Monday, August 20, 2018

La taberna al final del mundo

Poca gente se da cuenta de que el hábito general de la ficción, el de contar historias en prosa, puede desvanecerse de la misma manera como el hábito general de  contar historias en verso se ha desvanecido por el momento. 




Lo más difícil de recordar sobre nuestra época es, por supuesto, que se trata simplemente de una época; de manera instintiva pensamos en ella como si fuera el Día del Juicio. Pero tanto este tiempo como las cosas que le son propias es probable que en breve se encuentren patas arriba; todo lo que puede dejar de ser dejará de ser. No solo es cierto que todas las cosas viejas ya están muertas; también es cierto que las cosas nuevas están muertas, porque las únicas cosas que no mueren son aquellas que no son ni nuevas ni viejas. Mientras más intentas estar a la moda de este año, más lejos estás–en cierto sentido–de la moda del próximo año. Por lo tanto, al intentar decidir si un autor –como absurdamente se dice– vivirá, es necesario tener una convicción muy firme sobre cuál parte de ese hombre, si acaso hay alguna, es inmodificable. Y es muy difícil tenerla si no tienes una religión o, al menos, un filosofía dogmática.
Hay que predicar la igualdad de los hombres en cuanto a sus épocas, tanto como se hace en cuanto a sus clases. Sentirse infinitamente superior a un hombre del siglo doce es tan arrogante como sentirse superior a un hombre que vive en el camino de Old Kent. Hay diferencias entre ese hombre y nosotros, puede haber superioridades nuestras sobre él; pero nuestro pecado en ambos casos consiste en pensar en las cosas pequeñas en las que diferimos, cuando deberíamos estar asombrados y embriagados por los asuntos terribles y dichosos en los que somos idénticos. Pero aquí la dificultad como siempre consiste en que las cosas que tenemos más cerca se ven más grandes de lo que son, y parecen un rasgo permanente de la humanidad, cuando en realidad pueden solo ser una de sus formas de expresión que desaparecen. Poca gente, por ejemplo, se da cuenta de que podrá llegar con facilidad un tiempo en que veamos la grandiosa irrupción de la ciencia en el siglo diecinueve como algo tan espléndido, breve, único y por último abandonado, como las irrupciones del arte durante el Renacimiento. Poca gente se da cuenta de que el hábito general de la ficción, el de contar historias en prosa, puede desvanecerse de la misma manera como el hábito general de las baladas, el de contar historias en verso, se ha desvanecido por el momento. Poca gente se da cuenta de que leer y escribir son solo cosas arbitrarias, y tal vez sólo ciencias temporales, como la heráldica.
La mente inmortal permanecerá, y en relación con eso serán juzgados escritores como Dickens. Dudo que sobreviva algún pedante capaz de negar que Dickens tendrá un lugar elevado en la literatura permanente. Pero, como toda predicción puede fallar,  dedicaré este capítulo a sugerir que su posición en la Inglaterra del siglo 19 no sólo será elevada, sino de hecho la más alta. En algún momento de su fama, cualquier inglés promedio habría dicho que en Inglaterra había unos cinco o seis novelistas de calidad similar. Podría haber hecho una lista: Dickens, Bulwer Lytton, Thackeray, Charlotte Brontë, George Eliot, y tal vez otros. Unos cuarenta años han transcurrido y algunos de estos nombres se han deslizado a posiciones inferiores. Algunos dirán ahora que la plataforma más alta les ha quedado a Thackeray y Dickens; otros, que a Dickens, Thackeray y George Eliot; alguien dirá que a, Thackeray y Charlotte Brontë. Me atrevo a afirmar que  cuando hayan pasado más años y el proceso de quitar malezas se haya completado, Dickens dominará la Inglaterra del siglo XIX; permanecerá solo en la plataforma.
Sé que decir esto es casi una impertinencia, y que su tendencia es a provocar discusiones desdeñosas sobre otros escritores, como aquellas en las que de manera brillante el señor Swinburne se enredó al hacer su sugestivo estudio sobre Dickens. Pero mi desdén por los otros novelistas ingleses es por completo relativo y para nada definitivo. Es cierto que los hombres siempre regresarán a un escritor como Thackeray, con su rico otoño de emociones, con su sentimiento de que la vida es un balance triste pero sagrado en el que no debemos dejar nada olvidado. Es poco probable que los sabios lo olviden. Del mismo modo como los sabios y estudiosos regresan de vez en cuando  a los poetas del renacimiento francés, a la delicada aflicción de Du Bellay, así mismo regresarán a Thackeray. Pero Dickens cabalgará y dominará nuestro tiempo como la vasta figura de Rabelais domina a Du Bellay, al renacimiento francés y al mundo.
