Tuesday, July 17, 2018

La religión de las bibliotecas




La religión de las bibliotecas es la religión de los libros, y la religión de los libros significa mucho más de lo que la gente moderna puede entender. En la historia de la humanidad, el asombroso arte de la escritura fue, con justicia, considerado divino. No era en vano o sin sentido que al hablar de textos sagrados se usara la expresión “Escrituras”, y que la palabra Biblia significara simplemente “libros”. Lo esencial era que la literatura, como tal, era una cosa espléndida y sorprendente que exhibía el imprimatur del poder divino.  Los libros son, en cierto sentido, la más sagrada de las cosas materiales. Una definición que probablemente admitirían todas las religiones es que una cosa sagrada es un objeto trivial que concentra todas las fuerzas vitales  del universo. Si los huesos de un santo o los trocitos de tela de una reliquia son de veras sagrados, es porque en ellos habita una fuerza que conecta los abismos e impulsos de las estrellas. En este sentido, los libros son la más asombrosa y emocionante de las cosas. En ellos, un valor más grande está unido a una parcela más diminuta que en cualquier otro rincón del universo. Un libro que puede deslizarse en un bolsillo puede contener teorías que han destruido reinos y derramado continentes en crisoles. Un libro con menos páginas que una libretita de apuntes puede haberse enfrentado con héroes y gigantes, con problemas inconquistados y con hombres inconquistables. Un volumen que la humanidad no puede darse el lujo de perder puede perderse tras el cubo del carbón.
De las cosas inventadas por el hombre, ese tremendo código de señales que llamamos alfabeto es, quizá, el camino más corto para expresar las cosas más grandes. Los incidentes más prolongados e inarticulados, los ánimos más híbridos e innominados, pueden todos ser expresados, al menos hasta cierto punto, con algunas palabras salvajes y peladas, armadas con unos cuantos inanes jeroglíficos en blanco y negro.  La palabra más tremenda de nuestra lengua, la palabra que confirma una divina vigilancia sobre el más feo de los tulipanes y la estrella más solitaria –una palabra que rescata a todo el universo de su orfandad– puede ser garabateada por un niño con tres letras dispersas. El libro sobre el que la civilización moderna ha basado su única esperanza de que el mundo sea mejor de lo que parece, el libro que nos abre la puerta hacia la enceguecedora inocencia de todas las cosas, el Nuevo Testamento, ocupa menos espacio que el que ocupan muchos catálogos de muebles y muchas circulares sobre campañas de beneficencia o modas de zapatos. Los que encomian las grandes bibliotecas  no se equivocan cuando insisten sobre la incalculable importancia de todo material impreso. No debemos acusarlos si llegaron tan lejos como los piadosos musulmanes, que se niegan a destruir un trozo de papel porque puede contener el nombre de Allah.
Tan condensado, tan incalculable es el valor que acompaña cualquier disposición de símbolos, que un hombre puede insultar y maldecir frente a un jeroglífico egipcio en el Museo Británico –para asombro del vigilante de la sala– porque, para su entendimiento, ese laberinto de símbolos monstruosos y torpes puede contener una verdad práctica y deslumbrante que se ha perdido para siempre. Por una piedra quebrada o un pergamino roto es posible que hayamos perdido doctrinas científicas tan precisas como la de la evolución o inventos mecánicos tan elementales como el telégrafo o el arado. De manera que no es extraordinario que los hombres cuiden las bibliotecas.
Las bibliotecarias son plenamente conscientes de que la perpetuación de la literatura no es un trabajo menor ni fácil, que ellas son las custodias de un evangelio tan frágil como monumental.  Parecen saber que la gloria que acompaña su tarea es tan variable como sublime. Los grandes estudiosos e investigadores han apilado hasta los cielos pirámides de libros, como la de la Biblioteca del Museo Británico, que rara vez se utilizan. Hablamos de ellos como pedantes y anacoretas; pero es seguro que lo son para garantizar que los demás podamos ser liberales y mundanos. El hecho trivial que descubrimos en cualquier diccionario o el detalle de historia natural que les enseñamos a los niños un día de verano han significado para algunos hombres oscuridad y condenaciones más sombrías que las de las leyendas de los mártires. Para que podamos ver de verdad y de manera genuina un escarabajo, muchos hombres han pensado sobre los escarabajos y han soñado con ellos hasta que los escarabajos cobraron proporciones en el cosmos como las de los elefantes o las ballenas. Del mismo modo, para que podamos hojear un libro y seleccionar un hecho que nos sorprende o entretiene, miles de hombres han vivido y han muerto estudiando el fenómeno. Vislumbrar en sus justas proporciones las dimensiones de todo eso nos conduciría a la muerte en la hoguera o a algún país sudamericano.  
Es una cosa muy curiosa que los hombres miren con resentimientos que haya personas con gustos diferentes a los suyos, cuando –si todos tuvieran los mismos gustos– todo el andamiaje de la civilización se caería en pedazos. Debemos agradecer que a algunos les interesen las fechas de las monedas etruscas y el pedigrí de los soberanos de Prusia, incluso si nos parece que recopilar cosas así es como coleccionar paraguas rotos o escribir un libro sobre la historia de la estación de trenes de Clapham Junction. Estos estudiosos humildes y espléndidos son, como las fuerzas de la naturaleza, las cosas que eternamente vilipendiamos y en las que eternamente confiamos. Nuestra misma felicidad, nuestra misma frivolidad está hecha con sus trabajos y sus lágrimas. Ellos han sufrido por cada chiste que hacemos, y por sus cicatrices somos sanados.
[Hay otro aspecto de la biblioteca que no debe ignorarse. La naturaleza nos llega filtrada a través de los libros. Cuando hoy miramos el mundo no lo hacemos con los dos ojos de un solo hombre, sino con los mil ojos de una mosca. Miramos la realidad múltiple a través de innumerables ventanas. Cada hombre en el mundo ve un árbol de manera diferente a los demás, y el árbol que hoy vemos es un injerto hecho de muchos árboles. Cuando un hombre se asoma a la ventana ve colinas humanas, bosques humanos y un sol humano. El paisaje más popular es aquel que se concibe con facilidad como paisaje; es decir, como telón de fondo para los actores humanos. ]*
Si alguien quisiera entender la manera tan profunda como nuestras más elementales simpatías dependen de la literatura, sólo tiene que observar la diferencia entre el sentido de lo pintoresco, como se le evoca con las montañas de Suiza e Italia, y como se evoca con las montañas de Nueva Zelanda.  Nueva Zelanda tiene paisajes estupendos, a cuyo lado mucho de lo que admiramos en Europa se reduce al rango de los montículos y los pantanos. Pero todo aquello es desolado y sin sentido para la imaginación humana, como las montañas de la luna. La razón es que no ha sido transmitido a nosotros a través del cerebro humano, no ha sido atrapado por la garra dorada de los libros. La imaginación humana ha colonizado los peñascos más altos y ha domesticado las fuerzas salvajes del aire, pero aquellos sitios a los que no ha llegado siguen siendo un caos para nuestro entendimiento. Encontraríamos mucho más de la Naturaleza verdadera en la más lóbrega y humilde de las bibliotecas.


*Este párrafo aparece tachado en el manuscrito.

Texto publicado en el Daily News, el 28 de agosto de 1901.
Esta versión está basada en el manuscrito original disponible en la Biblioteca Chesterton (Oxford, Inglaterra).
Text published in the Daily News, on August 28, 1901. This translation is based on the original manuscript available at the Chesterton Library (Oxford, England).

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