Fotografía Lean Daval Jr. (Edge Davao)
En una pequeña
estación que me niego a identificar, en algún lugar entre Oxford y Guildford, perdí
la conexión o me equivoqué al calcular una ruta, y tuve que quedarme
allí por algo más de una hora. Me encanta esperar en estaciones de trenes, pero la estación de la que hablo no era particularmente atractiva. No había nada en la
plataforma, excepto un dispensador automático de chocolate, que devoraba
monedas con avidez pero se negaba a dar chocolate, y un pequeño puesto de
periódicos donde apenas quedaban unas copias baratas de un medio imperial que
aquí llamaré el Daily Wire. No importa cual órgano imperial era, ya que todos
dicen lo mismo.
Aunque sabía muy
bien lo que decía, lo leí con gravedad mientras salía de la estación y caminaba
por el borde de un camino. Empezaba con la impactante afirmación de que los
radicales estaban empeñados en hacer que las clases sociales se enfrentaran. Luego
indicaba que nada había contribuido mejor a que nuestro Imperio fuera feliz y
envidiable –y a crear esa obvia lista de glorias que usted mismo puede nombrar:
la prosperidad de todas las clases en nuestras ciudades, nuestros populosos y
crecientes villorrios, el éxito de nuestro gobierno en Irlanda, etc., etc.– que
la sólida disposición anglosajona de todas las clases del estado "para
trabajar mano a mano con entusiasmo". Esto es lo único, me aseguró el
periódico, que nos ha salvado de los horrores de la Revolución Francesa. "Es
fácil para los radicales", continuó de manera solemne, "hacer chistes
sobre duques. Pero muy pocos de esos revolucionarios caballeros les han dado a
los pobres siquiera la mitad de la atención diligente, generosidad incansable y
verdadera paciencia cristiana que han recibido de los grandes nobles de este
país. Estamos seguros de que el pueblo de Inglaterra, con su recio sentido
común, preferirá estar en manos de caballeros ingleses en lugar de las fangosas
garras de los bucaneros socialistas".
* * *
Justo cuando
llegué a esa parte, estuve a punto de embestir a un hombre. A pesar de lo
populosos y crecientes que son nuestros villorrios, esta parecía ser la única
persona en varias millas. El camino ascendente había tomado un giro, se redujo
de manera abrupta y estuve a punto de derribar al hombre, que estaba recostado en
unas escalinatas junto a un portal. Me acerqué para disculparme y, como parecía
estar dispuesto a departir, e incluso patéticamente complacido con la
posibilidad de hacerlo, arrojé el Daily Wire entre los arbustos y me dediqué a
hablar con él. Llevaba los restos de un traje respetable, y su rostro tenía el
refinamiento plebeyo que uno encuentra en sastres y relojeros, en hombres
pobres de trabajos sedentarios. A sus espaldas se elevaba un grupito de
arbustos retorcidos, tan flacos y andrajosos como él, pero dudo que la tragedia
que este hombre simbolizaba se debiera a la impresión que producía ese bosque
fantasmal. Había una fijeza en su mirada que hablaba de sus dificultades para mantener
juntos su cuerpo con su alma.
Era un obrero
londinense de nacimiento, y conservaba el conmovedor acento de esas calles de
las que soy un exiliado, pero era evidente que había vivido casi toda su vida
en estos campos. Empezó a hablarme –en esa manera sin pies ni cabeza como los
pobres hablan de sus vecinos– de los asuntos de su vida. Como sortilegios o
encantamientos, multitud de nombres iban y venían en su narrativa, sin que los
acompañara ninguna explicación biográfica. De manera particular, el nombre de
un tal Sir Joseph se multiplicaba con la omnipresencia de una divinidad. Imaginé
que Sir Joseph debía ser el principal propietario del distrito y, a medida que
el confuso dibujo se desplegaba, empecé a formarme una imagen completa –y para
nada favorable– de Sir Joseph. Se hablaba de él de una manera extraña, a la vez
glacial y familiar, como un niño hablaría de una madrastra o de una enfermera
inevitable: algo íntimo, pero de ningún modo tierno, algo que te espera junto a
la cama, que te dijo que hicieras esto y te prohibió hacer aquello, con un
capricho a la vez frío y personal. No parecía que Sir Joseph fuera popular, pero
era como “una expresión local”. Más que un hombre público, parecía una
divinidad o una omnipotencia privada. Este hombre del que hablo decía que “se
había metido en problemas” y que Sir Joseph había sido “muy duro” con él.
Y bajo ese cielo
gris plateado de nubes bajas, junto a esos pobres árboles mordidos y torturados
por el frío y los vientos del invierno, el pequeño londinense me contó una
historia, verdadera o falsa, tan conmovedora como Romeo y Julieta.
