Ilustración tomada de: https://opinionesdepsicoanalistas.com/2014/05/01/para-que-sirven-los-cuentos-de-hadas/
Alguna gente superficial y solemne (porque
casi toda la gente superficial es solemne) ha declarado que los cuentos de hadas
son inmorales. Para decir esto se basan en algunas circunstancias accidentales
o en lamentables incidentes de la guerra entre los gigantes y los niños, y en particular
en casos en que los últimos se permiten engañar o hacer bromas pesadas a los primeros.
Esa objeción no solo es falsa, sino que es casi siempre lo contrario de los
hechos. Los cuentos de hadas no solo son radicalmente morales, en el sentido de
inocentes, sino también morales en el sentido didáctico, moralizante. Está muy
bien hablar de la libertad del país de las hadas, pero –si consideramos los
mejores reportes oficiales– la libertad es mínima. El señor W. B. Yeats y otras
sensibles almas modernas, con la sensación de que la vida moderna es una de las
esclavitudes más negras que han oprimido a la humanidad (tienen razón en eso),
han descrito el país de las hadas como un lugar de comodidad y abandono
completos: un lugar donde el alma, como el viento, puede moverse a voluntad en
cualquier dirección. La ciencia denuncia la idea de un Dios caprichoso, pero la
escuela del señor Yeats sugiere que en el mundo de las hadas cada uno es tan
caprichoso como un dios. El mismo señor Yeats ha dicho cientos de veces –en ese
estilo literario a la vez triste y espléndido que lo hace el primero de los
poetas que hoy escriben en inglés (no diré que el primero de todos los poetas
ingleses, porque para los irlandeses es habitual la práctica del asalto físico)–,
ha denunciado cientos de veces, digo, la terrible libertad del mundo de las
hadas, lo que según él tipifica la más extrema anarquía en el arte:
"Donde
nadie se hace viejo ni sabio ni se cansa,
Donde nadie se hace viejo, ni piadoso, ni se vuelve sepultura.”
Después de todo,
dudo que el señor Yeats (es chocante decirlo) conozca de veras la filosofía real
del país de las hadas. Le falta
simpleza; le falta estupidez. En ese sentido, en el de una buena y
consistente estupidez humana, me atrevo a decir –aunque no debería– que
derrotaría al señor Yeats en cualquier momento. Las hadas me quieren más que a
él, me reciben mejor, y tengo mis dudas sobre si esa libertad es el espíritu
central y verdadero de su mundo y sus historias. Creo que los poetas se han equivocado. Como el mundo de
los cuentos de hadas es más brillante y variado que el nuestro, se les ha ocurrido que es menos moral. En realidad es más
brillante y variado porque es más moral. Supongamos que un hombre pudiera nacer en una prisión. Por supuesto,
eso es imposible porque nada humano puede ocurrir en una prisión moderna, aunque
a veces podía ocurrir algo así en una mazmorra antigua. Una prisión moderna es
siempre inhumana, aunque no siempre sea deshumanizada. Pero, supongamos eso,
que un hombre pudiera nacer en una prisión moderna, y que creciera habituado al
silencio mortal y a la horrible indiferencia, y supongamos que ese hombre fuera
después liberado de repente entre la vida y las risas de Fleet Street. Pensaría,
por supuesto, que los literatos de Fleet Street eran una raza de hombres libres
y felices; pero, triste e irónicamente, es todo lo contrario. Del mismo modo,
esos siervos trajinados de Fleet Street, cuando vislumbran el país de las
hadas, piensan que las hadas son libres. Pero las hadas son como los
periodistas en este y muchos otros aspectos. Las hadas y los periodistas tienen un colorido
aparente y una belleza engañosa. Las hadas y los periodistas son vistosos y
parecen no estar regidos por leyes; ambos se ven tan exquisitos que no parecen mezclarse
con la fealdad de las obligaciones cotidianas. Pero esa es una ilusión creada
por la dulzura súbita de su presencia. Los periodistas viven bajo la ley, así
como las hadas.
