"La ficción son las cosas comunes como las ven las personas poco comunes. Los cuentos de hadas son las cosas poco comunes como las ven las personas comunes".
Por
algunos años, nuestra esquina de Europa Occidental ha estado entusiasmada con
esa cosa que llamamos ficción; esto es, con escribir nuestras propias vidas o
vidas que se les parecen para dedicarnos a observarlas. Pero, a pesar de que la
llamamos ficción, su mayor diferencia con las literaturas más antiguas es el
hecho de que sea menos ficticia. No solo imita la vida, sino las limitaciones
de la vida; no sólo reproduce la vida, también reproduce muerte. Fuera de
nosotros, en cualquier otro país, en cualquier otra época, ha venido transcurriendo
desde el principio un tipo de ficción todavía más ficticia. Quiero decir el
tipo de ficción que ahora se llama folclore, la literatura de la gente. Nuestras
novelas modernas, que se ocupan de los hombres tal como son, las produce un sector
pequeño y educado de nuestra sociedad. Pero esta otra literatura se ocupa de
hombres más grandes de lo que son –de semidioses y héroes– y ese es un asunto demasiado
importante como para confiárselo a las clases educadas. La elaboración de estos
portentos es un oficio popular, como el arado y la albañilería; los hombres que
hacían cercas, los hombres que hacían zanjas, eran los hombres que hacían
divinidades. Los hombres no podían elegir a sus reyes, pero podían elegir a sus
dioses. Así que nos encontramos frente a un contraste fundamental entre lo que
se denomina ficción y lo que se denomina folclore. El uno exhibe un grado
anormal de destreza para operar dentro de nuestras limitaciones diarias; el
otro exhibe deseos muy normales que se extienden más allá de esas limitaciones.
La ficción son las cosas comunes como
las ven las personas poco comunes. Los cuentos de hadas son las cosas poco
comunes como las ven las personas comunes.
A
medida que el mundo avanza a través de la historia hasta la época presente, se
hace más especializado, menos democrático, y el folclore se convierte
gradualmente en ficción. Pero el viejo fuego de los duendes se disuelve con
lentitud en la luz del realismo ordinario. Después de muchas eras vestidos con
los ropajes de los mortales, nuestros personajes han traicionado la sangre de
los dioses. Incluso nuestra fraseología está llena de reliquias que dan testimonio
de esto. Cuando una novela moderna se ocupa de las perplejidades de un joven y
frágil dependiente que no puede decidir con cuál mujer quiere casarse, o en
que nueva religión cree, todavía hablamos de ese granuja como el “héroe” –el
nombre que es la corona de Aquiles. La preferencia popular por una historia con
final feliz no es, o al menos no lo era, un simple optimismo dulzón; son los
vestigios de la vieja idea del triunfo sobre el dragón, la apoteosis extrema
del hombre amado por el cielo.
Pero
hay otra huella más intangible de esta visión sobrenatural que se diluye –una
huella muy notoria para el lector, pero muy esquiva para el crítico. Es la sensación de que los episodios, incluso los más cortos, no tienen fin –la sensación
de que aunque los dejemos seguirán transcurriendo. Nuestro interés moderno por
las narraciones cortas no es un accidente formal; es la señal de un sentido real
de fugacidad y fragilidad; quiere decir que la existencia es sólo una impresión
y, tal vez, sólo una ilusión. Un cuento de hoy tiene la atmósfera de un sueño, la
belleza irrevocable de una falsedad; vislumbramos las calles grises de Londres
o las rojas planicies de la India como en una visión de opio –personas llamativas
con rostros fieros y atractivos. Pero cuando la historia termina, la gente
termina. No hay un instinto de algo definitivo y perdurable detrás de los
episodios. Los modernos, en resumen, recurren a los cuentos para describir la
vida porque los domina la sensación de que la vida es en sí misma una historia inusualmente
corta que, tal vez, ni siquiera sea cierta. Pero en la vieja literatura,
incluso en la literatura humorística (de hecho, especialmente en ella), lo
opuesto es lo verdadero. Sentimos que los personajes son cosas fijas de las que
tenemos visiones fugaces; es decir, sentimos que son divinos. El tío Toby está
hablando para siempre, como los duendes bailan para siempre. Sentimos que
siempre que golpeemos la puerta de la casa de Falstaff, Falstaff estará en
casa. Sentimos, de la misma manera como lo sentiría un pagano, que si un grito
rompiera el silencio después de eras de incredulidad, Apolo seguiría escuchando
en su templo. Estos escritores pueden contar historias cortas, pero sentimos
que son parte de una larga historia. Y aquí radica la peculiar significancia,
incluso el peculiar aspecto sagrado, de nuestras historias de centavo y otros
impresos comunes dirigidos al chico de los mandados. Aquí, bajo formas oscuras
y desesperadas, proscrita por nuestra cultura, atacada por magistrados y
despreciada por tontos maestros –aquí la vieja literatura popular sigue siendo
popular. Aquí está la inequívoca voluminosidad de las mil y una historias de
Dick Deadshot, como las mil y una historias de Robin Hood. Aquí está el chico espléndido y estático, el
chico que sigue siendo un chico a través de mil volúmenes y mil años. Aquí, en
pasillos sórdidos y almacenes sombríos, acorralada y avergonzada por la policía,
la humanidad sigue adelante con su oscuro oficio de héroes. Y en todas partes,
y en todos los tiempos, de manera más valiente, bajo cielos más limpios, el
mismo eterno contar de historias continúa, y el mundo de los mortales es una
fábrica de inmortales.
De Charles Dickens (1903)
Me disfruté la lectura...
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