Un texto de 1929, a propósito de la visita a Colombia del papa Francisco.

Hay un dicho que para algunos resulta irreverente, aunque
en verdad respalda una parte importante de la religión: “Si Dios no existiera,
sería necesario inventarlo”. No es muy diferente de algunas de las atrevidas
preguntas con que Santo Tomás de Aquino inicia su defensa de la Fe. Algunos de
los críticos modernos de su fe, especialmente los críticos protestantes, han
incurrido en un curioso error, en buena parte por ignorancia del latín y del
uso antiguo de la palabra divus, y
han acusado a los católicos de describir al Papa como Dios. Que un católico diga
que el Papa es Dios es tan probable como que diga que un grillo es Dios. Pero
hay un sentido en el que ellos reconocen una correspondencia eterna entre la
posición del Rey de reyes en el universo y la de su virrey en el mundo, como la
correspondencia entre una cosa real y su sombra; una semejanza como la
deteriorada y defectuosa semejanza entre Dios y la imagen de Dios. Y entre las
coincidencias en esta comparación se puede incluir el caso de este epigrama. El
mundo se dirige cada vez más a una posición en la que incluso los políticos y
los hombres prácticos se verán en la situación de decir: “Si el Papa no
existiera, habría que inventarlo”.
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Sería posible describir en términos precisos pero abstractos la idea general de un cargo o responsabilidad que correspondería exactamente con la que tiene el papado en la historia, y que sería aceptada bajo principios éticos y sociales por numerosos protestantes y librepensadores; hasta que descubrieran con ira y desconcierto que fueron engañados para que aceptaran la arbitración del Papa.
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No es del todo imposible que traten de hacerlo. La verdad
es que multitudes de ellos ya habrían aceptado al Papa si no se le llamara de
ese modo. Para hacer una chanza piadosa a un buen número de heréticos e
infieles, creo que sería muy posible describir en términos precisos pero
abstractos la idea general de un cargo o responsabilidad que correspondería
exactamente con la que tiene el papado en la historia, y que sería aceptada
bajo principios éticos y sociales por numerosos protestantes y librepensadores;
hasta que descubrieran con ira y desconcierto
que fueron engañados para que aceptaran la arbitración del Papa.
Supongamos que alguien intentara promover la vieja idea
como si se tratara de una nueva; supongamos que dijera: “Propongo que se
erija, en una ciudad central de la parte más civilizada de nuestra civilización,
la sede de un funcionario oficial que
represente la paz y las bases de acuerdo entre todas las naciones
circunvecinas; hagamos que –por la naturaleza de su cargo– pueda mantenerse al
margen y al mismo tiempo comprometido a considerar los aciertos y errores de
todos; pongámoslo allí como un juez para explicar una ley ética y un sistema de relaciones
sociales; procuremos que sea de condición y entrenamiento diferentes a los que
estimulan las ambiciones ordinarias de gloria militar e incluso los vínculos
ordinarios de tradición tribal; encarguémonos de que esté protegido de las presiones de reyes y príncipes; juramentémoslo
de tal modo que considere a los hombres como hombres”. Es seguro que a estas
alturas no pocos –y pronto muchos más– serían capaces de proponer por su propia
cuenta una institución internacional
como ésa; también hay muchos que, en medio de su ingenuidad, podrán pensar que
nunca antes se ha intentado hacer algo semejante.
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Un monarca es un hombre; pero una oligarquía no es los hombres; es unos cuantos hombres que forman un grupo tan pequeño como para ser insolente y tan grande como para ser irresponsable.
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Es cierto que todavía muchos de esos reformadores
sociales se echarían atrás ante la idea de que tal institución fuera un único
individuo. Pero incluso ese prejuicio es debilitante frente al desgaste y
deterioro de la experiencia política real. Podríamos estar unidos, como muchos
de nosotros lo estamos, al ideal democrático; pero la mayoría hemos comprendido
que la democracia directa, la única democracia que satisface a un verdadero demócrata,
es algo que se puede aplicar a algunas cosas pero no a otras; y que para nada
es aplicable en un caso como éste. El vocero de una amplia civilización
internacional, o de una amplia religión internacional, no sería de ninguna
manera la suma de las voces distinguibles y articuladas o de las quejas de
todos los millones de fieles. El pueblo no sería el heredero de un Papa
destronado; es un sínodo o grupo de obispos. No hablamos de una alternativa
entre monarquía y democracia, sino una alternativa entre monarquía y oligarquía.
Y, como soy uno de aquellos demócratas idealistas, no tengo la más leve duda
para elegir entre esas dos formas del privilegio. Un monarca es un hombre; pero
una oligarquía no es los hombres; es unos cuantos hombres que forman un grupo
tan pequeño como para ser insolente y tan grande como para ser irresponsable. Un
hombre en la posición del Papa, a menos que sea un verdadero loco, tiene que
ser responsable. Pero los aristócratas siempre pueden achacarse la
responsabilidad unos a otros; y sin embargo crear una sociedad común y corporativa
de la que queda erradicada cualquier consideración por el resto del mundo. Estas son conclusiones a las que está
llegando mucha gente en el mundo; y muchos quedarían sorprendidos y
horrorizados de comprender a dónde conducen esas conclusiones. Pero aquí el punto es que incluso si nuestra civilización
no redescubre la necesidad del papado, es bastante probable que tarde o
temprano tratará de ofrecer la necesidad de algo como el papado mismo; incluso
si trata de hacerlo por su propia cuenta. Esa sería de verdad una situación irónica.
