Hace poco disfrutaba de un libro titulado El buho de peluche: Una antología de malos versos. La selección la hicieron, creo, Mr. D. B. Wyndham Lewis y Mr. Lee; pero no estoy reseñando el libro, que debió ser reseñado en otra parte y, estoy seguro, recibió la admiración que se merece. Por el momento, ha puesto mi pensamiento a divagar por los amplios y ricos y multicolores campos de la literatura inferior. Los editores de la antología han explorado ampliamente estos territorios dorados, y no tengo la intención de competir con sus conocimientos académicos en relación con los monumentales clásicos de la mala literatura, ni con su exquisito y delicado instinto artístico para las más finas y frescas sombras de la imbecilidad. Si he de adaptar con reverencia la definición que Matthew Arnold nos ofrece de cultura, los editores de esta antología conocen lo peor que ha sido dicho y pensado en la historia de la humanidad. Por supuesto que cualquier crítico podría quejarse de cualquier antología por haber dejado fuera algunos de sus favoritos. Puede incluso alegar que algunos de los incluidos no están al nivel elevado de la antología. Del mismo modo como un crítico revisa una antología común, en busca de una pieza que pueda señalar como un defecto, aquí el crítico puede arrojarse en busca de algo que no sea tan poco inteligente como para satisfacer el alto criterio de la antología, y señalar con severidad algunos pasajes que no son tan malos como deberían ser. Destellos de inteligencia casi humana, brillos de algo más que razonamiento bestial, espasmos de algo que se asemeja al habla, alivian la imperial monotonía de los poemas de Alfred Austin o las pasiones paganas de los más temerarios, por no decir desvergonzados, imitadores de Swinburne. Después de haber vadeado una barahúnda de cientos de palabras, es posible encontrar de vez en cuando una palabra que por accidente parece haber salido bien. Pero no debemos quejarnos; nada en la vida es perfecto, ni quiera la mala poesía.
Por supuesto,
hay una dificultad real en la clasificación de tales clásicos. Necesariamente
se dividen en, por lo menos, dos vertientes distintas que tienen un estatus y un
valor diferentes, y que plantean dos preguntas que difícilmente son de igual
importancia intelectual. La primera es: "¿Por qué las personas que no son
poetas tratan de escribir poesía?” Y la
segunda: "¿Por qué las personas que
son poetas no consiguen escribir poesía?” La segunda pregunta es la más difícil
y por lo tanto la que más vale la pena responder. Al primer grupo corresponde
toda clase de accidentes de la ignorancia y la inexperiencia y la vanidad y el
autoengaño ególatra; pero, más allá de eso, no tiene nada de extraordinario. Un
proverbio misterioso declara que los pajaritos que pueden cantar y no lo hacen deben
ser obligados a cantar; aunque no he podido imaginarme cómo sea posible
hacerlo. Pero evidentemente nunca ha habido nadie con el coraje para sugerir lo
que debe hacerse con los pajaritos que no pueden cantar y sin embargo cantan. Parece
no haber una sugerencia posible, salvo la de pegarles un tiro; contra lo cual,
en nombre de San Francisco de Asís, patrón de todos los pájaros y los poetas y
otras molestias menores, me permito protestar. En una antología como esta abunda,
por supuesto, la variedad de simples limitaciones provincianas, la poesía del
poeta del pueblo que de manera terrible se asemeja al bobo del pueblo, ese tipo
de cosas que Oliver Wendell Holmes satirizó juguetonamente en el personaje de Gifted Hopkins. Hay mucho de eso en este
libro; pero en el mundo es tanta la poesía de ese tipo que los ejemplos,
necesariamente, tienen que ser accidentes. Es probable que cada uno de nosotros
haya encontrado su disparate favorito, en un anuncio publicitario o un epitafio
o en algún rincón de un periódico; y que la cosa se haya mantenido casi tan
privada como un chiste familiar. Hacer un registro de todos esos descubrimientos
individuales requeriría no solo de una antología, sino de una biblioteca de lunáticos,
una especie de Bodleian de Malos Versos.
No resisto la
tentación de hablarles, a Mr. D. B. Wyndham Lewis y a todos los otros verdaderos
amantes de la mala poesía, de un poeta a quien estoy seguro que no le negarían
el laurel. Me refiero a una persona tan famosa como el reverendo Patrick
Brontë, el padre de las grandiosas hermanas Brontë, cuyos poemas están impresos
al final de una edición de las obras de sus hijas. A menudo se ha dicho que Mr.
Brontë era duro e inhumano; pero merece un lugar en la literatura, ya que
inventó una métrica que es un instrumento de tortura: consiste de una estrofa rimada
que termina con una palabra que debería rimar y no lo hace. Está describiendo,
si recuerdo bien, las virtudes ideales de una doncella de pueblo, y una de las
estrofas dice:
To novels and plays not
inclined
Nor aught that can
sully her mind;
Temptations may
shower,
Unmoved as a tower
She quenches the fiery
arrows.
