Perdida
en algún lado de las praderas del tiempo deambula una criatura diminuta que es
la imagen de Dios, la que a su vez produjo en una escala todavía más pequeña
una imagen de la creación. Al retrato pigmeo de Dios lo llamamos Hombre; a la
pintura pigmea de la creación la llamamos Arte. Es un menosprecio de la función
del hombre decir que sólo expresa su propia personalidad. Es cierto que un
artista expresa su propia personalidad, pero sólo mediante el interés que tiene
en otras personalidades: carniceros, panaderos y obispos –o incluso por su
interés en impersonalidades, como el viento, la lluvia, la música o la metafísica.
Su empresa (como alguien secundario pero divino) consiste en volver a hacer el
mundo, ese el significado de todos los retratos y los edificios públicos. En
todos los casos, como un dios, tiene que hacer un mundo; no basta con hacer ruido,
como un animal o como un egoísta estético. Incluso si intenta pintar las cosas
como son, inevitablemente las pintará como deben ser; pero esta tendencia debe
ser inconsciente. Instintivamente humanizará el monstruo más inhumano y
domesticará la más salvaje de las bestias salvajes. Su naturaleza lo llevará a
entender a un caballo mejor que lo que un caballo se entiende a sí mismo, como
fue el caso del emperador pagano. Su naturaleza hará que vea como augurios a
pájaros y bestias, tal como lo hacían los augures paganos.
Esta
tendencia estaba bien ilustrada en los tiempos antiguos, con el hábito de hacer
de cada animal un símbolo arbitrario de alguna virtud humana. De ese modo, el
león era magnanimidad, porque no atacaba a las vírgenes; aunque pocos de
nosotros arrojaríamos doncellas a la jaula de los leones para probar esa
teoría. De ese modo, el pelícano representaba la caridad; aunque a pocos de
nosotros ese pájaro nos haya perdonado los pecados o eliminado nuestras deudas.
La
primera historia natural fue sobrenatural, y el hombre hizo alegorías con los
animales más que clasificarlos. Esta fue, sin duda, una versión extrema y equivocada
de la mera imposición de la teoría del hombre sobre la naturaleza. Es por eso
que la ciencia de la heráldica, con toda la lucidez de su lógica, lo sugestivo
de su historia y su espléndido arte decorativo, se ha desmoronado con los años
arrastrando consigo a la aristocracia. Pero fue la versión extrema de algo que
debe limitar de manera permanente todo arte humano. Ninguno de nosotros puede
de veras decir cuál es el valor de un pino para un pino, o el de un arenque para
un arenque, o incluso el de un perro para un perro. Mucho menos puede alguno de
nosotros decir el significado que tienen para esa impensable y encumbrada realidad
que los hizo a todos ellos.
En
todo arte humano, por muy imitativo que sea, se arrastra un elemento de creatividad humana. Cada caballo que un humano dibuja es parcialmente humano,
como un centauro, y, por lo tanto, en cierto modo fabuloso. Cada pez que un
hombre dibuje será en cierto modo humano, como una sirena, y por lo tanto en
cierto modo legendario. Pero este toque místico sólo será auténtico si el
hombre intenta trazar el contorno real de un pez o de un caballo.
Toda
esta energía personal sólo es efectiva mientras parezca impersonal; en el
momento en que el artista moderno abandona ese intento de delinear la realidad pierde
el poder sobre el romance. En una pintura
poderosa, bien hecha, usted sólo verá el elefante a través de la atmósfera.
Pero en algunas de las vagas y endebles pinturas modernas usted verá la atmósfera
a través del elefante. Demasiadas veces el artista moderno se pierde a sí mismo
mientras se busca; impone un yo ficticio sobre ese yo real que no piensa y que
de otra manera se expresaría libremente. Se ha convertido en un individualista
y ha dejado de ser un individuo. Es más, se ha enloquecido en el más aterrador
y vívido sentido de la palabra locura. Se ha hecho consciente de su
subconsciente.
Cuando
el hombre rehace algo debe por lo tanto hacerlo siempre un poco a su propia
imagen. Si decide tallar el más informe eslabón perdido, será un poco más
humano que simio. Si delinea el rinoceronte más bebé o embrionario, puede que
tenga (como se dice de los bebés) la nariz de su padre. Pero esos dispersos y
esquivos rasgos humanos son lo más cerca que puede llegar a una completa
representación de sí mismo. Lo único que a los artistas no se les debería
permitir sería pintarse a sí mismos; mientras menos piense en esa persona tan
común será mejor. Es cierto que Rembrandt se pintó a sí mismo varias veces, y
Rembrandt fue un gran hombre. Pero como cada vez se pintó a sí mismo de manera totalmente
diferente, no creo que le prestara mucha atención a su modelo. Asomarse al
espejo es ciertamente una cosa poética y fascinante, como lo supo Lewis Caroll;
pero no con el propósito de mirarse uno mismo. Uno mismo es un obstáculo
irritante en esa puerta mágica. Alicia no miró en el espejo en busca de Alicia.
Ella quería asomarse a través de esas extrañas puertas y saber más de esas extrañas
ventanas, abiertas hacia ninguna parte en esa tierra brillante y silenciosa:
ventanas que ciertamente son
Batientes mágicos que se abren a la espuma
De mares peligrosos en el triste país de las hadas
Mobiliario,
perspectiva, salidas, ameritan que el artista se asome a un espejo. Porque
tienen un aspecto raro, inconsciente y foráneo, como si fueran partes de ese
otro mundo del que sólo a medias somos parte. Pero un artista nunca debe tratar
de mirarse a sí mismo como el hombre en el espejo. Porque no importa la
sutileza con que se asome o la presteza de su salto, nunca podrá tomar
desprevenido al hombre en el espejo.
Muchos
de nosotros, me temo, hemos encontrado las personalidades más fuertes en
aquellos que no saben que la tienen. Las aguas que corren hacia arriba corren
hacia afuera y se derraman por toda la tierra. Sólo las aguas que se hunden giran
hacia su propio centro en la espiral del remolino. Y sin embargo las aguas más
peligrosas de todas, más que el remolino o la marea, son las aguas que
permanecen detenidas y reflejan por un momento el rostro del hombre.
Daily News, 1906.
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