El mundo moderno establecería un nuevo anti-Papa, aunque, como en la novela
de Monseñor Benson, el anti-papa tiene más bien el carácter de un Anticristo.
El asunto es que los hombres intentarán establecer algún
tipo de poder moral fuera del alcance de los poderes materiales. Esa es la
debilidad de muchas respetables y bienintencionadas iniciativas de justicia
internacional que hoy mismo se adelantan; pero el hecho es que ese consejo
internacional apenas puede evitar ser un microcosmos o modelo del mundo que
está fuera de él. Con todas su cosas grandes y pequeñas. Incluso con las cosas
que son demasiado grandes. Supongamos que en las gestiones internacionales del
futuro algún poder, digamos que Suecia, se considere desproporcionado y problemático.
Si Suecia es muy poderosa en Europa, será muy poderosa en el consejo de Europa.
Y por ser irresistible, es aquello a lo que es necesario resistir; o en todo
caso restringir. No veo cómo pueda Europa escapar algún día de este dilema lógico,
excepto descubriendo de nuevo alguna forma de autoridad de estricto tipo moral
y que sea la custodia reconocida de una moral. Se podría muy decir que aquellos
ocupados con ese deber pueden no siempre practicar lo que profesan. Pero los
otros gobernantes del mundo no están ni siquiera comprometidos a practicarlo.
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Sólo había una institución que podía, en cualquier momento, estar inclinada a decir: “No deposites tu confianza en los príncipes”.
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Una y otra vez en la historia, en especial en la historia
medieval, el papado ha intervenido a favor de los intereses de la paz y de la
humanidad; así como los más grandes santos se han arrojado ellos mismos entre
las espadas y dagas de facciones enfrentadas. Pero si no hubiera ni papado ni
santos en la iglesia católica, el mundo abandonado a sí mismo no habría
sustituido las abstracciones sociales por los credos teológicos. Como un todo,
la humanidad ha estado lejos de ser humanitaria. Si el mundo hubiera estado abandonado a sí
mismo, digamos durante la época del feudalismo, todas las decisiones habrían estado rígida e implacablemente de acuerdo
con las reglas del feudalismo. Sólo hubo una institución en ese mundo que existía
desde antes de que existiera el feudalismo. Sólo había una institución que
pudiera acarrear algún leve recuerdo de la Republica y del derecho romano. Si el
mundo hubiera quedado abandonado a sí mismo en la época del Renacimiento y la política
de los principados, habría estado organizado de acuerdo con la moda del momento
y en función de la glorificación de los príncipes. Sólo había una institución
que podía, en cualquier momento, estar inclinada a decir: “No deposites tu confianza
en los príncipes”. De haber estado ausente, el único resultado habría sido que
el famoso acuerdo cujus regio ejus religio habría sido todo regio con poquísimo religio.
Y así, por supuesto, nuestro tiempo también tiene sus dogmas inconscientes
y sus prejuicios universales; y requiere de una separación especial, sagrada y –como
piensan algunos– con algo más que humano para poder plantarse por encima de
todos para ver más allá.
Sé que este ideal, como cualquier otro, ha sido objeto de
abusos; lo único que digo es que incluso aquellos que más denuncian la realidad
empezaran de nuevo a buscar el ideal. No propongo que un tribunal como tal actúe
como un tribunal legal o que se le confiera poder de interferencia en los
gobiernos. Al menos en este caso, estoy
completamente seguro de que un tribual así nunca aceptaría un vínculo semejante.
De hecho, tampoco deseo que ninguno de los tribunales seculares establecidos
ahora para buscar la paz internacional pueda tener poder para intervenir en la
libertad nacional y local. Prefiero darle tal poder a un papa que a políticos o diplomáticos como aquellos a
quienes el mundo se los está dando ahora. Pero, no quiero darle ese poder a nadie, ni siquiera al Papa, y la autoridad
en cuestión no quiere recibirlo de nadie. Aquello de lo que hablo es puramente
moral y no puede existir sin una cierta lealtad moral; es una asunto de atmósfera e incluso en cierto sentido de afecto. N0
tengo espacio aquí para describir cómo puede crecer un apego semejante;
pero de todas maneras no hay duda que alguna vez creció en torno a cierto
centro religioso de nuestra civilización;
y que es poco probable que vuelva a crecer de nuevo excepto por algo que busque
un ideal más elevado de humildad y caridad que el estándar ordinario del mundo. Los hombres no pueden
sentir afecto por el emperador de otras personas, o incluso por los políticos
de otros pueblos; se ha visto incluso que con sus propios políticos el afecto
se enfría. No veo prospectos de un núcleo positivo de afinidad excepto en
cierto entusiasmo positivo por algo que mueve las partes más profundas de la
naturaleza moral del hombre; algo que no puede unirnos siendo enteramente internacionales (como dicen los pretenciosos), sino siendo humanos de manera universal. Los hombres no pueden estar de acuerdo en
nada, del mismo modo que no pueden estar en desacuerdo. Algo lo
suficientemente amplio para construir
ese acuerdo tiene que ser más amplio que
el mundo mismo.
Tomado de The Thing
(1929)
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