Tuesday, July 24, 2018

El hombre y su periódico



En una pequeña estación que me niego a identificar, en algún lugar entre Oxford y Guildford, perdí la conexión o me equivoqué al calcular una ruta, y tuve que quedarme allí por algo más de una hora. Me encanta esperar en estaciones de trenes, pero la estación de la que hablo no era particularmente atractiva. No había nada en la plataforma, excepto un dispensador automático de chocolate, que devoraba monedas con avidez pero se negaba a dar chocolate, y un pequeño puesto de periódicos donde apenas quedaban unas copias baratas de un medio imperial que aquí llamaré el Daily Wire. No importa cual órgano imperial era, ya que todos dicen lo mismo.
Aunque sabía muy bien lo que decía, lo leí con gravedad mientras salía de la estación y caminaba por el borde de un camino. Empezaba con la impactante afirmación de que los radicales estaban empeñados en hacer que las clases sociales se enfrentaran. Luego indicaba que nada había contribuido mejor a que nuestro Imperio fuera feliz y envidiable –y a crear esa obvia lista de glorias que usted mismo puede nombrar: la prosperidad de todas las clases en nuestras ciudades, nuestros populosos y crecientes villorrios, el éxito de nuestro gobierno en Irlanda, etc., etc.– que la sólida disposición anglosajona de todas las clases del estado "para trabajar mano a mano con entusiasmo". Esto es lo único, me aseguró el periódico, que nos ha salvado de los horrores de la Revolución Francesa. "Es fácil para los radicales", continuó de manera solemne, "hacer chistes sobre duques. Pero muy pocos de esos revolucionarios caballeros les han dado a los pobres siquiera la mitad de la atención diligente, generosidad incansable y verdadera paciencia cristiana que han recibido de los grandes nobles de este país. Estamos seguros de que el pueblo de Inglaterra, con su recio sentido común, preferirá estar en manos de caballeros ingleses en lugar de las fangosas garras de los bucaneros socialistas".
* * *

