La religión de las bibliotecas es la religión de los
libros, y la religión de los libros significa mucho más de lo que la gente
moderna puede entender. En la historia de la humanidad, el asombroso arte de la
escritura fue, con justicia, considerado divino. No era en vano o sin sentido
que al hablar de textos sagrados se usara la expresión “Escrituras”, y que la
palabra Biblia significara simplemente “libros”. Lo esencial era que la
literatura, como tal, era una cosa espléndida y sorprendente que exhibía el imprimatur del poder divino. Los libros son, en cierto sentido, la más
sagrada de las cosas materiales. Una definición que probablemente admitirían todas
las religiones es que una cosa sagrada es un objeto trivial que concentra todas
las fuerzas vitales del universo. Si los
huesos de un santo o los trocitos de tela de una reliquia son de veras sagrados,
es porque en ellos habita una fuerza que conecta los abismos e impulsos de las
estrellas. En este sentido, los libros son la más asombrosa y emocionante de
las cosas. En ellos, un valor más grande está unido a una parcela más diminuta que
en cualquier otro rincón del universo. Un libro que puede deslizarse en un
bolsillo puede contener teorías que han destruido reinos y derramado
continentes en crisoles. Un libro con menos páginas que una libretita de
apuntes puede haberse enfrentado con héroes y gigantes, con problemas inconquistados
y con hombres inconquistables. Un volumen que la humanidad no puede darse el
lujo de perder puede perderse tras el cubo del carbón.
De las cosas inventadas por el hombre, ese tremendo
código de señales que llamamos alfabeto es, quizá, el camino más corto para
expresar las cosas más grandes. Los incidentes más prolongados e inarticulados,
los ánimos más híbridos e innominados, pueden todos ser expresados, al menos
hasta cierto punto, con algunas palabras salvajes y peladas, armadas con unos
cuantos inanes jeroglíficos en blanco y negro. La palabra más tremenda de nuestra lengua, la
palabra que confirma una divina vigilancia sobre el más feo de los tulipanes y
la estrella más solitaria –una palabra que rescata a todo el universo de su
orfandad– puede ser garabateada por un niño con tres letras dispersas. El libro
sobre el que la civilización moderna ha basado su única esperanza de que el
mundo sea mejor de lo que parece, el libro que nos abre la puerta hacia la
enceguecedora inocencia de todas las cosas, el Nuevo Testamento, ocupa menos
espacio que el que ocupan muchos catálogos de muebles y muchas circulares sobre
campañas de beneficencia o modas de zapatos. Los que encomian las grandes
bibliotecas no se equivocan cuando
insisten sobre la incalculable importancia de todo material impreso. No debemos
acusarlos si llegaron tan lejos como los piadosos musulmanes, que se niegan a
destruir un trozo de papel porque puede contener el nombre de Allah.
Tan condensado, tan incalculable es el valor que acompaña
cualquier disposición de símbolos, que un hombre puede insultar y maldecir frente
a un jeroglífico egipcio en el Museo Británico –para asombro del vigilante de
la sala– porque, para su entendimiento, ese laberinto de símbolos monstruosos y
torpes puede contener una verdad práctica y deslumbrante que se ha perdido para
siempre. Por una piedra quebrada o un pergamino roto es posible que hayamos perdido
doctrinas científicas tan precisas como la de la evolución o inventos mecánicos
tan elementales como el telégrafo o el arado. De manera que no es
extraordinario que los hombres cuiden las bibliotecas.
