
Ciertos magazines tienen
simposios (los llamaré 'symposia' si me permiten llamar a las colecciones de
South Kensington 'musea') en los que se les pide a las personas mencionar los
libros que han influido en ellas, a la manera de “Himnos que me han ayudado”.
No creo que sea un proceso cercano a la realidad, pues nuestras mentes son como
una enorme biblioteca sin catalogar, y que una persona sea fotografiada con un
libro en la mano por lo general significa –en el mejor de los casos– que ha
escogido al azar y –en el peor– que está posando para producir un efecto. Pero,
en un sentido muy especial, puedo dar testimonio de un libro que ha marcado
toda la diferencia del mundo para mi existencia. Se trata de un libro que me
ayudó desde el principio a ver las cosas de cierta manera: una perspectiva para
la que la misma conversión religiosa es un gesto que la confirma y la corona.
De todas las historias que he leído,
incluidas todas las novelas de ese mismo novelista, esta sigue siendo la
más realista, la más parecida a la vida en el sentido exacto de la expresión.
Se llama “La princesa y el duende” y fue escrita por George MacDonald, el
hombre que es el tema de este libro.
Cuando digo que es como la
vida, lo que quiero decir es que describe a una pequeña princesa que vive entre
las montañas, en un castillo sitiado por demonios subterráneos que en ocasiones
se asoman desde el sótano. La princesa sube las escaleras del castillo, para ir
a la sala de juegos o a otros cuartos, pero de vez en cuando las escaleras no
conducen a los destinos habituales, sino a un nuevo cuarto que ella no ha visto
antes y al que por lo general no puede regresar. Por allí merodea todo el
tiempo una bisabuela bondadosa, una especie de hada madrina, cuyas palabras le
dan aliento y entendimiento. Era un niño cuando leí esta historia y sentí que
todo aquello estaba ocurriendo dentro de una casa humana real, no muy distinta
de aquella en la que yo vivía, que también tenía escaleras y cuartos y sótanos.
En eso se diferenciaba este cuento de hadas de muchos otros cuentos de hadas; por
encima de todo, en eso era que su filosofía difería de muchas otras filosofías.
Siempre me ha parecido insuficiente el ideal de progreso, incluso el de la
mejor clase, que es El progreso del
peregrino. Pues difícilmente sugiere lo cerca de nosotros que el bien y el
mal están desde el principio, en especial al principio. Y, aunque como
cualquier otra persona sana valoro y miro con reverencia los cuentos de hadas
del hijo menor del molinero que salió a buscar fortuna (una forma que MacDonald
mismo siguió en la secuela titulada “La princesa y Curdie”), la mera sugerencia
de viajar a un lejano lugar de las hadas, que es el alma de esa otra historia,
evita que consiga este propósito particular de hacer que las escaleras
ordinarias y las puertas y ventanas se conviertan en cosas mágicas.
Creo que el doctor Greville
MacDonald ha mencionado, en este interesante e intenso libro de memorias sobre su padre, el extraño simbolismo de las
escaleras. Otra figura recurrente en los romances de su padre era un caballo
blanco: el padre de la princesa tenía uno, y había otro en El lomo del viento del norte. Hasta hoy me resulta imposible ver
en la calle un caballo blanco sin sentir de repente cosas indescriptibles. Pero,
por lo pronto, hablo sobre lo que puede con énfasis llamarse la presencia de
dioses y duendes domésticos. Y el retrato de la vida en esa parábola no solo es
más verdadero que una imagen del viaje como la de El progreso del peregrino, también es más verdadero que la mera
imagen de un ataque como el de La guerra
sagrada. Hay algo no solo imaginativo sino íntimamente cierto en la idea de
que debajo de la casa haya un duende y que pueda sitiarla y atacarla desde el
sótano. Cuando aparecen las cosas
malvadas que nos asedian, no aparecen afuera sino adentro. En fin, esa imagen
simple de la casa que es nuestro hogar, que amamos con firmeza como nuestro
hogar, pero de la que difícilmente conocemos lo mejor y lo peor, y en la que
debemos siempre estar en busca de lo primero y cuidándonos de lo segundo, se ha
quedado en mi mente como algo particularmente sólido e irrefutable. Y, más que
corregida, la imagen fue corroborada cuando llegué a darle un nombre más
preciso a la dama que nos cuida desde la torre y, tal vez, cuando empecé a
mirar con sentido más práctico a los duendes debajo del piso. Desde que leí por
primera vez aquella historia han aparecido en Alemania y llegado a nuestras
universidades unas cinco filosofías sobre el universo, estremeciendo el mundo
como el viento del este. Pero, para mí, ese castillo sigue entre las montañas,
y la luz de su torre no se ha apagado.