Permítanme ofrecer primero una razón negativa. Las cosas particulares por las que los críticos condenan (con justicia) a Dickens son precisamente aquellas  que jamás impidieron que un hombre fuera inmortal. La principal es el hecho incuestionable de que escribió una cantidad enorme de cosas malas. Esto determina que a un hombre se le ponga, en su tiempo, por debajo de su posición; pero eso no parece afectar para nada su lugar permanente. Shakespeare, por ejemplo, y Wordsworth no solo escribieron una cantidad enorme de cosas malas, sino también una enorme cantidad de cosas enormemente malas. La humanidad se encarga de hacer por escritores como ellos la labor de edición. Virgilio se equivocó al eliminar sus líneas de inferior calidad; nosotros nos habríamos encargado del trabajo. Además, en el caso particular de Dickens, hay razones especiales para apreciar sus cosas malas como una especie de ambición general que nada tiene que ver con su genio especial: la ambición de ser un proveedor público de todo, una bodega de todas las emociones humanas. Dickens mantuvo una especie de Día del Juicio literario. Distribuyó personajes malos como castigo y personajes buenos como recompensa. Lo que quiero decir puede explicarse con un ejemplo entre muchos. El personaje del judío viejo y amable en "Our Mutual Friend" (un personaje innecesario y poco convincente) fue puesto en la historia porque algún lector se quejó de que el judío viejo y malo en "Oliver Twist" sugería que todos los judíos eran malos. El principio es tan absurdo que es difícil imaginar a ningún hombre de letras plegándose a él por un solo momento. Si alguna vez inventó un mal subastador, tenía que buscar equilibrio de inmediato con un buen subastador; si pudo haber concebido algún filántropo antipático, de inmediato tenía que imaginar –con todo el esfuerzo y agonía posibles– un filántropo amable. La queja es frenética y, sin embargo, a Dickens, que destrozó gente por quejas mucho más justas, le pareció bien el reclamo de su lector judío. Le complacía ser tomado por un árbitro público. Le complacía que se le pidieran juzgar a Israel. Todo eso es otra cosa, una vanidad no literaria, que no es difícil separar de la seriedad de su genio. Cuando hablo de la seriedad de su genio me refiero, sobra decirlo, a su genio humorístico. Ambiciones irrelevantes como esas pueden ignorarse con facilidad, como los sonetos de los políticos. Sentimos que cosas así pueden dejarse de lado, como los experimentos ignorantes de hombres que por lo demás son grandes. Por lo tanto, pienso que la posteridad no prestará atención al hecho de que Dickens haya escrito cosas malas, pero reconocerá que ha escrito buenas.
La otra acusación principal contra Dickens era que sus personajes y sus acciones eran exagerados e imposibles. Pero esto solo quiere decir que eran exagerados e imposibles en comparación con el mundo moderno y con ciertos escritores (como Thackeray o Trollope) quienes estaban haciendo una copia exacta de los modales del mundo moderno. Como cosa rara, alguna gente ha sugerido que Dickens ha sufrido o sufrirá por el cambio de modales. Esto es irracional. Los creadores de imposibles no son los que sufrirán con el paso del tiempo: Mr. Bunsby no puede ser más imposible que cuando Dickens lo creó. Los escritores que es obvio que sufrirán con el paso del tiempo serán los cuidadosos realistas, los que han observado cada detalle de la moda de este mundo que se está yendo. Es obvio que nada es tan frágil como un hecho, que un hecho vuela más rápido que algo que imaginamos. Lo que imaginamos durará dos mil años. Por ejemplo, todos imaginamos un hombre que no le teme a nada, un héroe, y el Aquiles de Homero todavía permanece. Pero lo que no sabemos sobre Aquiles es en qué medida fue posible que existiera. Los narradores realistas de esos tiempos están todos olvidados (gracias a Dios), así que no podemos decir si Homero exageró levemente o de manera ostensible o si no exageró la actividad personal del capitán micénico en batalla. Porque la imaginación ha sobrevivido a los hechos. Así que Podsnap, el personaje de “Our Mutual Friend”, puede sobrevivir los hechos del comercio Inglés, y nadie nunca sabrá si Podsnap fue posible, solo sabrán que era deseable que existiera, como Aquiles.
