Tuesday, July 31, 2018

“Abandonad toda desesperanza...”


Un fragmento del libro de Chesterton sobre Dickens.

 Consideraremos a Dickens en muchos otros aspectos, pero empecemos con este. Dickens fue en Inglaterra la voz de esa embriaguez y expansión humana, ese alentar a cualquiera para que fuera lo que fuera. Sus mejores libros son carnavales de libertad, y hay más del espíritu verdadero de la Revolución Francesa en Nicholas Nickleby que en Historia de dos ciudades. Su trabajo fue la gran gloria de la revolución, el llamado a cada hombre a ser él mismo; tiene también el defecto revolucionario: parece pensar que la simple emancipación es suficiente. Ningún hombre alentó tanto a sus personajes como Dickens. "Soy un padre afectuoso”, dice, “con todos los hijos de mi imaginación”. No fue solo un padre afectuoso, fue demasiado permisivo. Los hijos de su imaginación son niños malcriados. Estremecen la casa como pesados y ruidosos escolares; destruyen el piso y rompen en pedazos los muebles. Cuando los escritores modernos escribimos historias, nuestros personajes están mejor controlados. Pero, ¡ay!, nuestros personajes son fáciles de controlar. No corremos ningún peligro de que haya gigantescos brincos como los de criaturas como Mantalini y Micawber. No corremos el riesgo de darles a nuestros lectores demasiado Weller o Wegg. Cuando experimentamos la ingobernable sensación de vitalidad que acompaña el viejo sentido de libertad de Dickens, experimentamos lo mejor de la revolución. Estamos llenos de la primera de las doctrinas democráticas: que todos los hombres son interesantes. Dickens trató de que alguna de su gente pareciera insulsa, pero fue incapaz de mantenerla insulsa. Era incapaz de hacer un hombre monótono. Los aburridos de sus libros son más brillantes que los vivaces de otros  libros.
He puesto al frente esta posición por una razón precisa. Es inútil para nosotros imaginar a Dickens y su vida a menos que seamos capaces al menos de imaginar esa vieja atmósfera de democrático optimismo –una confianza en los hombres del común. Dickens depende de que eso se comprenda en una manera inusual, y esa manera merece una explicación o al menos unos comentarios.
La desventaja en la que Dickens ha caído, como artista y como moralista, es muy simple. Consiste en que ninguno de los dos últimos movimientos de la crítica literaria lo han favorecido en nada. Ha sido afectado por sus enemigos y por los enemigos de sus enemigos. Los hechos a los que me refiero son familiares. Cuando el mundo apenas despertó del mero hipnotismo de Dickens, de la tiranía directa de su temperamento, hubo, por supuesto, una reacción. A la cabeza vinieron los realistas, con sus documentos, quienes declararon que las escenas y los tipos en Dickens eran por completo imposibles (en eso tenían toda la razón), y a partir de esta base tan paradójica objetaron a Dickens como literatura. Sus tipos y escenas no eran “como la vida” y por eso, según ellos, ahí acababa el asunto. Los realistas prevalecieron por un tiempo, pero no disfrutaron de su victoria (si acaso disfrutaron algo) por mucho tiempo. Pronto emergió una escuela crítica más simbólica. Los hombres vieron que era necesario ofrecer un significado más profundo y más delicado a la expresión "como la vida”. Las calles no son vida, las ciudades y las civilizaciones no son vida, los rostros e incluso las voces no eran la vida misma. La vida está adentro y ningún hombre ha llegado a verla. En cuanto a nuestras comidas y nuestros modales y nuestro atuendo diario, esas cosas son como los sonetos: símbolos arbitrarios del alma. Un hombre intenta expresarse a sí mismo en libros, otro en zapatos; pero ambos probablemente fracasan. Nuestras casas sólidas y nuestras comidas regulares son, en el sentido más estricto, ficciones. Son cosas hechas para tipificar nuestros pensamientos. El abrigo que un hombre usa puede ser completamente ficticio; el movimiento de sus manos puede ser lo menos parecido a la vida.
