La verdad que más
se necesita hoy en día es aquella que dice que el último extremo no es el
extremo correcto. El
comienzo es el extremo correcto para empezar. El hombre moderno
tiene que leerlo todo al revés: como cuando primero lee periodismo y después historia, si
acaso llega a leerla. Es como un ciego explorando un elefante y condenado a
empezar por la cola. Su mala suerte no termina ahí: cuando accede
al principio de algo, generalmente es el principio al que menos debería
acceder. Empieza, digamos, con un dogma infalible sobre el elefante: que la
cola es la trompa, y avanza en sentido contrario tratando de que los hechos se
ajusten a su principio. Como el elefante no tiene ojos en la cola, decide que
se trata de un elefante ciego y desarrolla toda una teoría sobre su ignorancia,
sus supersticiones y la necesidad de educarlo. Como el elefante no tiene
colmillos del lado de la cola, afirma que los colmillos no existen y que son un
atributo que la imaginación le ha puesto a una criatura fantástica. Como, por
regla general, el elefante no levanta ningún objeto con la cola, el hombre
moderno descarta la leyenda de que puede levantar cosas con la trompa. Probablemente
afirme que es puro antropomorfismo decir que es capaz de recoger su nariz. El
resultado es que ese hombre termina tan pálido y agobiado como un pesimista,
pues el mundo se le convierte en un elefante blanco. No sabe qué hacer y no se le puede persuadir para que acepte la explicación simple: que no ha
hecho el menor esfuerzo por identificar entre la cola y la trompa del animal. No
empieza por donde debe, por la simple razón de que encontró primero el
extremo equivocado.
Nada ilustra de
manera más clara este engaño moderno, como el tratamiento que los modernos le dan a la
poesía. Es posible que me guste o no alguna métrica o una falta de forma, según alcance
o no a producir algún efecto. Pero la tendencia general, considerada como una
emancipación, me parece más o menos una esclavitud. Creo que se sustenta en una
idea inconsciente: que el habla es más libre que el verso y que, por lo tanto,
el verso debe exigir que se le permita la libertad del habla. Pero el habla, en especial en
nuestro tiempo, no tiene nada de libre. Está entorpecida por trivialidades, domesticada
por convenciones, cargada de palabras muertas, deformada por miles de cosas que
no significan nada. No se libera tanto el alma cuando alguien dice: "Siempre
te ves bien”, como cuando alguien dice: "Pero tu verano eterno jamás declinará”.
La primera es una frase torpe y limitada que termina con la palabra más débil
que el hombre jamás ha usado, o abusado. La segunda es como el gesto de
un gigante o como el vuelo de un arcángel: tiene el ímpetu mismo de la
libertad. No desprecio al hombre que dice la primera porque quiere decir la
segunda (y lo que quiere decir es más importante que lo que dice). Siempre he
procurado hacer énfasis en la dignidad intrínseca en esos asuntos cotidianos, a
pesar de lo gris de su apariencia. Pero no me parece una mejoría que el
espíritu interior tenga que volverse más exterior y más gris. Se considera
correcto tratar de impedir que miles de personas prosaicas intenten ser poéticas;
pero me parece mucho más soso ver montones de personas poéticas tratando de ser
prosaicas.
