Friday, March 17, 2017

El espejo


Perdida en algún lado de las praderas del tiempo deambula una criatura diminuta que es la imagen de Dios, la que a su vez produjo en una escala todavía más pequeña una imagen de la creación. Al retrato pigmeo de Dios lo llamamos Hombre; a la pintura pigmea de la creación la llamamos Arte. Es un menosprecio de la función del hombre decir que sólo expresa su propia personalidad. Es cierto que un artista expresa su propia personalidad, pero sólo mediante el interés que tiene en otras personalidades: carniceros, panaderos y obispos –o incluso por su interés en impersonalidades, como el viento, la lluvia, la música o la metafísica. Su empresa (como alguien secundario pero divino) consiste en volver a hacer el mundo, ese el significado de todos los retratos y los edificios públicos. En todos los casos, como un dios, tiene que hacer un mundo; no basta con hacer ruido, como un animal o como un egoísta estético. Incluso si intenta pintar las cosas como son, inevitablemente las pintará como deben ser; pero esta tendencia debe ser inconsciente. Instintivamente humanizará el monstruo más inhumano y domesticará la más salvaje de las bestias salvajes. Su naturaleza lo llevará a entender a un caballo mejor que lo que un caballo se entiende a sí mismo, como fue el caso del emperador pagano. Su naturaleza hará que vea como augurios a pájaros y bestias, tal como lo hacían los augures paganos.
Esta tendencia estaba bien ilustrada en los tiempos antiguos, con el hábito de hacer de cada animal un símbolo arbitrario de alguna virtud humana. De ese modo, el león era magnanimidad, porque no atacaba a las vírgenes; aunque pocos de nosotros arrojaríamos doncellas a la jaula de los leones para probar esa teoría. De ese modo, el pelícano representaba la caridad; aunque a pocos de nosotros ese pájaro nos haya perdonado los pecados o eliminado nuestras deudas.
La primera historia natural fue sobrenatural, y el hombre hizo alegorías con los animales más que clasificarlos. Esta fue, sin duda, una versión extrema y equivocada de la mera imposición de la teoría del hombre sobre la naturaleza. Es por eso que la ciencia de la heráldica, con toda la lucidez de su lógica, lo sugestivo de su historia y su espléndido arte decorativo, se ha desmoronado con los años arrastrando consigo a la aristocracia. Pero fue la versión extrema de algo que debe limitar de manera permanente todo arte humano. Ninguno de nosotros puede de veras decir cuál es el valor de un pino para un pino, o el de un arenque para un arenque, o incluso el de un perro para un perro. Mucho menos puede alguno de nosotros decir el significado que tienen para esa impensable y encumbrada realidad que los hizo a todos ellos.
En todo arte humano, por muy imitativo que sea, se arrastra un elemento de creatividad humana. Cada caballo que un humano dibuja es parcialmente humano, como un centauro, y, por lo tanto, en cierto modo fabuloso. Cada pez que un hombre dibuje será en cierto modo humano, como una sirena, y por lo tanto en cierto modo legendario. Pero este toque místico sólo será auténtico si el hombre intenta trazar el contorno real de un pez o de un caballo.
Toda esta energía personal sólo es efectiva mientras parezca impersonal; en el momento en que el artista moderno abandona ese intento de delinear la realidad pierde el  poder sobre el romance. En una pintura poderosa, bien hecha, usted sólo verá el elefante a través de la atmósfera. Pero en algunas de las vagas y endebles pinturas modernas usted verá la atmósfera a través del elefante. Demasiadas veces el artista moderno se pierde a sí mismo mientras se busca; impone un yo ficticio sobre ese yo real que no piensa y que de otra manera se expresaría libremente. Se ha convertido en un individualista y ha dejado de ser un individuo. Es más, se ha enloquecido en el más aterrador y vívido sentido de la palabra locura. Se ha hecho consciente de su subconsciente.
Cuando el hombre rehace algo debe por lo tanto hacerlo siempre un poco a su propia imagen. Si decide tallar el más informe eslabón perdido, será un poco más humano que simio. Si delinea el rinoceronte más bebé o embrionario, puede que tenga (como se dice de los bebés) la nariz de su padre. Pero esos dispersos y esquivos rasgos humanos son lo más cerca que puede llegar a una completa representación de sí mismo. Lo único que a los artistas no se les debería permitir sería pintarse a sí mismos; mientras menos piense en esa persona tan común será mejor. Es cierto que Rembrandt se pintó a sí mismo varias veces, y Rembrandt fue un gran hombre. Pero como cada vez se pintó a sí mismo de manera totalmente diferente, no creo que le prestara mucha atención a su modelo. Asomarse al espejo es ciertamente una cosa poética y fascinante, como lo supo Lewis Caroll; pero no con el propósito de mirarse uno mismo. Uno mismo es un obstáculo irritante en esa puerta mágica. Alicia no miró en el espejo en busca de Alicia. Ella quería asomarse a través de esas extrañas puertas y saber más de esas extrañas ventanas, abiertas hacia ninguna parte en esa tierra brillante y silenciosa: ventanas que ciertamente son
Batientes mágicos que se abren a la espuma
De mares peligrosos en el triste país de las hadas
Mobiliario, perspectiva, salidas, ameritan que el artista se asome a un espejo. Porque tienen un aspecto raro, inconsciente y foráneo, como si fueran partes de ese otro mundo del que sólo a medias somos parte. Pero un artista nunca debe tratar de mirarse a sí mismo como el hombre en el espejo. Porque no importa la sutileza con que se asome o la presteza de su salto, nunca podrá tomar desprevenido al hombre en el espejo.

Muchos de nosotros, me temo, hemos encontrado las personalidades más fuertes en aquellos que no saben que la tienen. Las aguas que corren hacia arriba corren hacia afuera y se derraman por toda la tierra. Sólo las aguas que se hunden giran hacia su propio centro en la espiral del remolino. Y sin embargo las aguas más peligrosas de todas, más que el remolino o la marea, son las aguas que permanecen detenidas y reflejan por un momento el rostro del hombre.

Daily News, 1906.

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