Eso fue lo que la inteligencia de los hombres percibió. Y la fama de Dickens debió beneficiarse enormemente por eso. Porque Dickens es "como la vida" en el sentido verdadero, en el sentido de que es similar al principio vital en nosotros y en el universo; Dickens es como la vida al menos en el pequeño detalle de que está vivo. Su arte es como la vida, porque, como la vida, no se preocupa por nada exterior, sigue dichoso su camino. Ambos, la vida y su arte, producen monstruos con un cierto desparpajo, como enormes derivados; la vida haciendo rinocerontes y el arte haciendo a Mr. Bunsby. El arte, de hecho, imita a la vida en que no copia la vida, porque la vida no copia nada. El arte de Dickens es como la vida porque, como la vida, es irresponsable, porque como la vida es increíble.
Pero el regreso de dicho entendimiento no ha beneficiado mucho a Dickens; el retorno del romance ha sido casi inútil para este gran romántico. Ha ganado tan poco con la caída de los realistas como con su triunfo; ha habido una revolución, ha habido una contrarrevolución, pero no ha habido una restauración. Y la razón de esto nos lleva de nuevo a la atmósfera de optimismo popular de la que hablamos. Y la manera más breve de expresar la negligencia reciente respeto a Dickens es decir que para nuestro tiempo y gusto exagera el aspecto equivocado.
El arte es exageración. Y eso Dickens y los modernos lo entendieron. El arte es, en su naturaleza más profunda, fantástico. El tiempo trae curiosas venganzas, y mientras los realistas seguían vivos, el arte de Dickens fue justificado por Aubrey Beardsley. Pero a hombres como Aubrey Beardsley se les permitía ser fantásticos, porque el estado mental que ellos trajinaron y exhibieron con énfasis era un estado mental que su periodo entendía. Dickens fatigó y exhibió con énfasis un estado mental que nuestro tiempo no entiende. La verdad que él exagera es justo ese viejo sentido revolucionario de la oportunidad inagotable y la hermandad ruidosa. Y nos molesta su inapropiado sentido de esas cosas, porque nosotros mismos carecemos de ese sentido. Nos sentimos muy atribulados con tal abundancia de esas cosas de las que tanto carecemos; desearíamos tenerla confinada. Porque todos somos exactos y científicos frente a los asuntos que no nos importan. Detectamos de inmediato exageración en una presentación sobre mormonismo o en un discurso patriótico del Paraguay. Todos requerimos sobriedad sobre el tema de la serpiente de mar. Pero en el momento en que empezamos a creer en algo, en ese momento empezamos a exagerar sobre ese algo; y en el momento en que nuestras almas se vuelven serias, nuestras palabras se tornan un poco salvajes. Y es por eso que algunos modernos están inclinados a la exageración. Permiten a cualquier escritor que exagere sobre la duda por ejemplo, o sobre la duda frente a la religión, pero no permiten a nadie que exagere en cuestión de dogmas. Si un hombre es el más moderado cristiano, ellos huelen “sesgo”; pero puede ser un rabioso molino de viento si habla sobre pesimismo, y a eso lo llaman temperamento. Si un moralista pinta un cuadro salvaje sobre la inmoralidad, dudan que sea verdad, dicen que los demonios no son tan negros como los pintan. Pero si un pesimista pinta con salvajismo la melancolía, aceptan toda la horrible psicología, y nunca se preguntan si esos diablos son tan azules como los pintan.
En pocas palabras, es evidente por qué incluso aquellos que admiran la exageración no admiran a Dickens: exagera en el aspecto equivocado. Ellos saben lo que es sentir una tristeza tan extraña y profunda que solo personajes imposibles pueden expresarla; ellos no saben lo que es sentir una alegría tan vital y violenta que solo personajes imposibles puedan expresarla. Ellos saben que el alma puede estar tan triste como para soñar de manera natural con los rostros azules de los cadáveres de Baudelaire; pero no saben que el alma puede ser tan dichosa como para soñar de manera natural  con el rostro azul del mayor Bagstock. Saben que hay un punto en la depresión en el que uno cree en la existencia de Tintagiles[i]; pero no saben que hay un punto en el regocijo en el que uno cree en la existencia de Mr. Wegg. Para ellos, las imposibilidades de Dickens parecen más imposibles de lo que son, porque están sintonizados con las posibilidades opuestas de Maeterlinck. Para cada estado mental hay una imposibilidad que resulta apropiada –una decente y cauta imposibilidad– ajustada al esquema de pensamiento. Cualquier línea de pensamiento puede terminar en un éxtasis y todos los caminos conducen al país de las hadas. Pero muy pocos se adentran lo suficiente en la calle de Dickens para hallar el lugar donde los barrios populares se vuelven tan cómicos que resultan poéticos. La gente no sabe lo lejos que pueden llegar los buenos espíritus. Nunca pensamos, por ejemplo (como la vieja tradición popular lo hacía) en buenos espíritus llegando al mundo espiritual. Lo podemos apreciar en la completa ausencia que hay en lo moderno de la popular creencia en lo sobrenatural que había en el viejo goce popular.   