En los inicios de la época Victoriana, cuando el racionalismo estaba en su apogeo y todavía conservaba
algunos trazos de racionalidad, a menudo se asociaban los sueños con la
religión. En aquel tiempo, el divertido escéptico proclamaba con orgullo que en
su mayor parte el origen de las imponentes iglesias y las creencias notables
podía encontrarse en algo tan obvio e insignificante como los sueños. Hoy en
día podemos preguntarnos si ese origen podría estar en algo más misterioso y
sublime. Porque lo cierto es que siempre habrá religión mientras ciertos hechos
primigenios de la vida sigan siendo misteriosos y, por lo tanto, religiosos.
Cosas como el nacimiento o la muerte o los sueños son tan impenetrables y
sugestivos que pedirles a los hombres que los dejen de lado, y que renuncien a
tener esperanzas o teorías sobre ellos, es como pedirles que no miren un cometa
o no traten de hallarle la respuesta a una adivinanza. Las hipótesis humanas
han merodeado, y seguirán merodeando, en torno a estos elementales jeroglíficos.
Incluso en un imperio de ateos, un hombre muerto es sagrado. El cementerio, como un campo embaldosado, nos
entrega cosecha tras cosecha de creencias y de mitologías. Si adoptamos la muy
común teoría moderna de que la historia del hombre comenzó con El origen del hombre, es posible que
consigamos tomar esa tendencia como una superstición. Pero, si miramos con
detenimiento y lucidez la historia de la humanidad, llegaremos a la conclusión
de que nada es tan rotundamente natural como lo sobrenatural.
Esta condición
sagrada, como he dicho, se le atribuye en todas partes al hombre muerto.
Resulta extraño y divertido que los materialistas, para quienes la muerte no
hace otra cosa que transformar en desecho a un tipo como ellos, sólo muestran
reverencia por el tipo cuando se ha vuelto un desecho. Ahora bien, por obra de
un certero paralelo, un paralelo consagrado por la antigua expresión griega
sobre la Muerte y su hermano, los hombres han llegado por lo general a esta
conclusión: que al menos una porción de lo sagrado del muerto también le
corresponde al hombre dormido. No deja de tener su sentido. El mayor acto de fe
que un hombre puede ejecutar es aquel que ejecuta cada noche. Abandonamos
nuestra identidad, entregamos nuestro cuerpo y nuestra alma al caos y a la
noche inmemorial. Disolvemos nuestra condición de criaturas, como en el fin del
mundo: en un sentido práctico nos convertimos en muertos, con la cierta y
segura esperanza de una gloriosa resurrección. Después de eso, es inútil que
nos llamemos pesimistas cuando tenemos este tipo de confianza en las leyes de
la naturaleza, cuando les permitimos montar una guardia omnipotente y poderosa
junto a nuestra cuna. Es inútil que digamos que el mal es para nosotros el
poder más elevado, cuando cada doce horas más o menos dejamos nuestro cuerpo y
nuestra alma en manos de Dios sin pedirle garantías. Esta es la santidad
esencial del sueño, y la razón profunda y suficiente por la que todas las
tribus y edades han encontrado en él y en sus fenómenos una fuente de
especulación religiosa. En este trance
súbito y sorprendente al que llamamos sueño nos vemos arrastrados sin voluntad
y sin poder de decisión hacia paisajes prodigiosos, incidentes sensacionales y
fragmentos de historias a medias descifrables. En todas las épocas los hombres
han basado muchas de sus creencias y especulaciones en este hecho. Es posible
decir con seguridad que serían unos tontos si no lo hubieran hecho.
Los sueños están
llenos de cosas hermosas, felices y triunfales. Pero, del mismo modo que en la
felicidad y la infelicidad, hay en ellos un elemento peculiar de frustración e
inseguridad. Encontramos cosas maravillas en el mundo de los sueños –cosas a
veces más preciosas y espléndidas que todo lo creado bajo el sol. Pero lo único
que jamás encontramos en ellos es justo aquello que andamos buscando. A través
de los sueños se mueve un hilo extraño y patético que viene del telar mismo de
la vida. Los sueños, si se me permite expresarlo de este modo, son como la vida
e incluso más que ella. Como la vida, los sueños están llenos de nobleza y de
dicha, pero de una nobleza y una dicha incalculables y arbitrarias. En los
sueños podemos sentir gratitud, pero nunca certezas.