Todas las otras historias de George
MacDonald, sugestivas e interesantes en muchos aspectos, parecen ilustraciones
–e incluso disfraces– de la que menciono. Hay una diferencia importante entre
este tipo de misterio y la simple alegoría. La alegoría corriente toma lo que
considera los conceptos generales o convenciones necesarias para el hombre y la
mujer del común, y trata de hacerlos placenteros o pintorescos vistiéndolos
como princesas y duendes y hadas madrinas. Pero George MacDonald de veras creía
que las personas eran princesas y duendes y hadas madrinas, y los vestía como
hombres y mujeres del común. El cuento de hadas era la parte de adentro de la
historia ordinaria, no la exterior. Un resultado de esto era que todos los
objetos inanimados que constituyen el decorado de la historia mantienen la
elegancia innombrable que tienen en un cuento de hadas. La escalera en Robert Falconer es tan mágica como la de
La princesa y el duende, y cuando –en
Alec Forbes– los chicos están
construyendo el bote y las chicas les recitan poemas, y un viejo caballero dice
de manera juguetona que se elevarán a canción como una embarcación escandinava,
siempre me pareció que estaba describiendo la realidad, por fuera de los
incidentes y de las apariencias. Las novelas, como novelas, son desiguales;
pero como cuentos de hadas son consistentes de manera extraordinaria. MacDonald
nunca pierde el hilo profundo que recorre todo el tejido, y es justo el hilo lo
que el hada bisabuela puso en las manos de Curdie para ayudarlo a salir del
laberinto de los duendes.
La originalidad de George
MacDonald tiene también un significado histórico que puede estimarse al compararlo
con su gran compatriota, Carlyle. Una medida del poder real y de la popularidad
del puritanismo en Escocia es que Carlyle nunca perdió su temperamento puritano
incluso cuando perdió toda la teología puritana. Si conseguir escapar de los
prejuicios del ambiente es una prueba de originalidad, Carlyle nunca escapó por
completo, pero George MacDonald sí lo hizo. A partir de sus propias
meditaciones místicas surgió una teología
alternativa que lo condujo a un temperamento opuesto por completo. Y en
esas meditaciones místicas aprendió secretos que son mucho más que simples extensiones
de la indignación puritana contra la ética y la política. Porque en el genio
real de Carlyle había algo de matoneo, y siempre que hay algo de matoneo hay
algo de lugar común, de reiteraciones y de órdenes repetidos. Carlyle nunca
pudo haber dicho algo tan sutil y sencillo como lo que dijo MacDonald: que Dios
era fácil de complacer y difícil de satisfacer. Carlyle estaba demasiado
ocupado en insistir en que Dios es difícil de satisfacer; así como algunos
optimistas insisten en que es fácil de complacer. En otras palabras, MacDonald se
fabricó una especie de medio ambiente espiritual, un espacio de transparencia de
luz mística, que fue muy excepcional en su ámbito nacional y religioso. Dijo
cosas como las de los caballeros místicos, como las de los santos católicos, a
veces incluso como los platonistas o los de la escuela de Swedenborg, pero no
dijo nada que se pareciera en lo más mínimo a lo que decían los calvinistas, incluso el calvinismo residual de Carlyle. Y cuando se le estudie con más cuidado como
místico, como creo que ocurrirá cuando la gente descubra la posibilidad de
recoger joyas dispersas en un espacio irregular, se me ocurre que se encontrará
que MacDonald constituye un punto de quiebre muy importante en la historia de la
cristiandad, como representante de la particular nación cristiana de los escoceses.
Así como los protestantes hablan de la estrella
de la mañana de la Reforma, quizá se nos permita mencionar ciertos nombres aquí
y allá como las estrellas de la mañana de la Reunión.
