Friday, September 28, 2018

Un mundo de maravillas y batallas


Ilustración tomada de: https://opinionesdepsicoanalistas.com/2014/05/01/para-que-sirven-los-cuentos-de-hadas/


 Alguna gente superficial y solemne (porque casi toda la gente superficial es solemne) ha declarado que los cuentos de hadas son inmorales. Para decir esto se basan en algunas circunstancias accidentales o en lamentables incidentes de la guerra entre los gigantes y los niños, y en particular en casos en que los últimos se permiten  engañar o hacer bromas pesadas a los primeros. Esa objeción no solo es falsa, sino que es casi siempre lo contrario de los hechos. Los cuentos de hadas no solo son radicalmente morales, en el sentido de inocentes, sino también morales en el sentido didáctico, moralizante. Está muy bien hablar de la libertad del país de las hadas, pero –si consideramos los mejores reportes oficiales– la libertad es mínima. El señor W. B. Yeats y otras sensibles almas modernas, con la sensación de que la vida moderna es una de las esclavitudes más negras que han oprimido a la humanidad (tienen razón en eso), han descrito el país de las hadas como un lugar de comodidad y abandono completos: un lugar donde el alma, como el viento, puede moverse a voluntad en cualquier dirección. La ciencia denuncia la idea de un Dios caprichoso, pero la escuela del señor Yeats sugiere que en el mundo de las hadas cada uno es tan caprichoso como un dios. El mismo señor Yeats ha dicho cientos de veces –en ese estilo literario a la vez triste y espléndido que lo hace el primero de los poetas que hoy escriben en inglés (no diré que el primero de todos los poetas ingleses, porque para los irlandeses es habitual la práctica del asalto físico)–, ha denunciado cientos de veces, digo, la terrible libertad del mundo de las hadas, lo que según él tipifica la más extrema anarquía en el arte:

"Donde nadie se hace viejo ni sabio ni se cansa,
Donde nadie se hace viejo, ni piadoso, ni se vuelve sepultura.”

  Después de todo, dudo que el señor Yeats (es chocante decirlo) conozca de veras la filosofía real del país de las hadas. Le falta simpleza; le falta estupidez. En ese sentido, en el de una buena y consistente estupidez humana, me atrevo a decir –aunque no debería– que derrotaría al señor Yeats en cualquier momento. Las hadas me quieren más que a él, me reciben mejor, y tengo mis dudas sobre si esa libertad es el espíritu central y verdadero de su mundo y sus historias. Creo que los poetas se han equivocado. Como el mundo de los cuentos de hadas es más brillante y variado que el nuestro, se les ha ocurrido que es menos moral. En realidad es más brillante y variado porque es más moral. Supongamos que un hombre pudiera nacer en una prisión. Por supuesto, eso es imposible porque nada humano puede ocurrir en una prisión moderna, aunque a veces podía ocurrir algo así en una mazmorra antigua. Una prisión moderna es siempre inhumana, aunque no siempre sea deshumanizada. Pero, supongamos eso, que un hombre pudiera nacer en una prisión moderna, y que creciera habituado al silencio mortal y a la horrible indiferencia, y supongamos que ese hombre fuera después liberado de repente entre la vida y las risas de Fleet Street. Pensaría, por supuesto, que los literatos de Fleet Street eran una raza de hombres libres y felices; pero, triste e irónicamente, es todo lo contrario. Del mismo modo, esos siervos trajinados de Fleet Street, cuando vislumbran el país de las hadas, piensan que las hadas son libres. Pero las hadas son como los periodistas en este y muchos otros aspectos.  Las hadas y los periodistas tienen un colorido aparente y una belleza engañosa. Las hadas y los periodistas son vistosos y parecen no estar regidos por leyes; ambos se ven tan exquisitos que no parecen mezclarse con la fealdad de las obligaciones cotidianas. Pero esa es una ilusión creada por la dulzura súbita de su presencia. Los periodistas viven bajo la ley, así como las hadas.
  Si usted de veras lee los cuentos de hadas, observará que hay una idea que los recorre de un extremo a otro: la idea de que la paz y la felicidad solo pueden existir bajo alguna condición. Esa idea, que es el centro de la ética, es el centro de los cuentos infantiles. Toda la felicidad del país de las hadas cuelga de un hilo, de cierto hilo. La cenicienta puede tener un vestido de algodones sobrenaturales y con brillos que no son de este mundo, pero debe regresar cuando el reloj marque las doce. El rey puede invitar hadas al bautizo, pero debe invitarlas a todas o habrá terribles consecuencias. La esposa de Barba Azul puedo abrir todas las puertas, menos una. Si se rompe una promesa que se le hizo a un gato, el mundo entero se trastorna. Si se rompe una promesa que se le hizo a un enano amarillo, el mundo entero se trastorna. Una chica puede ser la esposa del mismo dios del Amor, siempre y cuando no trate de mirarlo; si lo mira, se desvanece. A una chica se le entrega una caja, con la condición de que no la abra; la abre, y todos los males del mundo se apuran a caer sobre ella. Un hombre y una mujer son puestos en un jardín, con la condición de que no coman cierto fruto; lo comen, y pierden la alegría y el resto de los frutos de la tierra.
  Esta idea maravillosa es la espina dorsal de toda tradición popular: la idea de que toda felicidad depende de una pequeña prohibición; toda la dicha positiva depende de una negación. Es obvio que esto simboliza o se asemeja a muchas ideas filosóficas y religiosas; pero no me refiero a eso.  Es obvio que toda ética debe enseñarse con esa melodía de los cuentos de hadas: que si uno hace lo que está prohibido pone en peligro lo que le ha sido dado. A un hombre que rompe la promesa que le ha hecho a su esposa debe recordársele que, incluso si ella es un gato, la historia del gato del cuento de hadas muestra que esa conducta no es cautelosa. A un ladrón que se dispone a abrir una caja fuerte ajena se le debe recordar, de manera juguetona, que se encuentra en la misma peligrosa posición de la bella Pandora: que está a punto levantar la tapa prohibida y que liberará males desconocidos. El chico que se está comiendo la manzana ajena en el árbol ajeno ha llegado a un momento místico en su vida, cuando una manzana puede despojarlo de todas las demás. Esta es la moral profunda de los cuentos de hadas; que, en lugar de carecer de leyes, van a la raíz de todas las leyes. En lugar de encontrar la base racional para cada mandamiento (como lo hacen los libros comunes de ética), encuentran la grandiosa base mística de los mandamientos. Estamos contra nuestra voluntad en este país de las hadas; no nos corresponde disputar las condiciones bajo las que disfrutamos esta visión salvaje del mundo. Las prohibiciones son de hecho extraordinarias, pero también lo son las concesiones. La idea de propiedad, la idea de una manzana ajena, es una idea rara; pero también  es rara la idea de que haya manzanas. Es extraño y muy raro que yo no pueda tomarme sin riesgo diez botellas de champaña; pero, pensándolo bien, la champaña misma es extraña y rara. Si he tomado la bebida del país de las hadas es apenas justo que lo haga bajo las reglas del país de las hadas. Es posible que no veamos la conexión directa y lógica  entre tres hermosas cucharas de plata y un enorme y feo policía; pero, ¿quién ha visto en los cuentos de hadas alguna conexión directa y lógica entre tres osos y un gigante, o entre una rosa y una bestia rugiente? Los cuentos de hadas no solo pueden ser disfrutados porque son morales, sino que la moral puede ser disfrutada porque nos conduce al país de las hadas, a un mundo de maravillas y batallas.

De “All Things Considered” (1908)

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