Por supuesto, es
imposible una observación precisa de los sueños, porque los sueños son
funciones del alma humana y el alma humana es la única cosa que no podemos
estudiar de manera apropiada, porque es al mismo tiempo lo que estudia y lo
estudiado. Podemos analizar un
escarabajo mirándolo a través de un microscopio, pero es imposible analizar un
escarabajo mirándolo a través de un escarabajo. Aunque en últimas encontrar la
verdad sobre los sueños resulta tan imposible como la ciencia llamada
psicología, es posible llegar a subrayar algunas leyes generales de ese mundo.
En mi opinión, uno de
los elementos más extendidos y fundamentales en el mundo de los sueños es el
divorcio entre la apariencia propia de una cosa y las emociones propias de
otra. En la vida real nos asustan las víboras y nos decoramos con flores. En
los sueños somos capaces de asustarnos con las flores y decorarnos con
serpientes. En los sueños pensamos que las violetas son nauseabundas, las cloacas
fragantes, los sapos hermosos, las estrellas feas, una calle con tres postes de
alumbrado nos parece exquisita y una asta con un trozo de tela blanca nos
parece horrible. Es un lugar común decir que atribuimos cualidades emocionales
a las cosas que ocurren en los sueños. Una secuencia idiota de palabras nos
parece la mejor poesía, una atropellada sucesión de eventos nos abruma con
pasión indescriptible. Me parece que el punto verdadero es que todo eso lleva a
la conclusión de que en los sueños se revela una verdad elemental, la esencia
espiritual detrás de algo importante, pero no su forma material. Las fuerzas
espirituales, allá en el mundo, se disfrazan bajo formas materiales. Una fuerza
buena se disfraza detrás de una rosa que florece, una fuerza malvada asume la
forma de un ataque de varicela. Pero en el mundo de la especulación
subconsciente, donde los ornamentos superficiales son destrozados y sólo las
cosas esenciales permanecen intactas, todo aparece alterado menos el sentido
más profundo. Las fuerzas espirituales, en su festival nocturno, tienen, como
los amantes en un día festivo, sombreros distintos.
Todas las
extravagantes volteretas de los sueños están suficientemente representadas
cuando se dice que ángeles y demonios han cambiado sombreros, o, para ser más
precisos, han cambiado cabezas. En un sueño amamos la pestilencia y odiamos la
luz del amanecer. En un sueño derrumbamos templos y adoramos el fango. La única
explicación se encuentra en la idea de que hay algo místico e indefinido detrás
de las cosas que amamos y odiamos, y que es lo que nos hace amarlas u odiarlas.
Los metafísicos de la Edad Media, que eran más certeros de lo que se les
concede hoy en día, tenían la teoría de que cada objeto tenía dos partes: sus
accidentes y su sustancia. De este modo, un cerdo no sólo era gordo y de cuatro
patas y gruñiente y perteneciente a un particular orden zoológico, y rosado y
sagaz y absurdo –más allá de todo eso era un cerdo. Los sueños refuerzan de
muchas maneras ese concepto; en un sueño, una cosa puede tener la sustancia de
un cerdo, mientras retiene todas las cualidades externas de un bacalao hervido.
Los doctores medievales, por supuesto, aplicaban este principio a la idea de la
y Transubstanciación, cuando aseguraban que una cosa puede ser un pan en sus
accidentes, mientras su sustancia es divina. Sea o no razonable para un hombre despierto mostrar
reverencia por una oblea, lo cierto es que un hombre dormido no sólo mostraría
reverencia por una oblea, sino también por un par de botas, un costal de papas,
o una pinta de aceite de castor. Todo depende del disfraz que el alto poder
espiritual haya elegido para aparecérsele, la incógnita manera como el Rey ha
decidido trasladarse.
The Daily News, 1901.
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