El reto que ofrece Chaucer
consiste en que, para la mayoría de los modernos, es nuestro único poeta
medieval y en que contradice por completo todo lo que ellos entienden por
medieval. Historiadores envejecidos y enmarañados les dicen a los modernos que el medievalismo
fue solo suciedad, miedo, melancolía, autocastigo y tortura de los otros. Incluso
los estetas medievalistas les dicen que esa época fue en esencia misterio,
solemnidad y preocupación por lo sobrenatural a expensas de lo natural. Chaucer
es obviamente mucho menos eso que los poetas que vinieron después del
Renacimiento y la Reforma. Es obviamente más sano que Shakespeare, más liberal
que Milton, más tolerante que Pope, tiene más humor que Wordsworth, es más
sociable y se siente más a gusto con los hombres que Byron o incluso que Shelley.
Algunos se han preguntado si no será más humano que el último de los
humanistas, si su genialidad no excede el cándido optimismo de Aldous Huxley o
el espíritu elevado y siempre burbujeante de T. S. Eliot.
Chaucer fue, por
encima de todo, un artista; y fue uno de esa banda numerosa y feliz de artistas
que no se preocupan para nada por el temperamento artístico. Quizá nunca hubo
un poeta menos típico, frente a la concepción de los poetas como de pasiones
oscuras y atuendos tempestuosos, en la tradición de Byron. Pero esa
generalización está basada primordialmente en Byron o, mejor, en un error sobre
Byron. Sería mucho más cierto decir que todo tipo de ser humano ha sido también
poeta, y que Byron fue la novela Regency
Buck más poesía. Del mismo modo, Goethe fue un profesor alemán más poesía, y
Browning fue un burgués de aspecto algo comercial más poesía, y Heine era un
judío cínico más poesía, y Scott fue un
granjero adquisitivo más poesía, y Villon fue un ladronzuelo más poesía, y
Wordsworth fue un fideo más poesía, y Walt Whitman fue un holgazán americano
más poesía. Todavía no he tenido noticias de un dentista americano o de un
supervisor de almacén que sea poeta, pero no dudo que muy pronto se llenarán esos
vacíos. Pero, en fin, el asunto es que por regla general cualquier ocupación o
tipo de hombre puede ser un artista –incluso los estetas.
Pero una o dos
veces en la historia aparece el artista que es la antítesis extrema del esteta.
Geoffrey Chaucer fue uno de esos artistas. Chaucer fue uno de esos hombres que
siempre procuran ser útiles, y no solo ornamentales. La gente confiaba en él, tanto
en el sentido moral como en el sentido más práctico. No era de esa clase de
poetas que olvidaría poner una carta en el correo, por enviarle una oda sin
estampilla al pájaro cuco –si las estampillas de un centavo hubieran existido
en aquel tiempo. No solo le fueron asignados muchos cargos de responsabilidad, sino
cargos de responsabilidad de naturalezas muy diversas. En una ocasión fue enviado
a negociar las finanzas delicadas de un pago y acuerdo de paz con un príncipe. En
otra ocasión se le asignó la supervisión de constructores y empleados de un
enorme edificio público. Se ha conjeturado que tenía algún conocimiento técnico
de arquitectura, y creo que las descripciones que hace en sus poemas de ciertos
templos paganos y palacios reales apoyan esa conjetura. Es un hecho que conocía
bien el protocolo oficial y la etiqueta de las oficinas reales, y que actuó como testigo sobre un
asunto de heráldica en un importante juicio. Aunque hay cierta oscuridad sobre
sus relaciones con la corte, durante y después de la debacle de Ricardo II, se
sabe que al menos durante la mayor parte de su vida desempeñó oficio tras
oficio, de la más curiosa variedad, con la satisfacción creciente de sus
empleadores. Era, de manera enfática y según la frase popular, un hombre de
mundo.
