En
cierto sentido, es más valioso leer mala literatura que buena literatura. La buena literatura puede hablarnos de la
mente de un hombre; pero la mala literatura puede hablarnos de la mente de
muchos hombres. Una buena novela nos dice la verdad sobre su héroe; pero una
mala novela nos dice la verdad sobre su autor. Más que eso, nos dice la verdad
sobre sus lectores y, curiosamente, es más reveladora cuando el motivo de su
manufactura es más cínico e inmoral. Mientras más deshonesto sea un libro como libro,
más honesto resulta como documento público. Una novela sincera exhibe la simplicidad
de un solo hombre; una novela insincera exhibe la simplicidad de la humanidad. Las
decisiones ampulosas y los acomodamientos del hombre pueden hallarse en
pergaminos y libros de estatutos y escrituras sagradas; pero las creencias más
básicas y las energías más inagotables de los hombres se encuentran en las novelas
baratas. Un hombre no podrá obtener de la buena literatura otra cosa que la
capacidad de apreciar buena literatura. Pero de la mala literatura puede
aprender a gobernar imperios y a vislumbrar el mapa de la humanidad.
Hay un
ejemplo muy interesante de este caso en que la literatura más débil es más
fuerte y la más fuerte es más débil. Me refiero a lo que puede llamarse, para
dar una descripción aproximada, la literatura de la aristocracia; o, si se
prefiere, la literatura del esnobismo. Si alguien quiere encontrar un caso de
aristocracia de veras efectivo y comprensible y declarado con sinceridad, puede
leer, no la filosofía de los conservadores modernos, ni siquiera a Nietzsche,
sino las noveletas de Bow Bell. En el caso de Nietzsche confieso tener mis
dudas. Nietzsche y las noveletas de Bow Bell tienen obviamente el mismo
carácter fundamental: ambas veneran al hombre alto, de mostacho ensortijado y
poder corporal hercúleo, y ambas lo veneran en una forma algo femenina e histérica.
Pero la noveleta mantiene su superioridad moral, porque le atribuye al hombre
fuerte las virtudes que suelen pertenecerle, tales como la pereza y la amabilidad
y una benevolencia algo inquieta y mucho disgusto ante la idea de lastimar a
los débiles. Nietzsche, por otra parte, le atribuye al hombre fuerte ese
desprecio por la debilidad que sólo existe entre los débiles. Pero mi asunto
aquí no son los méritos secundarios del filósofo alemán, sino los méritos
principales de Bow Bell. Ese retrato de la aristocracia en la noveleta popular
sentimental me parece muy satisfactorio como una guía política y filosófica. Puede
no ser muy precisa en los detalles sobre cómo debe hablarse de una baronesa o
la amplitud de un abismo entre montañas que un barón puede saltar, pero no es
una mala descripción de la idea general y de la intención de la aristocracia
tal como existe en los asuntos humanos. El sueño esencial de la aristocracia es
de magnificencia y valor; y, si el suplemento del periódico Family Herald a
veces distorsiona o exagera estas cosas, al menos no se queda corto en ellas. Nunca
comete el error de hacer que el espacio entre las montañas sea estrecho o que el
título de la baronesa no sea lo suficientemente expresivo. Pero, por sobre esta
vieja, sana y confiable literatura del esnobismo, se ha erigido en nuestro
tiempo otro tipo de literatura que, con sus pretensiones mucho más altas, me parece que merece mucho
menos respeto. Incidentalmente (si es que importa), se trata de una mejor
literatura. Pero es incalculablemente peor filosofía, incalculablemente peor
ética y política, incalculablemente peor representación vital de la
aristocracia y de la humanidad. En esos libros sobre los que ahora quiero
hablar podemos conocer lo que un hombre inteligente puede hacer con la idea de
aristocracia. Con el suplemento del Family Herald Supplement, en cambio, podemos
descubrir lo que la idea de aristocracia puede hacer con un hombre que no es
inteligente. Y, cuando conocemos eso, conocemos la historia de Inglaterra.