Justo cuando llegué a esa parte, estuve a punto de embestir a un hombre. A pesar de lo populosos y crecientes que son nuestros villorrios, esta parecía ser la única persona en varias millas. El camino ascendente había tomado un giro, se redujo de manera abrupta y estuve a punto de derribar al hombre, que estaba recostado en unas escalinatas junto a un portal. Me acerqué para disculparme y, como parecía estar dispuesto a departir, e incluso patéticamente complacido con la posibilidad de hacerlo, arrojé el Daily Wire entre los arbustos y me dediqué a hablar con él. Llevaba los restos de un traje respetable, y su rostro tenía el refinamiento plebeyo que uno encuentra en sastres y relojeros, en hombres pobres de trabajos sedentarios. A sus espaldas se elevaba un grupito de arbustos retorcidos, tan flacos y andrajosos como él, pero dudo que la tragedia que este hombre simbolizaba se debiera a la impresión que producía ese bosque fantasmal. Había una fijeza en su mirada que hablaba de sus dificultades para mantener juntos su cuerpo con su alma.
Era un obrero londinense de nacimiento, y conservaba el conmovedor acento de esas calles de las que soy un exiliado, pero era evidente que había vivido casi toda su vida en estos campos. Empezó a hablarme –en esa manera sin pies ni cabeza como los pobres hablan de sus vecinos– de los asuntos de su vida. Como sortilegios o encantamientos, multitud de nombres iban y venían en su narrativa, sin que los acompañara ninguna explicación biográfica. De manera particular, el nombre de un tal Sir Joseph se multiplicaba con la omnipresencia de una divinidad. Imaginé que Sir Joseph debía ser el principal propietario del distrito y, a medida que el confuso dibujo se desplegaba, empecé a formarme una imagen completa –y para nada favorable– de Sir Joseph. Se hablaba de él de una manera extraña, a la vez glacial y familiar, como un niño hablaría de una madrastra o de una enfermera inevitable: algo íntimo, pero de ningún modo tierno, algo que te espera junto a la cama, que te dijo que hicieras esto y te prohibió hacer aquello, con un capricho a la vez frío y personal. No parecía que Sir Joseph fuera popular, pero era como “una expresión local”. Más que un hombre público, parecía una divinidad o una omnipotencia privada. Este hombre del que hablo decía que “se había metido en problemas” y que Sir Joseph había sido “muy duro” con él.
Y bajo ese cielo gris plateado de nubes bajas, junto a esos pobres árboles mordidos y torturados por el frío y los vientos del invierno, el pequeño londinense me contó una historia, verdadera o falsa, tan conmovedora como Romeo y Julieta.
* * *
Poco a poco, este hombre había conseguido sacar adelante en el pueblo un pequeño negocio como fotógrafo. Estaba comprometido con una chica que trabajaba en uno de los hospedajes y a quien amaba con pasión. “Soy de ese tipo que está mejor casado”, dijo y, considerando su frágil figura, supe muy bien de lo que hablaba. Pero Sir Joseph y, en especial, la esposa de Sir Joseph no querían un fotógrafo en el pueblo: tal vez porque incitaba la vanidad de las muchachas o porque no les gustaba este fotógrafo en particular. El hombre perseveró hasta que reunió lo suficiente para casarse con honestidad y, justo cuando llegaba el día de la boda, su contrato de arrendamiento se venció. Fue entonces cuando Sir Joseph apareció en toda su gloria, se negó a renovarle el contrato y lo conminó a marcharse. El hombre buscó desesperadamente otro lugar, pero Sir Joseph era ubicuo y le cerraron todas las puertas. No encontró un solo lugar donde pudiera llevar a vivir a su futura esposa. El hombre apeló y dio explicaciones, pero se le rechazó como demagogo y como fotógrafo. Entonces fue como si una nube negra hubiera venido a través del cielo invernal; porque supe de inmediato lo que estaba por venir. He olvidado qué palabras usó para hablar de una naturaleza desatada y enloquecida. Pero todavía puedo ver, como en una fotografía, los músculos grises de los árboles de invierno levantándose como sogas tensas, como si la naturaleza se retorciera de dolor.
“Ella tuvo que irse”, dijo el hombre.
“¿Sus padres no…”, empecé a decir, pero dudé al hablar de perdón.
“Oh, su gente la perdonó”, dijo. “Pero la Señora...”
“La Señora hizo el sol y la luna y las estrellas”, repliqué impaciente. “Así que puede interceder entre una madre y el niño que nació de su cuerpo”.
“Bueno, eso parece un poco duro...”, empezó a decir con voz entrecortada.
“Pero, por Dios, hombre”, grité. “¡Esto no es un asunto de dureza! Es un asunto de maldad impía e indecente. Si su Sir Joseph sabía de las pasiones con las que estaba jugando, ha cometido con usted una maldad por la que en muchos países cristianos sería acuchillado”.
El hombre siguió mirando los campos helados con el ceño fruncido. Había contado su historia con verdadero resentimiento, ya fuera cierta o falsa o sólo exagerada. Estaba de veras taciturno y lastimado; pero no parecía encontrar ningún escape. Al final dijo:
“Bueno, es un mundo difícil; esperemos que haya uno mejor”.
“Amen”, dije. “Pero cuando pienso en Sir Joseph, entiendo por qué algunos hombres han tenido la esperanza de que haya uno peor”.
Luego hubo un largo silencio, sentí que el frío empezaba a calarme y finalmente dije, de manera abrupta:
“El otro día, en una reunión sobre presupuesto, oí decir que…”.
El hombre removió sus codos del peldaño donde los apoyaba y pareció transformarse de pies a cabeza como quien vuelve del sueño tras un bostezo. Con una voz totalmente nueva, dijo, más fuerte pero de manera más desenfadada: "Ah sí, señor... ese tal presupuesto... los radicales están haciendo mucho daño".
Escuché con atención y el hombre siguió. Dijo con una especie de cuidadosa precisión: "Para mí, están empeñados en hacer que las clases sociales se enfrenten. Porque, ¿acaso no es la disposición de trabajar mano a mano con entusiasmo lo que ha hecho nuestro imperio?”
Se movió un poco de un lado a otro y zapateó para combatir el frío. Luego dijo: “Yo lo que digo es: ¿Qué más puede salvarnos de los errores de la Revolución Francesa?”
Mi memoria es buena y esperé con avidez tensa la frase siguiente. "Pueden burlarse de los duques, pero quisiera verlos ser siquiera la mitad de compasivos y cristianos como lo son muchos de nuestros nobles. Déjeme decirle, señor”, agregó, mirándome de frente, con el gesto de quien se dispone a lanzar una paradoja. “La gente de Inglaterra tiene sentido común, y prefiere estar en manos de caballeros que en las garras de ladrones socialistas".
Me invadió la sensación indescriptible de que tenía que aplaudir, como si estuviera en un debate público. La demencial separación, en el alma de este hombre, entre su experiencia y su teoría prefabricada era sólo una muestra de lo mismo que ocurre con una cuarta parte de Inglaterra. Cuando se alejaba, puede ver el Daily Wire asomándose en su trajinado bolsillo trasero. Se despidió de mí con una ráfaga de lugares comunes, y se alejó bamboleante por el camino. Me quedé viendo su figura hacerse más pequeña en medio del paisaje; tal como los hombres libres se han vuelto cada día más pequeños en los campos de Inglaterra.
De “Alarms and Discursions” (1910)





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