Que algo sea exitoso apenas significa que es: un millonario
es exitoso en ser millonario y un burro en ser burro.
Todo hombre viviente ha sido exitoso en estar vivo,
y todo hombre muerto puede haber sido exitoso en suicidarse.
La falacia del éxito
Ha aparecido en nuestro tiempo una particular clase de libros y artículos que, con toda sinceridad, pienso que puede ser llamada la más tonta que jamás se ha conocido. Son más desaforados que los romances más desaforados de caballería y más aburridos que el más aburrido tratado religioso. Todavía más, el romance de caballería al menos es sobre caballería y el tratado al menos es sobre religión. Pero estas cosas no son sobre nada: son sobre lo que se llama “el éxito”. En cada caseta de libros, en cada revista, usted podrá encontrar libros que le dicen a la gente como triunfar. Son libros que les dicen a los hombres como ser exitosos en todo, pero son libros escritos por hombres que ni siquiera pueden ser exitosos en escribir libros. Para empezar, no hay una cosa tal como el éxito. O, si se prefiere, no hay nada que no sea exitoso. Que algo sea exitoso apenas significa que es: un millonario es exitoso en ser millonario y un burro en ser burro. Todo hombre viviente ha sido exitoso en estar vivo, y todo hombre muerto puede haber sido exitoso en suicidarse. Pero, dejando de lado la mala lógica y la mala filosofía de la frase, podemos entenderlo, como lo hacen estos escritores, en el sentido ordinario de éxito como obtener dinero o una posición en el mundo. Estos escritores aseguran que pueden decirle al hombre del común como ser exitoso en su profesión o actividad especulativa: si es un constructor, como puede ser exitoso como constructor; si es un corredor de bolsa, como tener éxito como corredor de bolsa. Aseguran que pueden decirle a un hombre, si es un verdulero, como llegar a tener un velero deportivo; o, si es un periodista de quinta, como llegar a ser como ellos; o, si es un judío alemán, como llegar a ser anglosajón. Esta es una propuesta precisa que se ofrece como un negocio, y de verdad pienso que las personas que compran estos libros (si es que alguien los compra) tienen algún derecho moral, y acaso legal, a que les devuelvan su dinero. Nadie se atrevería a publicar un libro sobre electricidad sin llegar a decirle absolutamente nada a uno sobre electricidad; nadie se atrevería a publicar un artículo sobre botánica que mostrara que el autor no sabe cuál parte de la planta crece y se hunde en la tierra. Y sin embargo nuestro mundo está lleno de libros, sobre el éxito y sobre las personas exitosas, que no tienen absolutamente nada sobre esa idea, y a duras penas tienen algún sentido verbal.
Es obvio que en cualquier
ocupación decente (como poner ladrillos o escribir libros) solo hay dos maneras
de ser exitosos: una es hacienda bien el trabajo y la otra es haciendo trampa.
Ambas son tan claras y simples que no requieren la menor explicación literaria.
Si se propone saltar alto, puede saltar más que todo el mundo o arreglárselas
para fingir que ha podido hacerlo. Si quiere ser exitoso en un juego de cartas,
puede ser un buen jugador o jugar con cartas marcadas. Es posible que quiera
leer un libro sobre salto o sobre juegos de cartas o sobre la manera de hacer
trampa en los juegos de cartas, pero no puede querer un libro sobre el éxito. Y,
en especial, no puede querer un libro como esos que ahora se encuentran por
cientos en el mercado de los libros. Es posible que usted quiera salta o jugar
cartas, pero usted no quiere leer declaraciones erráticas que le digan que
saltar es saltar o que los juegos los ganan los ganadores. Si estos escritores
llegaran a decir, por ejemplo, algo sobre el éxito saltando, dirían algo así: "El
saltador debe tener una meta clara delante suyo. Debe desear, con convicción,
saltar más alto que los otros hombres que participan en la misma competencia. No
debe permitirse la debilidad de tener pensamientos compasivos que le impidan hacer
el mejor esfuerzo. Debe recordar que una competencia de salto es altamente competitiva,
y que –como Darwin lo ha demostrado gloriosamente–, LOS DÉBILES QUEDARÁN CONTRA
LA PARED". Ese es el tipo de cosas que el libro diría, y sin duda sería
muy útil leerlo, con voz baja y tensa, a un muchacho a punto de saltar. O,
supongamos que en el curso de sus vagabundeos intelectuales el filósofo del
éxito llegara a nuestro otro caso, el del juego de cartas, sus consejos preparatorios
discurrirían de este modo: “Al disponer las cartas es preciso evitar el error
(común entre los humanitarios y los partidarios del libre comercio) de permitir
que su adversario gane el juego. Hay que tener coraje y decisión y proceder a ganar. Los días del idealismo y la superstición han terminado. Vivimos en tiempos de ciencia y de sólido
sentido común, y ha quedado definitivamente demostrado que en cualquier juego
en el que hay dos jugadores SI UNO
NO GANA, EL OTRO LO HARÁ". Todo esto es muy emocionante, por
supuesto; pero confieso que si estuviera jugando cartas preferiría tener algún
libro decente que me dijera las reglas del juego. Más allá de las reglas de juego,
todo es cuestión de talento o deshonestidad, y me dispondré a recurrir al uno o
a la otra, pero no me corresponde decir cuál.