* * *
Poco a poco,
este hombre había conseguido sacar adelante en el pueblo un pequeño negocio
como fotógrafo. Estaba comprometido con una chica que trabajaba en uno de los
hospedajes y a quien amaba con pasión. “Soy de ese tipo que está mejor casado”,
dijo y, considerando su frágil figura, supe muy bien de lo que hablaba. Pero Sir
Joseph y, en especial, la esposa de Sir Joseph no querían un fotógrafo en el
pueblo: tal
vez porque incitaba la vanidad de las muchachas o porque no les gustaba este
fotógrafo en particular. El hombre perseveró hasta que reunió lo suficiente
para casarse con honestidad y, justo cuando llegaba el día de la boda, su
contrato de arrendamiento se venció. Fue entonces cuando Sir Joseph apareció en
toda su gloria, se negó a renovarle el contrato y lo conminó a marcharse. El
hombre buscó desesperadamente otro lugar, pero Sir Joseph era ubicuo y le cerraron
todas las puertas. No encontró un solo lugar donde pudiera llevar a vivir a su futura
esposa. El hombre apeló y dio explicaciones, pero se le rechazó como demagogo y
como fotógrafo. Entonces fue como si una nube negra hubiera venido a través del
cielo invernal; porque supe de inmediato lo que estaba por venir. He olvidado
qué palabras usó para hablar de una naturaleza desatada y enloquecida. Pero
todavía puedo ver, como en una fotografía, los músculos grises de los árboles
de invierno levantándose como sogas tensas, como si la naturaleza se retorciera
de dolor.
“Ella tuvo que
irse”, dijo el hombre.
“¿Sus padres no…”,
empecé a decir, pero dudé al hablar de perdón.
“Oh, su gente la
perdonó”, dijo. “Pero la Señora...”
“La Señora hizo
el sol y la luna y las estrellas”, repliqué impaciente. “Así que puede
interceder entre una madre y el niño que nació de su cuerpo”.
“Bueno, eso
parece un poco duro...”, empezó a decir con voz entrecortada.
“Pero, por Dios,
hombre”, grité. “¡Esto no es un asunto de dureza! Es un asunto de maldad impía e
indecente. Si su Sir Joseph sabía de las pasiones con las que estaba
jugando, ha cometido con usted una maldad por la que en muchos países
cristianos sería acuchillado”.
El hombre siguió
mirando los campos helados con el ceño fruncido. Había contado su historia con
verdadero resentimiento, ya fuera cierta o falsa o sólo exagerada. Estaba de
veras taciturno y lastimado; pero no parecía encontrar ningún escape. Al final dijo:
“Bueno, es un
mundo difícil; esperemos que haya uno mejor”.
“Amen”, dije. “Pero
cuando pienso en Sir Joseph, entiendo por qué algunos hombres han tenido la
esperanza de que haya uno peor”.
Luego hubo un
largo silencio, sentí que el frío empezaba a calarme y finalmente dije, de
manera abrupta:
“El otro día, en
una reunión sobre presupuesto, oí decir que…”.
El hombre removió
sus codos del peldaño donde los apoyaba y pareció transformarse de pies a
cabeza como quien vuelve del sueño tras un bostezo. Con una voz totalmente
nueva, dijo, más fuerte pero de manera más desenfadada: "Ah sí, señor... ese
tal presupuesto... los radicales están haciendo mucho daño".
Escuché con
atención y el hombre siguió. Dijo con una especie de cuidadosa precisión:
"Para mí, están empeñados en hacer que las clases sociales se enfrenten. Porque,
¿acaso no es la disposición de trabajar mano a mano con entusiasmo lo que ha
hecho nuestro imperio?”
Se movió un poco
de un lado a otro y zapateó para combatir el frío. Luego dijo: “Yo lo que digo
es: ¿Qué más puede salvarnos de los errores de la Revolución Francesa?”
Mi memoria es
buena y esperé con avidez tensa la frase siguiente. "Pueden burlarse de
los duques, pero quisiera verlos ser siquiera la mitad de compasivos y
cristianos como lo son muchos de nuestros nobles. Déjeme decirle, señor”,
agregó, mirándome de frente, con el gesto de quien se dispone a lanzar una paradoja.
“La gente de Inglaterra tiene sentido común, y prefiere estar en manos de
caballeros que en las garras de ladrones socialistas".
Me invadió la
sensación indescriptible de que tenía que aplaudir, como si estuviera en un
debate público. La demencial separación, en el alma de este hombre, entre su
experiencia y su teoría prefabricada era sólo una muestra de lo mismo que ocurre con una cuarta parte de Inglaterra. Cuando se alejaba, puede ver el Daily Wire asomándose en su
trajinado bolsillo trasero. Se despidió de mí con una ráfaga de lugares comunes,
y se alejó bamboleante por el camino. Me quedé viendo su figura hacerse más
pequeña en medio del paisaje; tal como los hombres libres se han vuelto cada día
más pequeños en los campos de Inglaterra.
De “Alarms and Discursions” (1910)
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