Si usted de veras
lee los cuentos de hadas, observará que hay una idea que los recorre de un
extremo a otro: la idea de que la paz y la felicidad solo pueden existir bajo alguna
condición. Esa idea, que es el centro de la ética, es el centro de los cuentos
infantiles. Toda la felicidad del país de las hadas cuelga de un hilo, de
cierto hilo. La cenicienta puede tener un vestido de algodones sobrenaturales y
con brillos que no son de este mundo, pero debe regresar cuando el reloj marque
las doce. El rey puede invitar hadas al bautizo, pero debe invitarlas a todas o
habrá terribles consecuencias. La esposa de Barba Azul puedo abrir todas las
puertas, menos una. Si se rompe una promesa que se le hizo a un gato, el mundo
entero se trastorna. Si se rompe una promesa que se le hizo a un enano amarillo,
el mundo entero se trastorna. Una chica puede ser la esposa del mismo dios del
Amor, siempre y cuando no trate de mirarlo; si lo mira, se desvanece. A una
chica se le entrega una caja, con la condición de que no la abra; la abre, y
todos los males del mundo se apuran a caer sobre ella. Un hombre y una mujer
son puestos en un jardín, con la condición de que no coman cierto fruto; lo
comen, y pierden la alegría y el resto de los frutos de la tierra.
Esta idea
maravillosa es la espina dorsal de toda tradición popular: la idea de que toda
felicidad depende de una pequeña prohibición; toda la dicha positiva depende de
una negación. Es obvio que esto simboliza o se asemeja a muchas ideas filosóficas
y religiosas; pero no me refiero a eso. Es
obvio que toda ética debe enseñarse con esa melodía de los cuentos de hadas:
que si uno hace lo que está prohibido pone en peligro lo que le ha sido
dado. A un hombre que rompe la promesa que le ha hecho a su esposa debe recordársele
que, incluso si ella es un gato, la historia del gato del cuento de hadas
muestra que esa conducta no es cautelosa. A un ladrón que se dispone a abrir
una caja fuerte ajena se le debe recordar, de manera juguetona, que se
encuentra en la misma peligrosa posición de la bella Pandora: que está a punto
levantar la tapa prohibida y que liberará males desconocidos. El chico que se
está comiendo la manzana ajena en el árbol ajeno ha llegado a un momento místico
en su vida, cuando una manzana puede despojarlo de todas las demás. Esta es la
moral profunda de los cuentos de hadas; que, en lugar de carecer de leyes, van
a la raíz de todas las leyes. En lugar de encontrar la base racional para cada
mandamiento (como lo hacen los libros comunes de ética), encuentran la grandiosa
base mística de los mandamientos. Estamos contra nuestra voluntad en este país
de las hadas; no nos corresponde disputar las condiciones bajo las que
disfrutamos esta visión salvaje del mundo. Las prohibiciones son de hecho
extraordinarias, pero también lo son las concesiones. La idea de propiedad, la
idea de una manzana ajena, es una idea rara; pero también es rara la idea de que haya manzanas. Es extraño
y muy raro que yo no pueda tomarme sin riesgo diez botellas de champaña; pero,
pensándolo bien, la champaña misma es extraña y rara. Si he tomado la bebida
del país de las hadas es apenas justo que lo haga bajo las reglas del país de
las hadas. Es posible que no veamos la conexión directa y lógica entre tres hermosas cucharas de plata y un
enorme y feo policía; pero, ¿quién ha visto en los cuentos de hadas alguna
conexión directa y lógica entre tres osos y un gigante, o entre una rosa y una
bestia rugiente? Los cuentos de hadas no solo pueden ser disfrutados porque son
morales, sino que la moral puede ser disfrutada porque nos conduce al país de
las hadas, a un mundo de maravillas y batallas.
De “All Things Considered” (1908)
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