El color espiritual de Escocia,
como el color local de muchos páramos escoceses, es un morado que en ocasiones
puede parecer gris. El carácter nacional es intensamente romántico y apasionado, de hecho es romántico y
apasionado de manera excesiva y peligrosa. Su torrente emocional a menudo se ha
dirigido hacia la venganza o la lujuria o la crueldad o la brujería. No hay
borrachera como la borrachera escocesa; tiene el alarido antiguo y la salvaje
estridencia de los Medos en las montañas.
Y esto es igualmente cierto en las cosas buenas, como en la grandiosa
literatura de esa nación. Stopford Brooke y otros críticos han señalado con
acierto que un vívido sentido del color aparece
en los poetas medievales escoceses antes de que aparezca en cualquier
poeta inglés. Y es absurdo que se hable de la inteligente y dura sobriedad de
un tipo nacional que se ha dado mejor a conocer en el mundo moderno por el
literalismo prosaico de La isla del
tesoro y el realismo rutinario de Peter
Pan. Pero, por un extraño accidente histórico, este vivaz y colorido
pueblo ha sido obligado a usar el negro,
en una especie de funeral o Sabbath eterno. Aunque, en la mayoría de obras
teatrales e imágenes donde se les representa vestidos de negro hay un instinto
que hace que el actor o artista comprenda que no se ajustan bien a esa
representación. Y es un hecho que no se ajustan.
Los apasionados y poéticos
escoceses, como los apasionados y poéticos italianos, deberían haber tenido una
religión que compitiera con la vivacidad y belleza de las pasiones, que no le
permitiera al diablo tener todos los colores brillantes, que combatiera gloria
con gloria y fuego con fuego. Esa religión debería haber equilibrado a Leonardo
con San Francisco; pues ninguna persona joven y vital puede pensar que puede
equilibrarse con John Knox. La consecuencia fue que este poder en las letras
escocesas, en especial en el día (o la noche) de la completa ortodoxia
calvinista, fue debilitado y despilfarrado de muchas maneras. En Burns se salió
de su curso como la locura; en Scott solo fue tolerada como recuerdo. Scott solo
pudo ser medievalista al volverse lo que él mismo llamo “un anticuario”, o lo
que podemos llamar “un esteta”. Tuvo que fingir que su amada estaba muerta, para
que se le permitiera amarla. Así como Nicodemo vino de noche donde Jesús, [ver
Juan 3:1] el esteta solo va a la iglesia bajo la luz de la luna.
Entre los muchos hombres de
genio que dio Escocia en el siglo 19, solo hubo uno tan original como para regresar
hasta ese origen. Solo hay uno que de veras representa lo que la religión
escocesa debió haber sido, si hubiera continuado el color de la poesía escocesa
medieval. En su tipo particular de trabajo literario, comprendió la paradoja
aparente de san Francisco de Aberdeen, viendo la misma especie de halo
alrededor de cada flor y pájaro. No es igual a la manera como cualquier poeta
puede apreciar una flor o un pájaro. Un pagano puede sentir eso y seguir siendo
pagano o, en otras palabras, triste. Es un sentido especial de lo significativo,
que la tradición que más lo valora lo llama sacramental. Haber regresado a eso,
o avanzado hasta eso, en un salto de infancia, y alejándose del negro Sabbath
de un pueblo calvinista, es un milagro de la imaginación.
Al señalar que MacDonald
puede ocupar ese lugar en la historia religiosa y nacional, no intento indicar
su lugar en la literatura. En todo caso, se trata de alguien muy difícil de
fijar en un sitio. Nunca escribió nada vacío; pero escribió cosas muy llenas y
frente a las cuales el aprecio depende más de la simpatía con la sustancia que
con la primera impresión que ofrece la forma. Es un hecho que los místicos no
han sido a menudo hombres de letras en
el sentido más completo y profesional. Un hombre reflexivo encontrará más para
pensar en Vaughan o Crashaw que en Milton, pero también encontrará más para
criticar; y no es necesario negar que, en el sentido ordinario, un lector
casual puede querer que haya menos Blake y más Keats. Pero incluso esta
licencia no debe exagerarse; y de la misma manera como sentimos lástima por el
hombre que no ha entendido para nada a Keats o a Milton, sentimos compasión por
el crítico que no ha recorrido el bosque de Phantastes
o no ha conocido a Mr. Cupples en las aventuras de Alec Forbes.
Prólogo de G. K. Chesterton para el libro George MacDonald and his Wife, de Greville
M. MacDonald, 1924.
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