Siempre he
pensado que, si un hombre fuera libre de verdad, hablaría con ritmo e incluso
con rimas. Su postal más apurada sería un soneto y sus telegramas más
apremiantes sonarían como las cuerdas de un arpa. Respiraría una canción en el
teléfono, una canción que sería lírica o épica en proporción al tiempo que tardó
esperando la llamada; y la inevitable discusión con la operadora sería como un
dueto. Expresaría en breves poemas sus preferencias sobre los platos de la cena,
combinando la gracia de la gratitud más mística con una cierta ternura
epigramática, que es lo más conveniente para el espíritu doméstico. Si el señor
Yeats puede decir, con versos exquisitos, el número de arbustos por hilera que
quiere en su plantación, ¿por qué no decir también de esa manera el número de
lentejas que quiere en su plato para la cena? Si puede elogiar con rimas la miel
de abejas, ¿por qué no puede pedir del mismo modo que le pasen la miel en el
comedor? Es posible que surjan malentendidos con los poetas más ricos y
fantásticos. Francis Thompson pudo haber pedido varias veces "las doradas pieles
de vinos que no deliran", antes de que alguno entendiera que quería las
uvas. Pero insisto en que su frase magnífica habría sido una expresión más real
del regalo de Dios que es el vino, que si solo hubiera dicho de manera
perentoria: “Uvas”. Y, si un hombre es capaz de pedir una papa por medio de un
poema, el poema será no solo una expresión más romántica, sino también más
realista, de la papa. Porque una papa es un poema: es, de hecho, una escala
ascendente de poemas que empieza en la raíz –en subterráneos grotescos, a la
manera gótica–, con deformidades como las de un duende y ojos como los de la
bestia del libro de las Revelaciones, y que asciende entre las verdes sombras
de la tierra hasta una corona que tiene la forma de las estrellas y la
tonalidad del Cielo.
La verdad detrás
de todo esto se expresa con la antigua noción mística de la música de las esferas.
Me refiero a la idea de que, detrás de cada cosa, la existencia empieza con
armonía –y no con caos– y que, por lo tanto, cuando de veras extendemos las
alas y encontramos una libertad más amplia, lo hacemos con algo más continuo y
recurrente, no con algo crudo y fragmentario. La libertad es plenitud, en
especial plenitud de vida, y una embarcación llena es más redonda y completa que
una vacía. Parafraseando a Browning, en la prosa encontramos los arcos rotos; en
poesía, el círculo perfecto. La prosa no es la libertad de la poesía; la prosa
es poesía fragmentaria. La prosa, al menos en el sentido prosaico, es poesía
interrumpida, retenida y separada de su trayectoria. Cuando empiece a moverse
de nuevo creo que veremos algunas cosas anticuadas moviéndose con ella: cosas
como la repetición, la medida, el ritmo y hasta la rima. Descubriremos con
horror que las ruedas del carruaje ruedan y que hasta los caballos tiene el mismo
número de patas.
En todo caso, la
mejor manera de alentar a la comitiva es no poner el coche delante del caballo.
No hacemos que la poesía sea más poética si ignoramos lo que la distingue de la
prosa. Puede haber muchas maneras de hacer que el carruaje se mueva de nuevo, pero
la mayoría de los modernos me parece que están exponiendo una nueva teoría
sobre sus mecanismos mientras la poesía está atascada. Si un mago ejecuta
frente a mis ojos un milagro, con la ayuda de una cuerda, un chico y una mata
de mango, me interesa un poco la inquietud del escéptico que pregunta por qué
no podía haberlo hecho con una manguera, una muchacha y una araucaria. ¿Por qué no, si puede hacerlo? Si mañana un
santo hace el milagro de convertir una piedra en un pez, aceptaría que me
preguntaran por qué no convertir también una boñiga en una cacatúa. Pero dejemos
que lo hagan y no nos limitemos a explicar cómo podría hacerse. Es cierto que
palabras como "papel" o "pájaros", que son tan simples como
"pez" o "piedra", pueden ser combinadas en un milagro como:
"Desnudas ruinas de papel donde hace poco los pájaros cantaban". Por
lo que puedo confiar en mi intuición, el pie y la métrica, incluso el lugar de
la rima en el soneto, tienen mucho que ver para producir un efecto como ese. No
estoy diciendo que no haya otra manera de producir ese efecto. Sólo pregunto,
no sin cierta nostalgia: ¿Dónde más, en este amplio y cansado mundo, se está
produciendo? Y la verdad es que no siento que eso ocurra cuando escucho verso libre. Ignoro dónde está
ese calor prometeico y, para expresar mi ignorancia, me alegra encontrar
palabras mejores que las mías.
De “ Fancies Versus Fads” (1923).
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