Tuesday, June 12, 2018

Sobre las camarillas literarias





Muchos se están quejando de las camarillas en el mundo literario; y están en lo cierto, por una razón particular, aunque no estoy seguro de que lo sepan. El descontento, como muchos de los descontentos actuales, tiene cierta desventaja: que no distingue entre las molestias normales de la vida humana y las molestias especiales de la vida actual. Bajo ninguna condición debemos estar todos en contacto en iguales proporciones, ni distribuir de manera uniforme una justicia desapasionada, como si fuera el Día del Juicio. Es natural que los hombres pertenezcan a un club, y es natural que los otros hombres que no pertenecen al club lo llamen una camarilla, y buena parte de lo que se llama comercio de favores es tan sencillo como los simples favores. Me he dado cuenta de que, casi siempre que un hombre generoso y entusiasta  le hace un favor a un amigo, se queja con amargura del comercio de favores entre sus enemigos. Pero nadie me prohíbe considerar que un escritor es inteligente, incluso si se trata de mi amigo. Tal vez se me permita la vanidad de suponer que su inteligencia es la razón para que sea mi amigo; o al menos que se hizo mi amigo en parte porque pensé que era inteligente. Es obvio que la relación se preste a los abusos. El método que siempre he elegido es el de elogiar el mérito del trabajo público de un amigo de manera tan amable como me parezca, pero siempre menciono la amistad privada junto con el mérito público. Así cualquiera tiene la libertad de descartar mi juicio, si siente que debe ser descartado. Pero hay otra cosa mala en las camarillas, en el club que cultiva una especial variedad de cultura. El artista que pertenece a un grupo de esos tiene la tendencia no sólo a hablar de su oficio, sino también de la carpintería de su oficio. Hablan más de métodos de producción que de productos de perfección. Como estudiantes de arte que no paran de hablar, se muestran su trabajo antes de terminarlo; y como perezosos estudiantes de arte, con frecuencia encuentran en ello una excusa perfecta para nunca terminarlo.
El trabajo perfecto es para el mundo; para el mundo tonto, digo. El trabajo imperfecto es para la clase, para el club, para la camarilla; en otras palabras para los simpatizantes. Mostramos nuestros peores esfuerzos a los más inteligentes; y reservamos nuestros mejores esfuerzos para los lerdos – esto es, el supremo y sagrado deber de toda expresión creativa: el de tener filo suficiente para lacerar incluso la mente de los lerdos. Porque, cualquiera que sea la naturaleza de la creación, lo cierto es que participa de la naturaleza de la traducción; consiste en traducir algo desde el oscuro alfabeto y el infantil lenguaje secreto de nuestra alma hasta el totalmente distinto lenguaje público que hablamos con nuestra lengua. Si esa traducción fuera perfecta, si los vocablos y expresiones correspondieran, sería tan claro para el hombre de la calle como para el hombre del club. No sería necesario mostrarlo con guiños fragmentarios al hombre de la camarilla. Pero como nuestra expresión es imperfecta necesitamos amistades que compensen las imperfecciones. Alguien con nuestros propios gustos entenderá lo que decimos antes de que lo expresemos; de hecho, mucho antes de que esté perfectamente expresado. Así empezamos a abandonar la vieja idea de que la tarea del autor es explicarse, y adoptamos la idea de que la tarea de la camarilla es la de entender al autor, e incluso de explicarlo, cuando se niega a explicarse.
