Wednesday, June 6, 2018

El oscuro oficio de los héroes

"La ficción son las cosas comunes  como las ven las personas poco comunes. Los cuentos de hadas son las cosas poco comunes como las ven las personas comunes".




Por algunos años, nuestra esquina de Europa Occidental ha estado entusiasmada con esa cosa que llamamos ficción; esto es, con escribir nuestras propias vidas o vidas que se les parecen para dedicarnos a observarlas. Pero, a pesar de que la llamamos ficción, su mayor diferencia con las literaturas más antiguas es el hecho de que sea menos ficticia. No solo imita la vida, sino las limitaciones de la vida; no sólo reproduce la vida, también reproduce muerte. Fuera de nosotros, en cualquier otro país, en cualquier otra época, ha venido transcurriendo desde el principio un tipo de ficción todavía más ficticia. Quiero decir el tipo de ficción que ahora se llama folclore, la literatura de la gente. Nuestras novelas modernas, que se ocupan de los hombres tal como son, las produce un sector pequeño y educado de nuestra sociedad. Pero esta otra literatura se ocupa de hombres más grandes de lo que son –de semidioses y héroes– y ese es un asunto demasiado importante como para confiárselo a las clases educadas. La elaboración de estos portentos es un oficio popular, como el arado y la albañilería; los hombres que hacían cercas, los hombres que hacían zanjas, eran los hombres que hacían divinidades. Los hombres no podían elegir a sus reyes, pero podían elegir a sus dioses. Así que nos encontramos frente a un contraste fundamental entre lo que se denomina ficción y lo que se denomina folclore. El uno exhibe un grado anormal de destreza para operar dentro de nuestras limitaciones diarias; el otro exhibe deseos muy normales que se extienden más allá de esas limitaciones. La ficción son las cosas comunes  como las ven las personas poco comunes. Los cuentos de hadas son las cosas poco comunes como las ven las personas comunes.
A medida que el mundo avanza a través de la historia hasta la época presente, se hace más especializado, menos democrático, y el folclore se convierte gradualmente en ficción. Pero el viejo fuego de los duendes se disuelve con lentitud en la luz del realismo ordinario. Después de muchas eras vestidos con los ropajes de los mortales, nuestros personajes han traicionado la sangre de los dioses. Incluso nuestra fraseología está llena de reliquias que dan testimonio de esto. Cuando una novela moderna se ocupa de las perplejidades de un joven y frágil dependiente que no puede decidir con cuál mujer quiere casarse, o en que nueva religión cree, todavía hablamos de ese granuja como el “héroe” –el nombre que es la corona de Aquiles. La preferencia popular por una historia con final feliz no es, o al menos no lo era, un simple optimismo dulzón; son los vestigios de la vieja idea del triunfo sobre el dragón, la apoteosis extrema del hombre amado por el cielo.
Pero hay otra huella más intangible de esta visión sobrenatural que se diluye –una huella muy notoria para el lector, pero muy esquiva para el crítico. Es la sensación de que los episodios, incluso los más cortos, no tienen fin –la sensación de que aunque los dejemos seguirán transcurriendo. Nuestro interés moderno por las narraciones cortas no es un accidente formal; es la señal de un sentido real de fugacidad y fragilidad; quiere decir que la existencia es sólo una impresión y, tal vez, sólo una ilusión. Un cuento de hoy tiene la atmósfera de un sueño, la belleza irrevocable de una falsedad; vislumbramos las calles grises de Londres o las rojas planicies de la India como en una visión de opio –personas llamativas con rostros fieros y atractivos. Pero cuando la historia termina, la gente termina. No hay un instinto de algo definitivo y perdurable detrás de los episodios. Los modernos, en resumen, recurren a los cuentos para describir la vida porque los domina la sensación de que la vida es en sí misma una historia inusualmente corta que, tal vez, ni siquiera sea cierta. Pero en la vieja literatura, incluso en la literatura humorística (de hecho, especialmente en ella), lo opuesto es lo verdadero. Sentimos que los personajes son cosas fijas de las que tenemos visiones fugaces; es decir, sentimos que son divinos. El tío Toby está hablando para siempre, como los duendes bailan para siempre. Sentimos que siempre que golpeemos la puerta de la casa de Falstaff, Falstaff estará en casa. Sentimos, de la misma manera como lo sentiría un pagano, que si un grito rompiera el silencio después de eras de incredulidad, Apolo seguiría escuchando en su templo. Estos escritores pueden contar historias cortas, pero sentimos que son parte de una larga historia. Y aquí radica la peculiar significancia, incluso el peculiar aspecto sagrado, de nuestras historias de centavo y otros impresos comunes dirigidos al chico de los mandados. Aquí, bajo formas oscuras y desesperadas, proscrita por nuestra cultura, atacada por magistrados y despreciada por tontos maestros –aquí la vieja literatura popular sigue siendo popular. Aquí está la inequívoca voluminosidad de las mil y una historias de Dick Deadshot, como las mil y una historias de Robin Hood.  Aquí está el chico espléndido y estático, el chico que sigue siendo un chico a través de mil volúmenes y mil años. Aquí, en pasillos sórdidos y almacenes sombríos, acorralada y avergonzada por la policía, la humanidad sigue adelante con su oscuro oficio de héroes. Y en todas partes, y en todos los tiempos, de manera más valiente, bajo cielos más limpios, el mismo eterno contar de historias continúa, y el mundo de los mortales es una fábrica de inmortales.

De Charles Dickens (1903)




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