está entorpecida por trivialidades, domesticada por convenciones, cargada de palabras muertas, deformada por miles de cosas que no significan nada. No se libera tanto el alma cuando alguien dice: "Siempre te ves bien”, como cuando alguien dice: "Pero tu verano eterno jamás declinará”. La primera es una frase torpe y limitada que termina con la palabra más débil que el hombre jamás ha usado, o abusado. La segunda es como el gesto de un gigante o como el vuelo de un arcángel: tiene el ímpetu mismo de la libertad. No desprecio al hombre que dice la primera porque quiere decir la segunda (y lo que quiere decir es más importante que lo que dice). Siempre he procurado hacer énfasis en la dignidad intrínseca en esos asuntos cotidianos, a pesar de lo gris de su apariencia. Pero no me parece una mejoría que el espíritu interior tenga que volverse más exterior y más gris. Se considera correcto tratar de impedir que miles de personas prosaicas intenten ser poéticas; pero me parece mucho más soso ver montones de personas poéticas tratando de ser prosaicas. 
Siempre he pensado que, si un hombre fuera libre de verdad, hablaría con ritmo e incluso con rimas. Su postal más apurada sería un soneto y sus telegramas más apremiantes sonarían como las cuerdas de un arpa. Respiraría una canción en el teléfono, una canción que sería lírica o épica en proporción al tiempo que tardó esperando la llamada; y la inevitable discusión con la operadora sería como un dueto. Expresaría en breves poemas sus preferencias sobre los platos de la cena, combinando la gracia de la gratitud más mística con una cierta ternura epigramática, que es lo más conveniente para el espíritu doméstico. Si el señor Yeats puede decir, con versos exquisitos, el número de arbustos por hilera que quiere en su plantación, ¿por qué no decir también de esa manera el número de lentejas que quiere en su plato para la cena? Si puede elogiar con rimas la miel de abejas, ¿por qué no puede pedir del mismo modo que le pasen la miel en el comedor? Es posible que surjan malentendidos con los poetas más ricos y fantásticos. Francis Thompson pudo haber pedido varias veces "las doradas pieles de vinos que no deliran", antes de que alguno entendiera que quería las uvas. Pero insisto en que su frase magnífica habría sido una expresión más real del regalo de Dios que es el vino, que si solo hubiera dicho de manera perentoria: “Uvas”. Y, si un hombre es capaz de pedir una papa por medio de un poema, el poema será no solo una expresión más romántica, sino también más realista, de la papa. Porque una papa es un poema: es, de hecho, una escala ascendente de poemas que empieza en la raíz –en subterráneos grotescos, a la manera gótica–, con deformidades como las de un duende y ojos como los de la bestia del libro de las Revelaciones, y que asciende entre las verdes sombras de la tierra hasta una corona que tiene la forma de las estrellas y la tonalidad del Cielo.
La verdad detrás de todo esto se expresa con la antigua noción mística de la música de las esferas. Me refiero a la idea de que, detrás de cada cosa, la existencia empieza con armonía –y no con caos– y que, por lo tanto, cuando de veras extendemos las alas y encontramos una libertad más amplia, lo hacemos con algo más continuo y recurrente, no con algo crudo y fragmentario. La libertad es plenitud, en especial plenitud de vida, y una embarcación llena es más redonda y completa que una vacía. Parafraseando a Browning, en la prosa encontramos los arcos rotos; en poesía, el círculo perfecto. La prosa no es la libertad de la poesía; la prosa es poesía fragmentaria. La prosa, al menos en el sentido prosaico, es poesía interrumpida, retenida y separada de su trayectoria. Cuando empiece a moverse de nuevo creo que veremos algunas cosas anticuadas moviéndose con ella: cosas como la repetición, la medida, el ritmo y hasta la rima. Descubriremos con horror que las ruedas del carruaje ruedan y que hasta los caballos tiene el mismo número de patas.
En todo caso, la mejor manera de alentar a la comitiva es no poner el coche delante del caballo. No hacemos que la poesía sea más poética si ignoramos lo que la distingue de la prosa. Puede haber muchas maneras de hacer que el carruaje se mueva de nuevo, pero la mayoría de los modernos me parece que están exponiendo una nueva teoría sobre sus mecanismos mientras la poesía está atascada. Si un mago ejecuta frente a mis ojos un milagro, con la ayuda de una cuerda, un chico y una mata de mango, me interesa un poco la inquietud del escéptico que pregunta por qué no podía haberlo hecho con una manguera, una muchacha y una araucaria. ¿Por qué no, si puede hacerlo? Si mañana un santo hace el milagro de convertir una piedra en un pez, aceptaría que me preguntaran por qué no convertir también una boñiga en una cacatúa. Pero dejemos que lo hagan y no nos limitemos a explicar cómo podría hacerse. Es cierto que palabras como "papel" o "pájaros", que son tan simples como "pez" o "piedra", pueden ser combinadas en un milagro como: "Desnudas ruinas de papel donde hace poco los pájaros cantaban". Por lo que puedo confiar en mi intuición, el pie y la métrica, incluso el lugar de la rima en el soneto, tienen mucho que ver para producir un efecto como ese. No estoy diciendo que no haya otra manera de producir ese efecto. Sólo pregunto, no sin cierta nostalgia: ¿Dónde más, en este amplio y cansado mundo, se está produciendo? Y la verdad es que no siento que eso ocurra  cuando escucho verso libre. Ignoro dónde está ese calor prometeico y, para expresar mi ignorancia, me alegra encontrar palabras  mejores que las mías.
De “ Fancies Versus Fads” (1923).