En cuanto a las
revistas populares, encuentro un ejemplo raro y divertido. Hay un artículo
titulado "El instinto que hace rica a la gente". Aparece ilustrado
con un formidable retrato de Lord Rothschild. Hay muchos métodos concretos,
tanto honestos como deshonestos, que hacen rica a la gente; pero el único “instinto”
que las hace ricas es aquel que el cristianismo teológico describe como "el
pecado de la avaricia”. Pero eso, sin
embargo, está por fuera de esta discusión. Quiero citar los siguientes párrafos
exquisitos como una muestra de los consejos típicos para tener éxito. Se trata
de algo tan práctico que no nos deja ninguna duda sobre cuál debe ser nuestro siguiente
paso:
"El nombre de Vanderbilt es sinónimo
de fortuna ganada por medio de emprendimiento moderno. Cornelius, el fundador
de la familia, fue el primero de los grandes magnates americanos del comercio. Empezó
siendo el hijo de un granjero pobre y terminó siendo un millonario.
"Tenía el instinto para ganar dinero. Aprovechó
sus oportunidades: las que le proporcionaron la aplicación del motor de vapor al
tráfico oceánico y el desarrollo del transporte ferroviario en los ricos pero
subdesarrollados Estados Unidos de América, y de este modo amasó una inmensa
fortuna.
"Es obvio, por supuesto, que no todos
podemos seguir los mismo pasos de este gran monarca de los ferrocarriles. No
tenemos las mismas oportunidades que él tuvo. Las circunstancias han cambiado;
pero, de todas maneras, podemos seguir su método general en nuestra esfera y
nuestras propias circunstancias. Podemos aprovechar oportunidades que se nos
dan y, de este modo, darnos a nosotros mismos la oportunidad de obtener riqueza".
En afirmaciones
tan extrañas como estas podemos ver con claridad lo que hay en el fondo de
estos artículos y libros. No solo es negocio; no es mero cinismo: es
misticismo, el horrible misticismo del dinero. El autor de ese pasaje no tenía la
más remota idea sobre cómo Valdervilt consiguió su dinero, o cómo podría
hacerlo cualquier otro. Concluye, de hecho, sus declaraciones hacienda una
especie de defensa de una maquinación; pero no tiene nada que ver con Vanderbilt.
Sólo deseaba postrarse a los pies del misterio de un millonario. Porque cuando
de veras veneramos algo, amamos no solo su claridad sino también su oscuridad. Nos regocija su mera invisibilidad. Así, por ejemplo, cuando un hombre está
enamorado de una mujer se complace con el hecho de que una mujer no sea
razonable. Así, también, el poeta devoto, al celebrar a su Creador, se complace
en decir que Dios obra de maneras misteriosas. El autor de los párrafos que
acabo de citar no parece tener que ver
nada con dios, y no creería (a juzgar por su extrema falta de sentido práctico)
que alguna vez haya estado enamorado de una mujer. Pero aquello que sí venera –Vanderbilt—lo
trata exactamente de la misma mística manera. Se deleita en el hecho de que su
deidad tiene un secreto que no le revela. Y su alma se llena con una especie de
rapto de astucia, un éxtasis sacerdotal, cuando simula que les cuenta a las
multitudes ese terrible secreto que no conoce.
