Friday, August 24, 2018

La falacia del éxito

Que algo sea exitoso apenas significa que es: un millonario 
es exitoso en ser millonario y un burro en ser burro. 
Todo hombre viviente ha sido exitoso en estar vivo, 
y todo hombre muerto puede haber sido exitoso en suicidarse. 




La falacia del éxito

Ha aparecido en nuestro tiempo una particular clase de libros y artículos que, con toda sinceridad, pienso que puede ser llamada la más tonta que jamás se ha conocido. Son más desaforados que los romances más desaforados de caballería y más aburridos que el más aburrido tratado religioso. Todavía más, el romance de caballería al menos es sobre caballería y el tratado al menos es sobre religión. Pero estas cosas no son sobre nada: son sobre lo que se llama “el éxito”. En cada caseta de libros, en cada revista, usted podrá encontrar libros que le dicen a la gente como triunfar. Son libros que les dicen a los hombres como ser exitosos en todo, pero son libros escritos por hombres que ni siquiera pueden ser exitosos en escribir libros. Para empezar, no hay una cosa tal como el éxito. O, si se prefiere, no hay nada que no sea exitoso. Que algo sea exitoso apenas significa que es: un millonario es exitoso en ser millonario y un burro en ser burro. Todo hombre viviente ha sido exitoso en estar vivo, y todo hombre muerto puede haber sido exitoso en suicidarse. Pero, dejando de lado la mala lógica y la mala filosofía de la frase, podemos entenderlo, como lo hacen estos escritores, en el sentido ordinario de éxito como obtener dinero o una posición en el mundo. Estos escritores aseguran que pueden decirle al hombre del común como ser exitoso en su profesión o actividad especulativa: si es un constructor, como puede ser exitoso como constructor; si es un corredor de bolsa, como tener éxito como corredor de bolsa. Aseguran que pueden decirle a un hombre, si es un verdulero, como llegar a tener un velero deportivo; o, si es un periodista de quinta, como llegar a ser como ellos; o, si es un judío alemán, como llegar a ser anglosajón. Esta es una propuesta precisa que se ofrece como un negocio, y de verdad pienso que las personas que compran estos libros (si es que alguien los compra) tienen algún derecho moral, y acaso legal, a que les devuelvan su dinero. Nadie se atrevería a publicar un libro sobre electricidad sin llegar a decirle absolutamente nada a uno sobre electricidad; nadie se atrevería a publicar un artículo sobre botánica que mostrara que el autor no sabe cuál parte de la planta crece y se hunde en la tierra. Y sin embargo nuestro mundo está lleno de libros, sobre el éxito y sobre las personas exitosas, que no tienen absolutamente nada sobre esa idea, y a duras penas tienen algún sentido verbal.
Es obvio que en cualquier ocupación decente (como poner ladrillos o escribir libros) solo hay dos maneras de ser exitosos: una es hacienda bien el trabajo y la otra es haciendo trampa. Ambas son tan claras y simples que no requieren la menor explicación literaria. Si se propone saltar alto, puede saltar más que todo el mundo o arreglárselas para fingir que ha podido hacerlo. Si quiere ser exitoso en un juego de cartas, puede ser un buen jugador o jugar con cartas marcadas. Es posible que quiera leer un libro sobre salto o sobre juegos de cartas o sobre la manera de hacer trampa en los juegos de cartas, pero no puede querer un libro sobre el éxito. Y, en especial, no puede querer un libro como esos que ahora se encuentran por cientos en el mercado de los libros. Es posible que usted quiera salta o jugar cartas, pero usted no quiere leer declaraciones erráticas que le digan que saltar es saltar o que los juegos los ganan los ganadores. Si estos escritores llegaran a decir, por ejemplo, algo sobre el éxito saltando, dirían algo así: "El saltador debe tener una meta clara delante suyo. Debe desear, con convicción, saltar más alto que los otros hombres que participan en la misma competencia. No debe permitirse la debilidad de tener pensamientos compasivos que le impidan hacer el mejor esfuerzo. Debe recordar que una competencia de salto es