[ A teatro y
novelas no se ha de inclinar
Ni a lo que pueda
su mente mancillar
Pueden llover tentaciones
Pero inmóvil como una torre
Ella aplaca la
fiereza de las flechas]
Hace mucho no me
siento a los pies de este juglar, y lo cito de memoria, pero creo que otra
estrofa del mismo poema ilustraba de este modo el concluyente sacudón de desencanto:
Religion makes beauty enchanting;
And even where beauty
is wanting,
The temper and mind
Religion-refined
Will shine through the
veil with sweet lustre.
[La religión hace
encantadora a la belleza;
E incluso donde
la belleza no se muestra,
Mente y temperamento
Por la religión dispuestos
Brillará a
través del velo con dulce lustre.]
Si lo lees
demasiado llegarás a un estado mental que, aunque sepas que el corrientazo ya
viene, te hará casi imposible contener el alarido. Todos hemos leído sobre la
sombría vida de las hermanas Brontë, en su casa oscura y estrecha, en sus lóbregos
páramos. Hemos oído mucho sobre la manera como sus almas estaban sintonizadas
con la tormenta, tanto la de vientos fieros como la de duras palabras. Pero no
puedo imaginar una tormenta tan paralizante como el ruido de un reverendo
caballero leyendo ese poema; no imagino una tormenta más salvaje que la despiadada
repetición de esa métrica; ni un grito humano más terrible y que congele la
sangre de tal modo, ni siquiera algo salido del corazón del infierno de Cumbres borrascosas. A pesar de los educacionistas, enseñarles poemas
infantiles a los niños es una cortesía; pero un hombre debe ir a la cárcel por
crueldad con los niños, si les recita poemas que no riman.
El problema es
mucho más interesante si dejamos la mala poesía de los malos poetas, y miramos
la mala poesía de los buenos poetas. Es una vieja historia. Creo que fue
Horacio quien dijo que Homero a veces cabecea de sueño; y el mismo Horacio,
aunque era un tipo de persona muy despierta, a veces se permitía un parpadeo. El
Cisne de Avon, el Ruiseñor de Burford, la Alondra para la que no podemos
nombrar otra habitación que el cielo abierto, todas esas aves famosas alguna
vez amenazaron con ser relleno para el El
búho de peluche. Incluso Milton, quien habitaba en el estilo grandioso, tuvo
lapsos de buen gusto. A mí, por lo menos, nunca me gustó ver a Satanás inventando
la pólvora o desplegando una muy especial cena con champaña, al estilo del
hotel Ritz-Carlton, para saciar el hambre de pan del Cristo humano. Por eso no
es una falta de respeto con los grandes poetas el hacerlos figurar en este libro
de mala poesía; porque difícilmente ha habido un buen poeta que no haya sido al
mismo tiempo un mal poeta. No estoy muy seguro de lo que esto significa, pero
estoy muy seguro, para efectos prácticos, de la moraleja que esto encierra. Primero
que todo, es saludable notar que el poeta generalmente anda de cosecha cuando
se mueve de manera más fluida en el tobogán lubricado de los elogios y el
progreso y las modas imperantes. Pero, cuando el poeta clásico es más clásico es
cuando nos resulta insulso y pomposo. Cuando el poeta romántico es más
romántico es cuando nos parece más chapucero y sentimental. Y, de este modo, cuando
el poeta moderno sea más moderno, cuando se instale de manera más impresionante
en el estilo moderno, será cuando consiga que la posteridad parezca sosa y sin
gracia. Las únicas dos líneas de verdad malas en Swinburne son las más
características de Swinburne: ese dístico sobre los lirios y la languidez y los
arrebatos de las rosas. Por ser en cierto modo una expresión perfecta suya, nos
hacen ver a Swinburne como imperfecto. Y la otra moraleja es que los poetas son
hombres, y que los hombres no pueden seguir siendo venerados como dioses. Carlyle
hizo su peor trabajo cuando resucitó la expresión pagana “Culto del héroe”. Los
paganos, de hecho, le erigieron una
estatua a Aquiles, pero no blanquearon la estatua. Tenían una relación objetiva
con ella, que no requería de autoengaños morales. Pero Carlyle no podía ser
pagano –solo podía ser un mal cristiano o, como dice alguien, un puritano–, y Carlyle
sí blanqueó a Cromwell y a Frederick, como nadie blanqueó a Aquiles. Shakespeare
y Shelley fueron mejores que Cromwell y Frederick; pero también ellos eran hombres
y no estatuas. E incluso su mala poesía puede ser el origen de buena filosofía.
De "All I Survey" (1933)
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