Al hablar del
instinto que hace rica a la gente, el mismo autor declara:
"En los viejos tiempos su existencia
se entendía por completo. Los griegos lo consagraron en la historia del “toque
de oro” del rey Midas. Este era un
hombre que convertía en oro todo lo que tocaba. Su vida fue de un constante
progreso entre riquezas. Creaba el precioso metal con cualquier cosa que
encontrara. ‘Una leyenda tonta’, decían los sabiondos de la época victoriana. 'Una
verdad’, decimos nosotros los de hoy. Todos sabemos de la existencia de tales
hombres. Siempre nos los estamos encontrando o leemos acerca de ese tipo de personas que convierten en oro todo lo que
tocan. El éxito les sigue los pasos. El camino de sus vidas nunca deja de
ascender. Son incapaces de fracasar".
Desafortunadamente,
sin embargo, Midas podía fracasar; de hecho lo hizo. Su camino no fue un ascenso. Se murió de hambre porque cada vez que
tocaba una galleta o un sánduche de jamón se convertían en oro. Ese era el
punto de la historia, aunque este escritor tuvo que suprimirlo de manera
delicada, para tratar de hacer un retrato muy aproximado de Lord Rothschild. Las
viejas fábulas de la humanidad son, de hecho, enormemente sabias; pero no
debemos expurgarlas en beneficio de Mr. Vanderbilt. No debemos representar al
rey Midas como un ejemplo de éxito; fue una de las formas más inusuales y dolorosas
del fracaso. También tenía unas orejas de asno (como casi todas las personas
prominentes y adineradas) que se esforzaba por ocultar. Fue su peluquero (si
mal no recuerdo) quien tuvo que arreglárselas de manera confidencial con esta
peculiaridad; y su peluquero, en lugar de comportarse como alguien de la
escuela de los que triunfan a toda costa y extorsionar al rey Midas, se marchó
y les susurró a los juncos del campo, para regocijo de estas inquietas hierbas,
esta espléndida pieza de escándalo social. Se dice que los juncos a su vez divulgaron
la noticia con el vaivén de los vientos. Miro con reverencia el retrato de Lord Rothschild; leo con reverencia sobre las
hazañas de Mr. Vanderbilt. Sé que no puedo convertir en oro todo lo que toco; pero
también sé que nunca lo he intentado, teniendo preferencia por otras
substancias, como la hierba y el buen vino. Sé que esa gente de veras ha
triunfado en algo; que ciertamente han superado a alguien; sé que son reyes en
un sentido en el que nunca antes los hubo; que crean mercados y cabalgan
continentes. Y sin embargo siempre he pensado que hay un pequeño detalle
doméstico que están ocultando, y me parece a veces escuchar en el viento las
risas y susurros de los juncos.
Tengamos la
esperanza de que, al menos, viviremos para ver estos absurdos libros sobre el
éxito cubiertos por el escarnio y el
olvido que les corresponde. Ellos no le enseñan a la gente a ser exitosa, lo
que hacen es enseñarle a ser esnob; lo que hacen es divulgar una especie de
malvada poesía de lo mundano. Los puritanos están siempre denunciando libros
que inflaman la lujuria; ¿qué tendríamos que decir de libros que inflaman las
mucho peores pasiones de la avaricia y el orgullo? Hace cien años teníamos el
ideal del aprendiz diligente; a los chicos se les enseñaba que con una vida austera
y mucho trabajo se convertirían en señores.
Aquello era falso, pero era viril, tenía un mínimo de verdad moral. En nuestra
sociedad, la moderación no ayudará a un hombre pobre a hacerse rico, pero puede
ayudarlo a respetarse a sí mismo. Trabajar bien no hará de él un hombre rico, pero
trabajar bien puede hacer de él un buen trabajador. El aprendiz diligente se
elevó entre virtudes, pocas y estrechas, pero virtudes al fin y al cabo. Pero, ¿qué
diremos de ese evangelio predicado al nuevo aprendiz diligente; aquel que se
eleva, no por sus virtudes, sino abiertamente por sus vicios?
De “All Things Considered” (1908)
No comments:
Post a Comment