Pero, a través
de todos estos oficios, el elemento lírico fluía de manera natural, del mismo
modo como un hombre silbaría o cantaría mientras planta un arbusto o suma las
cifras de una columna. Nunca pareció haber sentido alguna dislocación entre ese
mundo donde era un hombre de mundo y ese otro mundo donde era inmortal. Tenía
esa clase de temperamento en el que no hay antítesis entre sentido y
sensibilidad. No parece haber tenido conflictos con mucha gente, incluso en ese
tiempo de transición tan conflictivo; y no parece haber tenido conflictos
consigo mismo. Como cristiano, estaba listo para acusarse a sí mismo cuando
consideraba algún asunto con seriedad; pero eso es muy diferente a esa fricción
constante entre partes diferentes de la mente que ha estropeado la alegría de
tantos artistas y poetas.
No quiero decir
solamente que en su sentido más elevado la poesía de Chaucer, como la de Dante,
era una armonía. Quiero decir que en el sentido humano ordinario era una
melodía. No solo permanecía impecable, sino que no se mezclaba; no la tocaban
las complejidades de la vida, estuvieran allí o no. Es desafortunado que la
expresión "estado de ánimo" se use casi siempre para hablar de un ánimo
sombrío o reservado, y que no quede implícita la posibilidad de que alguien esté
dichoso cuando hablamos de estado de ánimo. Porque de hecho existió una cosa
especial que podemos llamar el estado de ánimo chauceriano, y era de una esencia
dichosa. Hay en su obra muchos pasajes patéticos, y uno o dos pasajes de
tragedia, pero nunca nos hacen sentir que el estado de ánimo de veras se ha
alterado, y parece que el hombre que habla está siempre sonriendo mientras
habla. En otras palabras, el asunto que es supremamente chauceriano es la atmósfera
chauceriana, una atmósfera que penetra a las personas y los problemas
particulares, una especie de luz difusa que se posa sobre todo, ya sea cómico o
trágico, e impide que la tragedia conduzca a la desesperanza y que la comedia
se incline a la crueldad. Ningún crítico de arte, por muy artístico que sea, ha
conseguido describir una atmósfera. La única manera de acercársele es
comparándola con otra atmósfera. Y este estado de ánimo chauceriano se parece
mucho a aquel con que (antes de que se vulgarizara con palabrerío y
comercialismo) algunos de los grandes poetas ingleses modernos han hablado de
la Navidad.
Chaucer fue lo
suficientemente amplio para ser estrecho; quiero decir que podía trasladar una
experiencia amplia de la vida hasta el disfrute de las cosas locales e incluso
accidentales. Ese es uno de los principales defectos de la literatura de hoy:
que siempre habla de las cosas locales como si limitaran –como si asfixiaran– y
como si los accidentes desentonaran. Una cena de Navidad, descrita por un poeta
menor de hoy en día, muy probablemente sería un estudio lleno de agudeza sobre
la agonía: la insoportable sosería del tío George, la voz disonante de la tía
Adelaida. Pero Chaucer, que se sentó en la mesa con el molinero y con el
confesor, pudo haberse sentado en Navidad con el más pesado de los tíos y con
la tía más estridente. Quizá se habría divertido con ellos, pero nunca se
habría sentido enojado por ellos, y jamás los habría insultado en poemitas
irritables. Y la razón era en parte espiritual y en parte práctica. Espiritual porque
Chaucer tenía, cualquiera que fueran sus faltas, un esquema de valores espirituales
en el orden correcto, y sabía que la Navidad era más importante que las
anécdotas del tío George. Práctico porque había visto el amplio mundo de los
seres humanos y sabía que cuando un hombre se aventura entre los hombres, en
Flandes o Francia o Italia, encuentra que el mundo está hecho principalmente de
tíos George. Esta paciencia imaginativa es lo que los hombres modernos más buscan
en la Navidad moderna, y si quieren aprenderla les recomiendo que lean a
Chaucer.
De "All I Survey" (1933)
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