altamente competitiva, y que –como Darwin lo ha demostrado gloriosamente–, LOS DÉBILES QUEDARÁN CONTRA LA PARED". Ese es el tipo de cosas que el libro diría, y sin duda sería muy útil leerlo, con voz baja y tensa, a un muchacho a punto de saltar. O, supongamos que en el curso de sus vagabundeos intelectuales el filósofo del éxito llegara a nuestro otro caso, el del juego de cartas, sus consejos preparatorios discurrirían de este modo: “Al disponer las cartas es preciso evitar el error (común entre los humanitarios y los partidarios del libre comercio) de permitir que su adversario gane el juego. Hay que tener coraje y decisión y proceder a ganar. Los días del idealismo y la superstición han terminado. Vivimos en tiempos de ciencia y de sólido sentido común, y ha quedado definitivamente demostrado que en cualquier juego en el que hay dos jugadores SI UNO NO GANA, EL OTRO LO HARÁ". Todo esto es muy emocionante, por supuesto; pero confieso que si estuviera jugando cartas preferiría tener algún libro decente que me dijera las reglas del juego. Más allá de las reglas de juego, todo es cuestión de talento o deshonestidad, y me dispondré a recurrir al uno o a la otra, pero no me corresponde decir cuál.
En cuanto a las revistas populares, encuentro un ejemplo raro y divertido. Hay un artículo titulado "El instinto que hace rica a la gente". Aparece ilustrado con un formidable retrato de Lord Rothschild. Hay muchos métodos concretos, tanto honestos como deshonestos, que hacen rica a la gente; pero el único “instinto” que las hace ricas es aquel que el cristianismo teológico describe como "el pecado de la avaricia”.  Pero eso, sin embargo, está por fuera de esta discusión.  Quiero citar los siguientes párrafos exquisitos como una muestra de los consejos típicos para tener éxito. Se trata de algo tan práctico que no nos deja ninguna duda sobre cuál debe ser nuestro siguiente paso:
"El nombre de Vanderbilt es sinónimo de fortuna ganada por medio de emprendimiento moderno. Cornelius, el fundador de la familia, fue el primero de los grandes magnates americanos del comercio. Empezó siendo el hijo de un granjero pobre y terminó siendo un millonario.
"Tenía el instinto para ganar dinero. Aprovechó sus oportunidades: las que le proporcionaron la aplicación del motor de vapor al tráfico oceánico y el desarrollo del transporte ferroviario en los ricos pero subdesarrollados Estados Unidos de América, y de este modo amasó una inmensa fortuna.
"Es obvio, por supuesto, que no todos podemos seguir los mismo pasos de este gran monarca de los ferrocarriles. No tenemos las mismas oportunidades que él tuvo. Las circunstancias han cambiado; pero, de todas maneras, podemos seguir su método general en nuestra esfera y nuestras propias circunstancias. Podemos aprovechar oportunidades que se nos dan y, de este modo, darnos a nosotros mismos la oportunidad de obtener riqueza".
En afirmaciones tan extrañas como estas podemos ver con claridad lo que hay en el fondo de estos artículos y libros. No solo es negocio; no es mero cinismo: es misticismo, el horrible misticismo del dinero. El autor de ese pasaje no tenía la más remota idea sobre cómo Valdervilt consiguió su dinero, o cómo podría hacerlo cualquier otro. Concluye, de hecho, sus declaraciones hacienda una especie de defensa de una maquinación; pero no tiene nada que ver con Vanderbilt. Sólo deseaba postrarse a los pies del misterio de un millonario. Porque cuando de veras veneramos algo, amamos no solo su claridad sino también su oscuridad. Nos regocija su mera invisibilidad. Así, por ejemplo, cuando un hombre está enamorado de una mujer se complace con el hecho de que una mujer no sea razonable. Así, también, el poeta devoto, al celebrar a su Creador, se complace en decir que Dios obra de maneras misteriosas. El autor de los párrafos que acabo de citar  no parece tener que ver nada con dios, y no creería (a juzgar por su extrema falta de sentido práctico) que alguna vez haya estado enamorado de una mujer. Pero aquello que sí venera –Vanderbilt—lo trata exactamente de la misma mística manera. Se deleita en el hecho de que su deidad tiene un secreto que no le revela. Y su alma se llena con una especie de rapto de astucia, un éxtasis sacerdotal, cuando simula que les cuenta a las multitudes ese terrible secreto que no conoce.