Las bibliotecarias son plenamente conscientes de que la
perpetuación de la literatura no es un trabajo menor ni fácil, que ellas son
las custodias de un evangelio tan frágil como monumental. Parecen saber que la gloria que acompaña su
tarea es tan variable como sublime. Los grandes estudiosos e investigadores han
apilado hasta los cielos pirámides de libros, como la de la Biblioteca del
Museo Británico, que rara vez se utilizan. Hablamos de ellos como pedantes y anacoretas;
pero es seguro que lo son para garantizar que los demás podamos ser liberales y
mundanos. El hecho trivial que descubrimos en cualquier diccionario o el
detalle de historia natural que les enseñamos a los niños un día de verano han
significado para algunos hombres oscuridad y condenaciones más sombrías que las
de las leyendas de los mártires. Para que podamos ver de verdad y de manera
genuina un escarabajo, muchos hombres han pensado sobre los escarabajos y han
soñado con ellos hasta que los escarabajos cobraron proporciones en el cosmos
como las de los elefantes o las ballenas. Del mismo modo, para que podamos hojear
un libro y seleccionar un hecho que nos sorprende o entretiene, miles de
hombres han vivido y han muerto estudiando el fenómeno. Vislumbrar en sus
justas proporciones las dimensiones de todo eso nos conduciría a la muerte en
la hoguera o a algún país sudamericano.
Es una cosa muy curiosa que los hombres miren con
resentimientos que haya personas con gustos diferentes a los suyos, cuando –si
todos tuvieran los mismos gustos– todo el andamiaje de la civilización se
caería en pedazos. Debemos agradecer que a algunos les interesen las fechas de
las monedas etruscas y el pedigrí de los soberanos de Prusia, incluso si nos
parece que recopilar cosas así es como coleccionar paraguas rotos o escribir un
libro sobre la historia de la estación de trenes de Clapham Junction. Estos estudiosos
humildes y espléndidos son, como las fuerzas de la naturaleza, las cosas que eternamente
vilipendiamos y en las que eternamente confiamos. Nuestra misma felicidad,
nuestra misma frivolidad está hecha con sus trabajos y sus lágrimas. Ellos han
sufrido por cada chiste que hacemos, y por sus cicatrices somos sanados.
[Hay otro aspecto de la biblioteca que no debe ignorarse.
La naturaleza nos llega filtrada a través de los libros. Cuando hoy miramos el
mundo no lo hacemos con los dos ojos de un solo hombre, sino con los mil ojos de
una mosca. Miramos la realidad múltiple a través de innumerables ventanas. Cada
hombre en el mundo ve un árbol de manera diferente a los demás, y el árbol que
hoy vemos es un injerto hecho de muchos árboles. Cuando un hombre se asoma a la
ventana ve colinas humanas, bosques humanos y un sol humano. El paisaje más
popular es aquel que se concibe con facilidad como paisaje; es decir, como
telón de fondo para los actores humanos. ]*
Si alguien quisiera entender la manera tan profunda como nuestras
más elementales simpatías dependen de la literatura, sólo tiene que observar la
diferencia entre el sentido de lo pintoresco, como se le evoca con las montañas
de Suiza e Italia, y como se evoca con las montañas de Nueva Zelanda. Nueva Zelanda tiene paisajes estupendos, a
cuyo lado mucho de lo que admiramos en Europa se reduce al rango de los
montículos y los pantanos. Pero todo aquello es desolado y sin sentido para la
imaginación humana, como las montañas de la luna. La razón es que no ha sido
transmitido a nosotros a través del cerebro humano, no ha sido atrapado por la
garra dorada de los libros. La imaginación humana ha colonizado los peñascos más
altos y ha domesticado las fuerzas salvajes del aire, pero aquellos sitios a
los que no ha llegado siguen siendo un caos para nuestro entendimiento. Encontraríamos
mucho más de la Naturaleza verdadera en la más lóbrega y humilde de las
bibliotecas.
*Este párrafo aparece tachado en el manuscrito.
Texto publicado en el Daily News, el 28 de agosto de
1901.
Esta versión está basada en el manuscrito original
disponible en la Biblioteca Chesterton (Oxford, Inglaterra).
Text
published in the Daily News, on August 28, 1901. This
translation is based on the original manuscript available at the Chesterton Library
(Oxford, England).
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