El argumento positivo para la permanencia de Dickens se remonta a aquello que puede ser declarado pero no discutido: la creación. Dickens hizo cosas que nadie más pudo haber hecho. Hizo a Dick Swiveller en un sentido muy diferente a como Thackeray hizo al coronel Newcome. La creación de Thackeray era observación; la de Dickens era poesía y, por lo tanto, es permanente. Pero se puede aportar otra demostración. Me parece que el escritor inmortal es aquel que hace algo universal en una forma particular. Quiero decir que hace algo que resulta interesante para todos los hombres en una forma como solo un hombre o una tierra pueden hacerlo. Otros hombres de esa tierra, que solo hacen lo que otros hombres en otras tierras también están haciendo, tienden a gozar de mucha reputación en su propio tiempo y a hundirse luego de manera lenta. Un paralelo con la guerra ayudará a expresar la idea con claridad. Me resulta imposible creer que alguien pueda poner en duda que, aunque Wellington y Nelson siempre fueron vistos en conjunto, Nelson será cada vez más importante y Wellington será menos importante. Porque la fama de Wellington se sustenta en el hecho de que era un buen soldado al servicio de Inglaterra, del mismo modo que otros veinte hombres fueron buenos soldados al servicio de Austria o Prusia o Francia. Pero Nelson es el símbolo de un modo especial de ataque, que es a la vez universal y particularmente inglés, el ataque marítimo. Dickens es tan universal como el mar y tan inglés como Nelson. Thackeray y George Eliot y las otras grandes figuras de esa gran Inglaterra fueron comparables con Wellington en el tipo de cosas que hacían: realismo, el estudio con agudeza de las cosas del intelecto, que numerosos hombres en Francia, Alemania e Italia estaban haciendo, tanto o mejor que ellos. Pero Dickens estaba haciendo algo verdaderamente universal, algo que nadie sino un inglés podía hacer. Un testimonio de esto es el hecho de que Dickens y Byron sean los hombres que, como pináculos, saltan a la vista del continente. Tomaría mucho tiempo estudiar cada punto, pero solo toma un momento señalarlos. Nadie, sino un inglés, pudo haber llenado sus libros a la vez con una furiosa caricatura y con una amabilidad positivamente furiosa. En países más centrales, llenos de recuerdos crueles de cambios políticos, la caricatura resulta siempre inhumana. Nadie, sino un inglés, pudo haber descrito la democracia como un asunto de hombres libres y, sin embargo, cómicos. En otros lugares, donde la causa de la democracia ha sido objeto de amargos combates, se siente que a menos que describas a una persona de manera digna lo estás describiendo como un esclavo. Esta es la única y final grandeza de un hombre: que hace por todo el mundo lo que todo el mundo no puede hacer por sí mismo. Creo que Dickens lo hizo.
La hora de la absenta ha concluido. Ya no debemos preocuparnos por los pequeños artistas a quienes Dickens les parecía demasiado sano para sus penas y demasiado limpio para sus deleites. Pero el camino será largo, antes de regresar a lo que Dickens significaba. El viaje será a través de un camino tortuoso, lleno de curvas, como los que Mr. Pickwick recorría. Pero esto, al menos, es parte de lo que Dickens quiso decir: que la camaradería y la verdadera dicha no son interludios en nuestro camino; sino que nuestros caminos son interludios en la camaradería y en la dicha, que a través de Dios ha de durar para siempre. El hospedaje no apunta hacia el camino; el camino apunta hacia el hospedaje. Y todos los caminos apuntan en últimas al último de los hospedajes, donde encontraremos a Dickens y a todos sus personajes; y cuando volvamos a beber será de los grandiosos jarros de la taberna que se encuentra al final del mundo.

De Charles Dickens (1906)







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