Al hablar del instinto que hace rica a la gente, el mismo autor declara:
"En los viejos tiempos su existencia se entendía por completo. Los griegos lo consagraron en la historia del “toque de oro”  del rey Midas. Este era un hombre que convertía en oro todo lo que tocaba. Su vida fue de un constante progreso entre riquezas. Creaba el precioso metal con cualquier cosa que encontrara. ‘Una leyenda tonta’, decían los sabiondos de la época victoriana. 'Una verdad’, decimos nosotros los de hoy. Todos sabemos de la existencia de tales hombres. Siempre nos los estamos encontrando o leemos acerca de ese tipo de  personas que convierten en oro todo lo que tocan. El éxito les sigue los pasos. El camino de sus vidas nunca deja de ascender. Son incapaces de fracasar".
Desafortunadamente, sin embargo, Midas podía fracasar; de hecho lo hizo. Su camino no fue un ascenso. Se murió de hambre porque cada vez que tocaba una galleta o un sánduche de jamón se convertían en oro. Ese era el punto de la historia, aunque este escritor tuvo que suprimirlo de manera delicada, para tratar de hacer un retrato muy aproximado de Lord Rothschild. Las viejas fábulas de la humanidad son, de hecho, enormemente sabias; pero no debemos expurgarlas en beneficio de Mr. Vanderbilt. No debemos representar al rey Midas como un ejemplo de éxito; fue una de las formas más inusuales y dolorosas del fracaso. También tenía unas orejas de asno (como casi todas las personas prominentes y adineradas) que se esforzaba por ocultar. Fue su peluquero (si mal no recuerdo) quien tuvo que arreglárselas de manera confidencial con esta peculiaridad; y su peluquero, en lugar de comportarse como alguien de la escuela de los que triunfan a toda costa y extorsionar al rey Midas, se marchó y les susurró a los juncos del campo, para regocijo de estas inquietas hierbas, esta espléndida pieza de escándalo social. Se dice que los juncos a su vez divulgaron la noticia con el vaivén de los vientos. Miro con reverencia el retrato  de Lord Rothschild; leo con reverencia sobre las hazañas de Mr. Vanderbilt. Sé que no puedo convertir en oro todo lo que toco; pero también sé que nunca lo he intentado, teniendo preferencia por otras substancias, como la hierba y el buen vino. Sé que esa gente de veras ha triunfado en algo; que ciertamente han superado a alguien; sé que son reyes en un sentido en el que nunca antes los hubo; que crean mercados y cabalgan continentes. Y sin embargo siempre he pensado que hay un pequeño detalle doméstico que están ocultando, y me parece a veces escuchar en el viento las risas y susurros de los juncos.
Tengamos la esperanza de que, al menos, viviremos para ver estos absurdos libros sobre el éxito cubiertos  por el escarnio y el olvido que les corresponde. Ellos no le enseñan a la gente a ser exitosa, lo que hacen es enseñarle a ser esnob; lo que hacen es divulgar una especie de malvada poesía de lo mundano. Los puritanos están siempre denunciando libros que inflaman la lujuria; ¿qué tendríamos que decir de libros que inflaman las mucho peores pasiones de la avaricia y el orgullo? Hace cien años teníamos el ideal del aprendiz diligente; a los chicos se les enseñaba que con una vida austera  y mucho trabajo se convertirían en señores. Aquello era falso, pero era viril, tenía un mínimo de verdad moral. En nuestra sociedad, la moderación no ayudará a un hombre pobre a hacerse rico, pero puede ayudarlo a respetarse a sí mismo. Trabajar bien no hará de él un hombre rico, pero trabajar bien puede hacer de él un buen trabajador. El aprendiz diligente se elevó entre virtudes, pocas y estrechas, pero virtudes al fin y al cabo. Pero, ¿qué diremos de ese evangelio predicado al nuevo aprendiz diligente; aquel que se eleva, no por sus virtudes, sino abiertamente por sus vicios?

De “All Things Considered” (1908)

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