Esta
nueva ficción aristocrática debe haber llamado la atención de todo aquel que ha
leído lo mejor de los últimos quince años. Es la pretendida o genuina
literatura de los inteligentes, que representa a ese grupo como distinguido, no
solo por la inteligencia en el vestir, sino también por la inteligencia de su
hablar. Al mal barón, al buen barón, al barón romántico e incomprendido que se
supone que sea un mal barón, esta escuela ha sumado algo que nadie habría
soñado en años anteriores: la idea de un barón entretenido. Ahora el
aristócrata no solo ha de ser más alto que el resto de los mortales y más
fuerte y más guapo, ahora también es más ingenioso. Es el hombre largo de cortos
epigramas. Muchos escritores modernos de eminencia merecida deben aceptar que
tienen alguna responsabilidad en haber apoyado esta forma del esnobismo que es
mucho peor: el esnobismo intelectual. El talentoso autor de Dodo es responsable de haber creado esa
moda como tal. El señor Hichens, en Green
Carnation, reafirmó esa extraña idea de que los jóvenes nobles hablan bien;
aunque su caso tiene una vago sustento y, en consecuencia, una excusa. La
señora Craigie tiene una culpa considerable en el asunto, aunque –o mejor,
porque–ha combinado la nota aristocrática con una nota de alguna sinceridad
moral e incluso religiosa. Cuando estás salvando el alma de un hombre, incluso
en una novela, es indecente mencionar que se trata de un caballero. Tampoco
puede ser eximido por completo de culpa un hombre de mucha mayor habilidad, que
ha dado muestra de poseer el más alto instinto humano, el instinto romántico: me
refiero al señor Anthony Hope. En un melodrama galopante e imposible como The Prisoner of Zenda, la sangre real
alienta una excelente trama o tema. Pero
la sangre de los reyes no es algo que deba tomarse en serio. Y cuando, por
ejemplo, el señor Hope dedica un estudio tan serio y empático a un hombre que
durante toda su infancia no pensó en otra cosa que en una tonta propiedad, sentimos
incluso en el señor Hope el indicio de una preocupación excesiva por la idea
oligárquica. Es difícil para cualquier persona del común sentir tanto interés
por un joven cuyo único interés es poseer la casa de Blent, cuando cualquier otro muchacho es dueño de las estrellas.
El
señor Hope, sin embargo, es un caso muy moderado, y en él no solo hay un
elemento de romance, sino también un fino elemento de ironía que nos advierte contra
la idea de tomar muy en serio toda esa elegancia. Por sobre todo, muestra buen
juicio en el hecho de que no hace que su noble esté increíblemente equipado con
un habla espontanea e ingeniosa. Este hábito de insistir en el ingenio de las
clases adineradas es el más servil de todos los servilismos. Es, como ya he dicho,
incalculablemente más despreciable que el esnobismo de la noveleta que describe
al noble sonriendo como un Apolo o cabalgando un elefante enfurecido. Estas
pueden ser exageraciones de belleza o coraje, pero la belleza y el coraje son
los ideales inconscientes de los aristócratas, incluso de los aristócratas
estúpidos.
Es
posible que el noble de la noveleta haya sido trazado sin prestar atención
cercana y detallada a los hábitos diarios de la nobleza. Pero es algo más
importante que una realidad: es un ideal práctico. Es posible que el caballero
de la ficción no sea una copia del caballero de la vida real; pero el caballero
de la realidad está copiando al de la ficción. Puede no ser muy atractivo, pero
preferiría ser atractivo a cualquier otra cosa. Puede no haber montado en un
elefante enfurecido, pero se aleja en un pony lo más lejos posible con el aire
de que haber hecho la otra hazaña. Y, sobre todo, la clase alta no solo desea
estas cualidades de belleza y coraje, sino que en cierto grado, y en todo caso,
las posee. Así que no hay nada de malicioso o servil en la literatura popular
que hace que todos los marqueses midan dos metros de alto. Es esnob, pero no es
servil. Su exageración se basa en una admiración honesta y exuberante, basada
en algo que se encuentra allí en alguna medida. La clase baja inglesa no le
teme en lo más mínimo a la clase alta inglesa; nadie podría temerle. Solo la
venera, de manera simple y libre y sentimental. La fuerza de la aristocracia
no se encuentra para nada en ella misma; se encuentra en los tugurios. No está
en la Casa de los Lords; no está en la oficina de Servicio Civil; no está en
las oficinas de gobierno; no está ni siquiera en el enorme y desproporcionado
monopolio de las tierras de Inglaterra. Está en cierto espíritu. Está en el
hecho de que cuando un obrero quiere elogiar a un hombre, de inmediato le viene
a la boca decir que se ha comportado como un caballero. Desde una perspectiva
democrática, podría haber dicho que se ha comportado como un vizconde. El
carácter democrático de la comunidad inglesa contemporánea no se apoya, como el
de muchas oligarquías, en la crueldad de los ricos hacia los pobres. Ni
siquiera se apoya en la amabilidad de los ricos hacia los pobres. Se apoya en
la eterna y constante amabilidad de los pobres hacia los ricos.