Hoy se habla con frecuencia de la sabiduría del mundo espiritual; pero no escuchamos, como nuestros padres lo hicieron, de la locura del mundo spiritual, de las trampas de los dioses, ni de las bromas de los santos. Nuestros cuentos populares nos cuentan de un hombre que es tan sabio que alcanza lo sobrenatural, como el doctor Nikola; pero nunca nos cuentan (como los cuentos populares del pasado) de un hombre que era tan tonto que alcanzaba lo sobrenatural, como Bottom el Tejedor[ii]. No entendemos la oscura y trascendental simpatía entre las hadas y los tontos. Entendemos un ocultismo devoto, un ocultismo malvado, un ocultismo trágico, pero un ocultismo ridículo está más allá de nuestro alcance. Y sin embargo el ocultismo ridículo es la misma esencia de "Sueño de una noche de verano". También es la correcta y creíble esencia de "Cuento de Navidad". El que lo entendamos depende de si podemos entender que el regocijo no es un accidente físico, sino un hecho místico; que el regocijo puede ser infinito, como la pena; que un chiste puede ser tan grande que rompa el techo de las estrellas. Simplemente, por seguir siendo absurda, una cosa puede ser como Dios; solo hay un paso entre lo ridículo y lo sublime.
Dickens fue grandioso porque estaba desaforadamente poseído por todo esto; si de veras vamos a entenderlo, también debemos estar desaforadamente poseídos por esto. Debemos entender estas viejas e ilimitadas hilaridad y confianza humana, al menos lo suficiente para soportarla cuando se le lleva demasiado lejos. Porque Dickens la llevó demasiado lejos; llevó la hilaridad al punto de dibujar personajes increíbles; llevó la confianza humana hasta un sentimentalismo que no convence. Si se quiere, es posible seguir el derrotero de la dicha revolucionaria hasta llegar al epitafio de Sapsea; es posible seguir la esperanza revolucionaria hasta llegar al arrepentimiento de Dombey. Hay mucho que criticar en este hombre, si usted tiene inclinación a criticar; es fácil encontrarlo vulgar, si usted no puede ver que es divino; y si usted es incapaz de reírse con Dickens, no hay duda de que puede reírse de él.
Creo que este mucho más valiente mundo suyo volverá; porque creo que está más atado a realidades, como el amanecer o la primavera. Pero, para aquellos que sin remedio lo consideran un error, presento esta apelación antes de hacer cualquier otra observación sobre Dickens. Primero, simpaticemos, aunque sea por un instante, con las esperanzas del periodo en que vivió Dickens, con ese alegre tumulto de cambio. Si la democracia lo ha decepcionado a usted, no la vea como una burbuja que ha estallado, no piense en ella como una burbuja absurda, sino al menos como un corazón roto, como una vieja historia de amor. No mire con desdén aquel tiempo en que el credo de la humanidad se hallaba en su luna de miel; trátelo con la terrible deferencia que se le debe a la juventud. Para usted, tal vez, una filosofía más pavorosa ha cubierto y eclipsado la tierra. El fiero poeta de la Edad Media escribió sobre las puertas del inframundo: "Abandonad toda esperanza, todos los que entráis aquí”. Los emancipados poetas de hoy en día lo han escrito sobre las puertas de este mundo. Pero si hemos de entender la historia que sigue, debemos borrar ese escrito apocalíptico, aunque sea por una hora. Debemos recrear la fe de nuestros padres, aunque sea como una atmósfera artística. Si usted es un pesimista, renuncie a los placeres del pesimismo mientras lee esta historia. Sueñe, por un demencial momento, que la hierba es verde. Desaprenda el conocimiento siniestro que a usted le parece tan claro; niegue ese conocimiento mortal que usted cree que poseer. Entregue la flor misma de su cultura; renuncie a la joya de su orgullo; abandonad toda desesperanza, todos los que entráis aquí.
Fragmento de “Dickens” (1906)



[i] Personaje de una obra teatral de Maurice Maeterlinck.
[ii] Personaje de Sueño de una noche de verano, de William Shakespeare.

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