Un esteta famoso decía que el poeta que es admirado por poetas debía ser el más grande de los poetas. Me permito dudarlo. Se me ocurre que, en un caso como ese, los poetas están aliados con el poeta. La belleza que observan en su trabajo es tanto obra suya como del poeta. Así como los poetas pueden ver en un arbusto o una nube más de lo que ven los otros, así mismo pueden ver más que los otros en cada epíteto y metáfora. Detrás del adjetivo más extravagante y de la metáfora más disparatada podrán adivinar algo de lo que se quiso decir, en especial si se trata de poetas de su propia escuela. No es que esas palabras sean la expresión más perfecta y completa de lo que el poeta quiso decir. Si lo fueran, no parecerían extravagantes o disparatadas. En otras palabras, el poeta no ha hecho de veras su peregrinaje desde el Paraíso hasta Putney (con mis disculpas para el fantasma de Swinburne), sino que una comisión de almas selectas y fastidiosas de Putney ha salido a su encuentro a mitad de camino. El poeta no ha cumplido por completo la función de traducir a literatura pensamientos vivos. Todavía necesita de un intérprete, y una multitud de intérpretes se ha apurado de manera aplicada a situarse entre el poeta y el público. La multitud es la camarilla, y pienso que hace daño, porque intercepta el proceso de perfeccionamiento de la expresión humana. No está mal que aliente al gran hombre para que hable. Está mal porque desalienta al gran hombre para que hable con claridad. Los sacerdotes y sacerdotisas del templo se enorgullecen de que el oráculo siga siendo oracular. La amplia y vaga revolución que llamamos el mundo moderno empezó más o menos cuando los hombres exigieron que las Escrituras fueran traducidas al inglés. Ha terminado cuando nadie se atreve a exigir que los poetas ingleses sean traducidos al inglés. Ha terminado con una nueva raza de pedantes que se sienten muy orgullosos de leer al poeta en el original, en una actitud provocadora, y mientras leen murmuran que el original es muy original.
Esta es la paradoja de la camarilla: que la conforman aquellos que entienden algo y que no quieren que nadie más lo entienda; no desean que sea entendible. Pero un grupo así debe por su naturaleza ser pequeño, y su tendencia es la de hacer más pequeño el mundo de la cultura. Lo conforman aquellos que por casualidad están cerca de una mentalidad única y perversa como para adivinar que un hombre quiere decir algo que todavía no es capaz de decir; así como el detective puede sentirse orgulloso de haber sacado alguna información valiosa  de un lunático que además es ciego y sordo. Pero esto no ayuda a aumentar el poder de expresión del poeta o el poder de entendimiento del público. Lo ideal es que el poeta ponga lo que quiere decir en el lenguaje de la gente, y que la gente disfrute mucho más lo que el poeta quiso decir. Esa es la verdadera educación popular; y, si de verdad la poseyéramos, apenas necesitaríamos de ninguna otra. Uno de los bandos en la disputa insistirá en que el público debe esforzarse más para entender al poeta; y debería ser así. Pero el otro bando puede responder que el poeta debe esforzarse más para terminar sus poemas; y debe ser así. No es algo insignificante o convencional o quisquilloso. Se trata de no dejar tres cuartos del poema dentro del poeta, mientras que el resto que apenas se asoma suele ser la cola.
Hoy en día, incluso los buenos poetas no escriben buenos poemas, sino apuntes para poemas. Les parece suficiente registrar, como en una especie de diario desarticulado, que los invadió una conmovedora sensación de futilidad cuando vieron un sombrero viejo y solitario en una percha, o un indescriptible impulso de rebelión cuando vieron un vaso roto en un bote de basura suburbano. Y entonces llega el crítico amigo a decir (con sinceridad, no hay duda) que puede imaginarse el estremecimiento frente a la percha o las lágrimas frente al bote de basura. Pero eso solo quiere decir que un hombre puede imaginar lo imaginario; no, que lo imaginario haya sido comunicado a través de la imagen. Lejos estoy de negar que un gran poeta puede lograr un giro de estilo que haría de una percha o un bote de basura algo sublime, como Shakespere lo hizo con una aguja y un ojete. Pero, si se examinan esos pasajes, se verá que en ninguna parte el gran poeta estudió con tanta sutileza el mejor estilo que cuando intentaba expresar objetos tan sencillos. En todo caso, no se limitó a mencionar esos objetos, para después decir que lo habían llenado de emociones indescriptibles. Se propuso describir lo indescriptible. Ese es todo el asunto de la literatura, y es un jardín difícil de cultivar.

De "All I survey" (1933)

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