El
esnobismo de la mala literatura no es, por lo tanto, servil; pero el esnobismo
de la buena literatura sí lo es. El romance barato y anticuado donde la duquesa
brilla cubierta de diamantes no es servil; pero el nuevo romance, donde la
aristocracia brilla con apuntes ingeniosos, es servil. Porque, cuando les
atribuimos a las clases altas un intelecto especial y un poder de conversación
y controversia, les atribuimos una virtud que no es exclusiva de ellos y que ni
siquiera aspiran a tener. En palabras de Disraeli (quien, siendo un genio y no
un caballero, tiene tal vez que responder por introducir este método de
adulación a la aristocracia), estamos desarrollando la función esencial de la
adulación, que consiste en elogiar a la gente por las virtudes que no tiene. El
elogio puede ser gigantesco y demencial sin tener nada de adulación, siempre y
cuando sea un elogio de algo cuya existencia es notoria. Un hombre puede decir
que la cabeza de una jirafa se tropieza con las estrellas o que una ballena
ocupa todo el océano germánico, y estar solo un poco exaltado en relación con
su animal favorito. Pero, cuando empieza a felicitar a la jirafa por sus plumas
y a la ballena por la elegancia de sus piernas, nos enfrentamos a ese elemento
social que se denomina adulación. Los niveles medio y bajo de Londres pueden,
con sinceridad –aunque tal vez no con seguridad–, admirar la salud y la elegancia
de la aristocracia inglesa. Esto por la simple razón de que los aristócratas
son, en general, más saludables y tienen más elegancia que los pobres. Pero no
pueden admirar con honestidad el ingenio de los aristócratas. Por la simple
razón de que los aristócratas no son más ingeniosos que los pobres. En gran
medida, son mucho menos ingeniosos. Un hombre no oye, como ocurre en las
novelas inteligentes, que los diplomáticos estén dejando caer todo el tiempo las
joyas de su ingenio. Donde de veras se escucha eso es entre dos conductores de ómnibus,
en alguna calle de Holborn. El tipo ingenioso cuyas observaciones espontáneas
llenan los libros de la señora Craigie o
de la señorita Fowler quedaría hecho pedazos en el arte de la conversación con
el primer lustrabotas con quien tuviera el infortunio de entrar en conflicto. Los
pobres solo son sentimentales, y lo son de una manera muy excusable, si elogian
a un hombre por ser rápido en extender la mano y el dinero. Pero serían
esclavos y serviles si lo elogiaran por su agilidad verbal Porque, de eso,
ellos tienen mucho más.
Creo
que el sentimiento oligárquico en estas novelas tiene un aspecto más sutil y,
por lo tanto, más difícil y más digno de entender. El caballero moderno, en
especial el caballero inglés moderno, se ha vuelto tan central e importante en estos
libros, y a través de ellos en toda nuestra literatura y nuestro modo de pensar
contemporáneo, que ciertas cualidades suyas, ya sea originales o recientes, esenciales
o accidentales, han alterado la calidad de nuestra comedia inglesa. En
particular, el ideal estoico, que de manera absurda se considera inglés, ha
llegado a enfriarnos y endurecernos. Ese no es un ideal inglés; pero, en cierta
medida, es el ideal aristocrático; o puede ser el ideal de la aristocracia en
su otoño y decadencia. El caballero es un estoico porque es una especie de
salvaje, porque lo llena un miedo elemental a que algún extraño pueda hablarle.
Es por eso que un vagón de tercera clase es una comunidad, mientras que un vagón
de primera clase es un lugar de hermitaños salvajes.
La
inquietante ineficiencia que recorre la mayor parte de la ficción epigramática,
de moda en los últimos ocho o diez años, en trabajos de ingenio real y variable
como Dodo o Concerning Isabel Carnaby o incluso Some Emotions and a Moral, puede ser expresado de distintas maneras,
pero en últimas significa lo mismo. Esta nueva frivolidad es inadecuada porque
en ella no hay un fuerte sentido de alegría inexpresada. Los hombres y mujeres
que intercambian ocurrencias pueden no solo odiarse entre ellos, sino que también
pueden odiarse a sí mismos. Cualquiera de ellos puede caer en la bancarrota ese
mismo día o ser sentenciado a morir de un disparo al día siguiente. Están
bromeando, no porque sean felices, sino porque no lo son; su boca habla desde
el vacío de su corazón. Incluso cuando dicen cosas sin sentido, se trata de un
cuidadoso sinsentido: un sinsentido que usan de manera económica o, para usar
la perfecta expresión de W. S. Gilbert in Patience,
es un “sinsentido precioso". Incluso cuando están un poco mareados su
corazón no puede aligerarse. Todo el que haya leído algo del racionalismo de
los modernos sabe que su razón es una cosa triste. Pero incluso su sinrazón es
triste.
No es muy
difícil señalar las causas de esta incapacidad. La principal, por supuesto, es
ese miedo miserable a ser sentimentales, que es el más perverso de todos los
terrores modernos: incluso más perverso que el terror que produce la higiene. Por
todas partes, el humor robusto y estruendoso ha provenido de los hombres
capaces no solo de sentimentalismo, sino de un sentimentalismo tonto. Nunca ha habido un humor más robusto y estruendoso
que el humor del sentimental Steele o el del sentimental Sterne o el del
sentimental Dickens. Estas criaturas que lloraron como mujeres fueron los
hombres que rieron como hombres. Es cierto que el humor de Micawber es buena
literatura y que el patetismo de la pequeña Nell es malo. Pero el tipo de
hombre que tiene el valor de escribir así de mal en un caso es el tipo de
hombre que tendrá el coraje de escribir así de bien en el otro. La misma
inconsciencia, la misma violenta inocencia, la misma acción a escala gigantesca
que le proporcionó al Napoleón de la comedia su batalla de Jena, le proporcionó
también su Moscú. Y aquí se muestran las limitaciones frígidas y enclenques de
nuestros ingeniosos modernos. Hacen esfuerzos violentos, hacen esfuerzos
heroicos y casi patéticos, pero no pueden escribir mal. Hay momentos en los que
casi pensamos que han logrado el efecto, pero nuestra esperanza se reduce a
nada cuando comparamos sus pequeños fracasos con las enormes imbecilidades de Byron
o de Shakespeare.
Para que
estalle una risa vigorosa es preciso haber tocado el corazón. No sé por qué
tocar el corazón siempre tenga que estar asociado de manera exclusiva con
tocarlo con compasión o aflicción. El corazón también pude tocarse con dicha y
con triunfo; el corazón también puede ser tocado con goce. Pero todos nuestros
comediantes son comediantes trágicos. Estos escritores que recientemente están
de moda son tan pesimistas hasta la médula de los huesos que nunca parecen
capaces de imaginar que el corazón tenga algo que ver con la alegría. Cuando
hablan del corazón, siempre se refieren a los dolores y desencantos de la vida
emocional. Cuando dicen que un hombre tiene el corazón bien puesto, quieren
decir –al parecer– que lo tiene en los zapatos. Nuestras sociedades éticas
entienden el compañerismo, pero no entienden el buen compañerismo. Del mismo
modo, nuestros ingeniosos entienden la conversación, pero no lo que Dr. Johnson
llamaba una buena conversación. Para poder tener, como Dr. Johnson, una buena
conversación, es absolutamente necesario ser, como Dr. Johnson, un buen hombre:
tener sentido de la amistad, del honor y una ternura abismal. Sobre todo, es
necesario ser abierta e indecentemente humanos, para confesar con plenitud los
temores y penas de Adán. Johnson fue un hombre de humor y claridad mental, y
por lo tanto no le importaba hablar con seriedad sobre religión. Johnson fue un
hombre valiente, uno de los hombres más valientes que jamás ha habido, y por lo
tanto no le importaba declararle a cualquiera su incontenible miedo a la muerte.
El
ideal de reprimir los sentimientos puede ser lo que sea, menos un ideal inglés.
Puede ser oriental, puede tener algún origen en Prusia, pero en esencia no
viene de una fuente racial o nacional. Es, como he dicho, en cierto modo
aristocrático; no viene de un pueblo, sino de una clase. Pienso que incluso la
aristocracia no era tan estoica en los tiempos en que era de veras fuerte. Pero,
ya sea que ese ideal carente de emociones sea la genuina tradición del
caballero, o solo sea una invención de los modernos caballeros (que podemos llamar
los caballeros en decadencia), en últimas sí tiene que ver con la falta de
emociones que caracteriza estas novelas de sociedad. De representar a los
aristócratas como personas que reprimen sus emociones, ha sido fácil llegar a
representar a los aristócratas como personas que no tienen sentimientos para
suprimir. De este modo, el oligarca moderno ha convertido en virtud la oligarquía
de una dureza como la del diamante. Como un autor de sonetos dirigiéndose a su
dama en el siglo 17, parece usar la palabra “frío” casi como un elogio, y la palabra
“desalmado” como una especie de cumplido. Por supuesto que entre gente tan
incurablemente amable e infantil, como lo es la aristocracia inglesa, sería
imposible crear algo puede pudiera llamarse crueldad positiva; así que en estos
libros exhiben una especie de crueldad negativa. No pueden ser crueles con sus actos,
pero pueden serlo con sus palabras. Todo esto quiere decir una sola cosa: que
el vivo y fortalecedor ideal de Inglaterra debe buscarse en las masas; debe
buscarse donde Dickens lo encontró. Dickens, entre cuyas glorias se encuentra
la de haber sido un humorista, un sentimental, un optimista, un hombre pobre,
un inglés, pero cuya más grande gloria fue la de haber visto a toda la humanidad
en su sorprendente exuberancia, ni siquiera notó la existencia de la
aristocracia. La mayor gloria de Dickens fue que no pudo describir un
caballero.
De Heretics (1905)
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